“Cuando salí de la universidad hice un reemplazo en el área de pediatría de la Red de Salud UC Christus. Hasta entonces, creía que la razón por la que había estudiado enfermería tenía que ver con mis ganas de ser matrona –en la Católica ambas carreras van de la mano– pero en el camino me fui enamorando de la enfermería pediátrica. No fue, sin embargo, hasta que finalicé ese reemplazo, que mi carrera tomó un vuelco radical. No lo sabía de antemano, pero el 80% de los pacientes de esa pediatría eran pacientes oncológicos. Fue ahí que sentí por primera vez que estaba pudiendo desarrollar todo el potencial que tenemos las enfermeras. Y fue ahí que decidí dedicarme al cáncer. No estaba preparada y había egresado hace poco; volvía a mi casa y lloraba todas las noches. Incluso consideré dejar la carrera. Pero algo pasaba; ahí, en esa área tan potente y de tanto sufrimiento, sentía que ponía en práctica la esencia de la enfermería, como si se tratara de un espacio que nos permitiera desarrollar nuestra pasión al máximo.

Llevo más de 15 años en el Centro del Cáncer de la Red y mis pacientes son, en su mayoría, pacientes diagnosticados con cáncer de mama. Esa enfermedad se ha vuelto, de manera no intencional, mi subespecialización. En todos estos años he acompañado a muchísimas mujeres –a muchas de ellas durante años– y he podido identificar y desglosar la importancia de lo que hacemos. En lo concreto, yo entro después de que el médico oncólogo determina que sus pacientes necesitan quimioterapia. El paso siguiente implica que se ponen en contacto conmigo y, de ahí en adelante, yo las acompaño en todo el tratamiento. Pero no se trata únicamente de informar y educar respecto al tratamiento, que es parte fundamental. Cuando estamos ahí, y las pacientes están sobrepasadas por un estado de incertidumbre y miedo, el personal de enfermería pasa a cumplir un rol más integral; nos volvemos confidentes, un soporte emocional y asumimos un rol de contención. Ahí, en ese mismo minuto previo a partir el tratamiento, las pacientes nos buscan y sienten la confianza de compartir sus miedos, sus inquietudes y sus dudas. Y eso, para mí, es un gran privilegio. Soy una eterna agradecido de que en esta área tengamos la posibilidad, como enfermeras y cuidadoras, de poder educar desde nuestros conocimientos, pero también acompañar y apoyar en la dimensión más emocional.

Porque muchas veces lo que pasa es que el médico les informa respecto a los tratamientos pero llegan hasta ahí. Nosotras, en cambio, abrimos una puerta, pero sin antes corroborar que vamos a ser capaces de sostener lo que se venga al abrirla. Hay cosas que pueden parecer triviales, pero que para las pacientes, en ese determinado contexto, son importantes. Por ejemplo, el médico es el que informa que con la quimioterapia se les va a caer el pelo, y yo también me preocupo de reiterar que va a ser así y que la caída va ser muy brusca, pero también les digo que tenemos la seguridad de que el pelo vuelve a crecer una vez que se termina el tratamiento. O, por ejemplo, cuando las pacientes quieren complementar la quimioterapia con tratamientos alternativos y no se atreven a decírselo al doctor, nos preguntan a nosotras. En ese caso yo les digo que prefiero que me cuenten porque hay cosas que sí se pueden usar, y probablemente ayuden, y hay otras de las cuales realmente no tenemos idea. Se va generando un lazo de confianza y complicidad muy fuerte, o un vínculo casi familiar sin serlo realmente. Y en ese sentido, la pandemia nos ha quitado cosas claves, como el poder tomar la mano, o gestos que hacen que la persona se sienta más segura, pero así y todo, hemos logrado establecer el nexo.

A mí me costó mucho poner límites. Cuando empecé a ver pacientes oncológicos, sus situaciones me afectaban mucho y no lograba separar la empatía de la sobreempatía. Siempre he pensado que para ser enfermera hay que ser muy empáticas, ero también hay que saber delimitar. Llega un punto en el que, incluso por sanidad mental, hay que decir ‘me importa mucho lo que te pasa, pero no me lo puedo llevar a la casa’. Y eso cuesta mucho articularlo, pero con práctica y experiencia se logra. Lo que no quiere decir que uno se deja de involucrar; yo a mis pacientes les doy mi número y ellas saben que me pueden llamar para compartir sus dudas o consultas, especialmente en tiempos en los que si nos metemos a internet, y frente a la desesperación, es mucha la información errada a la que se puede acceder. Me importa mucho cada una de ellas y siempre voy a tratar de estar ahí, pero no se puede llegar a la casa y llorar todos los días como me pasaba en un principio. En eso ayuda mucho el reconocimiento que te dan las pacientes, o cuando te dicen lo importante que fuiste para ellas. Eso sirve para también poder hacer esa distinción.

Hay pacientes con las que he conectado más o me he visto mayormente reflejada, de edades similares o experiencias de vida parecidas. En esos casos una tiende a involucrarse más. Nunca voy a olvidar a una de las primeras pacientes que atendí, que tenía mi edad y era muy alegre. Nosotros le dábamos indicaciones de cuidado, como por ejemplo de no comer algo, y ella llegaba al día siguiente diciendo ‘no me aguanté, la tentación fue más fuerte’. Era imposible decirle algo porque además ella misma se delataba. Un día llegó a la quimio y le mencioné que me gustaba su polera. Ella me respondió que no la iba a encontrar acá porque era de Argentina. A la semana siguiente me la regaló. Ella ya no está con nosotros, pero hasta el día de hoy la recuerdo y a ratos uso su polera.

Hay otras a las que acompaño durante años, porque pasan por distintos esquemas de tratamiento, y se va dando un lazo de confianza que es fundamental. Conozco a sus maridos, a sus parejas y a sus hijos. Sé de sus miedos, sus incertidumbres y así es imposible no involucrarse. Son todas historias que nos van marcando, y la confianza que depositan en una es invaluable. Nosotras pasamos a ser las que entregamos información pero también las acompañamos, a ellas y a sus familias. De repente algunas me llaman y me dicen ‘no siento el sabor de la comida’, y yo les explico que ese es un efecto secundario común de la quimioterapia. Y mi hija de 16, que durante la pandemia me vio teletrabajando, también me pregunta por ellas y está al tanto de sus progresos. Sabe cuando una de ellas me regala chocolates o huevitos de campo.

Así mismo he visto como existe en torno al cáncer toda una presión social y un lenguaje belico, habitado por frases estilo eslogan, que dificultan que la paciente lo viva con naturalidad. Todo eso solo termina poniéndoles presión y es súper perjudicial, porque las hace sentir que la responsabilidad de su mejoría recae únicamente en ellas. Se habla de tener que ganar esta batalla, de ser fuertes y valientes, pero esta no es una batalla, es una enfermedad y un proceso que se transita, en esto no hay ganadores o perdedores. Si alguien está con náuseas y se ve sin pelo, cómo se le puede exigir que esté bien. Cómo se le puede decir que no llore porque eso va a influir en el resultado de su enfermedad, siendo que eso no es así. Si todos tenemos días buenos y malos sin tener cáncer. Es por eso que nuestro rol en el acompañamiento, de ellas y de su entorno, es tan importante”.

Lidia Medina (46) es enfermera oncológica del Centro de Cáncer de la Red de Salud UC Christus.