Los jóvenes de Tongoy se suicidan. Ahora van los periodistas. Antes, no llegaba nadie. Porque si hay algo triste, son los balnearios en invierno. Estuve ahí un agosto hace 4 años y penetré hasta la médula de sus calles bajas y polvorientas hasta entrar en un grupo de jóvenes odiados y despreciados por todos, pero profundamente solos y tristes. La pandilla Los Niños. Habían salido en los diarios regionales con su pequeño prontuario asolando la ciudad. Tenían entre 12 y 17 años entonces y una vida plagada de tragedias. Era cosa de tiempo. Tiempo e indiferencia.

Porque Tongoy de qué las pinta. Sus flaites son los que se suicidan. Porque eso son. ¿No? Flaites. Y tú los odias. Y yo los odio. Cuando hice el reportaje ellos los odiaban. Nosotros…

¿Pero qué duele más? Saber que aquello se pudo evitar o saber que lo que viene es inevitable. Me ha pasado que después de investigar temas como ese (olas de suicidios adolescentes en Calama; ex mineros que se dejan morir de alcoholismo en Lota) llego a Santiago consumido por la impotencia y siento ganas de desahogarme y enciendo un cigarrillo como si fuera un pirómano a punto de incendiarlo todo y empiezo a escribir. ¿Es normal eso?

Vomitar, le digo yo. Vomitar la historia. Y escribo mordiéndome las uñas. Poniendo mi corazón a latir sobre la mesa a ver si sirve de algo. Así escribí Los Niños de Tongoy.

Y ¿sirvió de algo? ¿Movió a alguien a hacer algo?

Oí no hace mucho el rumor que iban a construir un Casino en Tongoy. Me acordé de Los Niños y dije qué bien. Luego pensé en frío. Y dije, qué mal. Si a alguien no dejarán entrar ni por la puerta de las escobas, será a ellos. Hubiera ocurrido lo mismo que en Puerto Velero. Nadie de Tongoy trabaja ahí, salvo en su construcción. Finalmente el casino se hizo en otro lugar.

Recuerdo que 7 niños de esa pandilla participaban de un equipo de fútbol que entrenaba un retirado jugador de Coquimbo Unido. Lo hacía gratis. Cuando ya me habían admitido me pidieron que fuera a verlos jugar contra un colegio de La Serena. Se entrenaron toda la semana. Les llevé unas camisetas y "el profe" me confesó que era una maniobra arriesgada.

-¿Jugar?, le dje

-No. Perder, me respondió. Perder otra vez.

Porque el equipo que enfrentaban era bueno. Jóvenes bien alimentados. Y estos otros jóvenes no tendrían ni una sola oportunidad. Y los odiarían y seguramente armarían una camorra y todo terminaría mal.

Pasaron los días. Los seguí en sus rutinas diarias. Fumando. Tomando. Robando en la feria. Subimos al cerro de la península a ver Tongoy morir aún más en la tarde. Recorrí las poblaciones donde vivían, ocultas detrás de las residenciales y los restoranes. Entré con ellos a sus casas y estuve echado en sus desvencijados sillones. Oyendo y viendo. Y entonces me sucedió.

No quería ir al partido. No quería verlos sufrir una derrota y no poder darles siquiera una aspirina. Quería recordarlos con ganas de ganar, creo. O así me justifiqué. Aunque ellos con sus voces roncas me decían con cariño:

-¿Va il tío?, vaya, poh tío…

Ahora creo que fui cobarde. Era mi deber ir. Con un periodista de testigo, quizás alguno de ellos se esforzaría por ganar, destacar y sobresalir, soñar incluso con un futuro deportivo y etc, etc. O incluso ni siquiera como periodista, sino sólo como un ser humano a quien se confiaron y en gratitud debí apoyarlos desde la barra. Era lo mínimo que podía hacer. Creer en ellos. Pero no fui. Los dejé plantados y ellos fueron solos. Fue mi error.

Supe que jugaron de malas ganas y perdieron. Eso no lo puse en el texto. Para no dejarlos más mal, pero también para no sentirme culpable.

Mucho tiempo después recibí un último correo desde Tongoy. El reportaje les había gustado. Las fotos, no. Porque "no eran las más bacanes", donde salían posando y en actitudes choras. Me contaban que el profe había renunciado por falta de apoyo municipal. Y que el Chino, creo, había caído a la cárcel por hurto. El sicólogo, el sicopedagógo, todos se habían ido. Pasada la polémica los habían dejado plantados una vez más. Les fallaron igual que yo.

Los suicidas suelen dejar una carta. Donde no dicen mucho, pero en el fondo, lo dicen todo. La gente que las encuentra duda en abrirlas. A veces son destruidas sin leer incluso. Varios jóvenes suicidas de Tongoy han dejado de esas cartas.

Cuando comenzó este contagio suicida, porque así se llama este fenómeno, quise saber si Los Niños que se mencionan en este reportaje era alguna de las 8 víctimas. Las edades coincidían. Las características sociales. En alguna parte tenía la libreta con sus nombres reales. Fui por ella. La abrí y empecé a leer mis notas. Mis apuntes desordenados entre foto y foto. Y empecé a recordar. Y sentí de pronto que era una carta destinada a mí por esos niños pobres que aparecen colgados de árboles y vigas. Y no quise leerla. No pude. No ahora.

Está en cambio este reportaje en tono premonitorio. Ni sospechaba que 4 años después todo seguiría igual y peor. No habla de muertes. No tema. No es necesario. Es sólo un día en la vida de un flaite de Tongoy y hay una frase que dice: "Siempre que el destino, no decida antes su suerte".