Mi papá fue un hombre del siglo XX en todo sentido. Me tuvo a los 60 años -soy hija de su segundo matrimonio- y si bien habían muchas cosas que nos conectaban, en retrospectiva me doy cuenta de que también habían otras que nos diferenciaban. Y no solo generacionalmente, sino también en términos de convicciones.
Lo anterior parece obvio, sin embargo, cuando estaba vivo (murió hace casi 16 años) y yo era una adolescente, sus comentarios machistas sobre el cuerpo de otras mujeres no me parecían tan extraños ni fuera de lugar.
No quiero que se malinterprete, no era una persona que estuviera denostando a las mujeres como deporte o costumbre, sino todo lo contrario, solía alabarlas y ser muy galante en su trato. Sin embargo, cuando manejaba y veía a una mujer realizando una conducta imprudente como peatona, me decía, sin arrugarse, que el mejor insulto siempre era decirle gorda o fea. “Le dices gorda o fea a una mujer y es lo mismo que decirle &%$&”, afirmaba.
Cada vez que escuchaba ese comentario, sonreía, porque lo encontraba absurdo, algo gracioso, pero de alguna manera, algo que era cierto.
A pesar de ostentar el título de feminista desde muy joven -con poco sustento teórico, debo confesar-, esas palabras se transformaron en propias en determinados episodio de mi vida y me ayudaron a naturalizar la práctica machista de hablar del cuerpo de otras mujeres como si fuera un territorio público. Sin embargo, hace unos 4 años atrás, cuando decidí que mi feminismo no podía ser solo un eslogan y comencé a articularlo con lecturas y reflexión teórica, descubrí que esa conducta sexista no solo era una especie de mandato del patriarcado, sino también su estrategia para dividirnos y vencernos.
Y es que cuando hablamos del cuerpo de otra mujer, en cualquier término, la convertimos en una presa de caza, en carne descontextualizada y lista para ser violentada simbólicamente.
Esta sociedad nos ha hecho creer que cuando hablamos del cuerpo de otras logramos neutralizar nuestras inseguridades y que, en el acto, les traspasamos nuestros traumas, temores y dramas de espejo. Porque nos han convencido, de manera silenciosa, de que la retórica del odio corporal hacia otras mujeres nos hace más fuertes y poderosas. Pero lo que nunca nos advirtieron es que esa conducta a las únicas que daña es a nosotras mismas, porque si bien puedo ser yo la que habla en este minuto, mañana puede ser otra la interlocutora y mi cuerpo el que se convierte en objeto de escrutinio público. Lo peor es que este círculo perverso no tiene fin.
Actualmente tengo clarísimo que cuando se habla del cuerpo de otras mujeres se juega a un circo romano, donde nadie se salva y todas perdemos. Por lo mismo, me auto impuse no hablar más de ese tema. Y no pisar el palito sexista y cambiar el foco en caso de que alguien lo mencione en una conversación, ya que en el momento en que lse deja de hablar del cuerpo y se traslada a otros espectros emocionales o intelectuales, no solo logramos minar las trampas del patriarcado, sino también conseguimos, por fin, que la revolución de nuestros cuerpos se convierta en realidad.
Sofía Calvo (39) es periodista y autora del libro La Revolución de los Cuerpos.