“Cuando tenía 24 años y venía saliendo de la universidad, llena de ilusiones y con la vida por delante, conocí a quien fue mi primer pololo y marido. Antes de eso había tenido un par de amores, pero fue con él que sentí ese nivel de afinidad, conexión y cercanía que solo se siente con aquellas personas que conocemos de otras vidas. Él también había terminado sus estudios y no nos demoramos mucho en definir que queríamos armar un proyecto de vida juntos.
Eran otros tiempos también, no teníamos las posibilidades que quizás tienen los jóvenes ahora, en cuanto a cuestionamientos y exploración de otros estilos de vida. Tampoco queríamos mucho más. Nos habíamos elegido y queríamos pasar nuestro tiempo juntos. Él me dijo desde un principio –todavía recuerdo la esquina que eligió para contármelo, en un paseo nocturno que hicimos durante nuestra cuarta cita– que vivía con una enfermedad degenerativa, que eventualmente podía afectar su funcionamiento cerebral y físico y que aunque por ahora estaba bien, se le iba empezar a manifestar.
Recuerdo que esa noche lloré mucho. Me encantaba estar con él, sentía que nunca había enganchado tanto con otra persona, pero no entendía del todo qué significaba lo que me había dicho. ¿Podíamos estar juntos? ¿Sufriríamos mucho? ¿Era mejor acaso ser amigos y apoyarlo como pudiera? ¿Me estaba adelantando? Recuerdo también que después de llorar tomé una decisión; esto no iba a ser un impedimento ni tampoco un factor determinante en el curso natural de nuestra relación. Que pasara lo que tenía que pasar. Aun así, se me hacía imposible eliminar del todo ese pensamiento que de repente aparecía en la superficie y que me recordaba que algún día esto iba a ser causal de mucho sufrimiento para ambos. ¿Cómo se podía estar con una persona enferma sin pensar en el futuro?
Estuvimos casados durante 17 años, de los cuales los primeros siete estuvieron libres de complicaciones. Pero al séptimo año su salud empeoró mucho y cada vez con mayor fuerza y rapidez. De ahí en adelante, todo se fue dando de tal manera que no había ni tiempo para ir asimilando. Un día había que ir al hospital, al otro había que hablar con especialistas, al siguiente cambiar de medicamentos y así durante mucho tiempo. Yo ya sabía que pese a mi intento por evadir, el desenlace era uno solo. No quise asumirlo por mucho tiempo, pero ni él quería seguir viviendo. Yo sí quería que siguiera, pero a esas alturas esa opción parecía más egoísta que otra cosa, porque a él se le estaba haciendo muy difícil.
Aun así logró alargar su vida durante muchos años más. Hasta que a los 42, falleció. Fue una tristeza inmensa para mí, que no supe muy bien expresar durante harto rato. Todos me decían que era para mejor, pero me costó mucho abrazar esa idea. ¿Por qué era para mejor? Tenía toda su vida por delante aun, y estaba yo y estaban nuestros hijos jóvenes, ¿por qué iba a ser mejor que él no estuviera? ¿Por qué la vida no nos había permitido desarrollar nuestro proyecto, cuidarnos y querernos entre todos durante un tiempo más? Luego, con el tiempo, lo fui entendiendo.
Pasaron años antes de que lograra siquiera pensar en la posibilidad de estar con otra persona. Mis hijos, ya más grandes, me rogaron que hiciera el intento. No porque creyeran que estaría mejor emparejada, sino que porque buscaban que no me cerrara por completo a esa posibilidad. Hasta que un día, en un congreso de filosofía empecé a hablar con alguien. Era consciente de que ya era otra etapa de mi vida, en la que el devenir de una posible relación se daría de otra manera, sin tanta intensidad. Pero aun así sentí lo que no había sentido en mucho tiempo; esas ganas de conocer más a una persona, muy propias de cuando te gusta o te intriga o te llama la atención. Yo estaba dolida, sí. Me costaría entrar en una dinámica nuevamente, sí. Había perdido al que yo sentía que era el gran amor de mi vida, pero hacía el ejercicio constante de entender que mi vida no se había acabado aun.
En esta segunda parte de mi vida –ya con otra edad y otros ritmos– di paso a una relación muy linda y de complicidad. Yo venía con mi bagaje y él con el suyo. No habían condiciones de salud preexistentes, pero sí muchas ganas de sanar lo que aun dolía, de disfrutar en compañía y gozar un poco de la vida. Algo que se me había hecho muy distante durante varios años. Pero, la vida se encarga de hacer lo suyo y a nosotros no nos queda otra que aceptarlo con humildad. Porque si empezáramos a pensar en que es algo personal, un complot o una mala suerte que viene de antes, no podríamos seguir. Hace dos años, luego de cuatro de matrimonio, mi segundo marido sufrió un accidente mientras manejaba y murió. Estábamos, de hecho, en distintos países y zonas horarias, y yo supe por un llamado telefónico que me despertó en la madrugada.
No puedo contar esto sin que se me caigan las lágrimas. Por todo lo que lo extraño, por todo lo que significó él para mí en nuestra corta y hermosa relación, y también por recordar todo lo que viví en los meses que le siguieron a ese llamado telefónico. Porque por supuesto que dentro de todo el sufrimiento y cuestionamiento, no pude evitar preguntarme; ¿por qué a mí? En realidad me costó mucho entender que no era a mí. Y es que la vida es así, no tiene explicación. Y lo único que hay que tratar de hacer –aunque no lo sabemos hasta que por una situación externa estamos obligados a entenderlo– es apreciar nuestros vínculos en el minuto. A cada rato. Hacerlo saber. Cultivarlos. Permitirse espacios también, darse tiempos, pero nunca dejar que el otro piense que no lo quieres si es que sí lo quieres. Esto va para los vínculos familiares, amistosos y amorosos.
Yo perdí a dos personas que quise mucho, en dos etapas distintas de mi vida. Es un dolor tan profundo y que cala tan hondo, que siento que podría pasar una vida entera y no me recuperaría del todo. Pero no por eso voy a dejar de vivirla. Ellos dos, de hecho, son los que más me impulsan a hacerlo. Sigo mi vida y agradezco en cada momento todo lo que me dieron, todo lo que hicimos y todo lo que fuimos construyendo juntos, en distintos momentos, en distintas etapas. Donde sea que estén, son los que me contienen cuando siento que todo está perdido”.
Paula Moroso (53) es matrona.