“Quedar viuda antes de los cuarenta años no es algo que uno piense que le puede pasar. Con mi marido nos casamos soñando con envejecer juntos. Siempre hablamos de pasar nuestros últimos años en un lugar cálido, cerca del mar, con una vida tranquila y sin grandes aventuras. Solo queríamos estar juntos y disfrutar del otro.

Cuando nos conocimos me gustó porque era un hombre atractivo y simpático; alto, inteligente y acogedor. Desde el comienzo él quiso que tuviéramos una relación formal, de hecho a los pocos meses de nuestro primer beso, me pidió que fuésemos novios y me prometió que dentro de los próximos dos años nos casaríamos. Y así fue. Es que era un hombre con propósitos, que tenía claro lo que quería en la vida y según él, a mi lado lo iba a lograr: él ponía la cuota de ambición y yo de perseverancia.

Era también muy querendón. Sé que me amó intensamente y fruto de ese amor nacieron nuestros dos hijos. Nos costó porque tuve varios abortos en el intento, pero al final llegaron. Recuerdo un día de mi segundo embarazo que sentada mientras tocaba mi guata pensé en lo feliz que era, y agradecí a Dios por estar en una buena etapa de mi vida: con una bella familia, buenos trabajos y estabilidad económica.

Pero la vida siempre pone nuevas pruebas. Un día de mucho calor miré a mi marido y lo encontré distinto, se veía más delgado. Comencé a fijarme más en él y noté que ya no estaba comiendo como antes. Lo hablamos y me comentó que sentía algunos dolores y falta de apetito. Con las semanas los malestares se hicieron más intensos y al ir al médico le diagnosticaron cáncer gástrico en etapa cuatro. El mundo se nos vino abajo, con un niño pequeño y yo embarazada de cinco meses, comenzó nuestra batalla contra esa enfermedad, la que duró 20 meses. Durante ese tiempo nació nuestra hija, nos cambiamos de ciudad y comenzó la pandemia, que hizo todo más complejo.

En esos largos 20 meses traté de retenerlo. Le suplicaba todos los días que no nos dejara y que siguiera luchando, porque mi miedo y mi pena no me dejaba ver que él se estaba deteriorando, que estaba sufriendo. Hoy me doy cuenta porque veo nuestra última foto juntos y se veía delgado, canoso y debilitado. Tuve que esperar a ver que ya no era capaz de pararse solo de la cama para dejarlo ir. Fue en ese momento en que lo solté, di un paso al costado y lo dejé descansar. Ese mismo día se fue.

Se veía bello y sereno. Pero a pesar de eso, ver sufrir a alguien que amas es terrible. Incluso hubo ocasiones en que me infringí dolor conscientemente para tratar de empatizar con lo que él estaba sintiendo. Aunque al verlo descansar me tranquilicé, también me llené de culpa y contradicciones que duraron meses. También tuve miedo de un futuro sola con dos hijos pequeños. Me sentí a la deriva y comencé un proceso de terapia y reflexión en el que entendí que solo estaba sobreviviendo y que mis hijos, aunque son pequeños, se daban cuenta de que no era feliz, me veían triste. Así que decidí continuar con mi vida, tratando de volver a ser yo, de volver a reír y preocuparme de mí.

En ese proceso me reencontré con un antiguo amigo de la universidad. Comenzamos a hablar y sin darme cuenta encontré apoyo, cariño y comprensión. Me animé a iniciar una relación que en un principio me generó culpas y temor por lo que dirían mis cercanos. Pero parte de mis aprendizajes después de la pérdida de mi marido fue entender que no sabemos por cuánto tiempo estaremos en la Tierra y que hay que vivir el día a día. Así que decidí atreverme, tirarme a la piscina y darme la oportunidad de amar y ser amada.

Como era de esperar vinieron los prejuicios, que nos tocan más fuerte cuando somos mujeres; se espera que luchemos y salgamos adelante solas. Mis cercanos me dijeron que era muy pronto para volver a emparejarme, cuestionaron si se trataba del hombre indicado. También con sus palabras dejaron ver que no estaba respetando la memoria de mi marido, algo que me dolió profundamente.

Aún así decidí continuar. Quiero que mis hijos crezcan con una mamá feliz, que es lo que también me pidió mi esposo. Además nadie más que yo sabe cómo ha sido mi proceso, nadie sabe lo que fue amar intensamente y ver sufrir a un ser amado. Él ya no está físicamente pero siempre tendrá un lugar en mi corazón.

Hoy me encuentro en un proceso de sanación, viendo las cosas de otra manera, buscando lo positivo, tratando de disfrutar de los pequeños detalles. Después de tres años intensos de sufrimiento y desazones, he decidido seguir, porque si bien mi marido ya no está, yo sigo aquí. Debo volver a tomar el protagonismo de mi vida y en ese proceso vendrán decisiones difíciles, quizás me equivoque, pero necesito el valor para atreverme a dar ese paso y no quedar estancada en el dolor y el miedo”.

Suyin Saldaña Cruz tiene 40 años y es trabajadora social.