Belén Castro, madre de Gian, de 4 años, inscribió por primera vez a su hijo al preescolar del liceo de la localidad donde vive. Cuando llegó el primer día de clases, el niño se levantó temprano, preparó solo su mochila y apuró a sus padres para salir rápido. “Tenía mucha motivación por entrar”, cuenta Belén. Cuando llegaron al jardín, la educadora a cargo no dejó pasar a los padres y tuvieron que despedirse de su hijo en la puerta. Quedaron angustiados, era la primera vez que iban y no conocían mucho el lugar. Como el jardín tenía un portón donde no se ve hacia adentro, Gian no pudo ver más a sus padres y se quedó totalmente perdido. “Era la primera vez que nos separábamos, nunca había estado sin nosotros, pero me explicaron que no podíamos entrar. Lo dejamos ahí y nos fuimos. Fue espantoso, desgarrador, con mi pareja nos fuimos llorando a la casa”. Al poco rato la tía del jardín llamó a Belén para decirle que Gian tenía mucha pena. Aún así insistió en que lo intentaran hasta la hora de almuerzo. “Cuando lo fuimos a buscar se puso a llorar, se había pasado toda la mañana con la mochila puesta y no quiso comer. Nos dijo que lo habíamos dejado solo. Le explicamos que no pudimos acompañarlo y nos contestó que no quería ir nunca más”. Desde entonces, cuenta Belén, le agarró aversión al colegio, así que con su pareja decidieron retirarlo y esperar un tiempo hasta volver a intentarlo.

En Chile, no existe un protocolo único para abordar la forma en que niños y niñas deben adaptarse al jardín ni una base que proteja el derecho a respetar los tiempos de cada uno. Cada establecimiento, tanto en el sistema público como privado, aplica sus propios criterios. Por lo mismo, cada madre, padre o cuidador se encarga de buscar el jardín o colegio que mejor se adecue a lo que buscan; ¿El problema? No todos tienen los recursos o posibilidades de elegir y deben adecuarse a las normas impuestas, sin importar si la adaptación es o no respetuosa.

“Hay muchas diferencias entre jardines y falta de conocimiento en el tema”, dice la psicóloga clínica infanto-juvenil y experta en crianza y apego Andrea Cardemil. “No puede ser que en un proceso tan importante cada jardín haga lo que cree mejor, muchas veces se equivocan y tanto los niños y niñas como sus padres lo pasan mal”. Andrea explica que entrar al jardín por primera vez es un gran desafío tanto para los niños y niñas como para sus madres y padres. “Implica varios cambios que pueden generar mucho estrés. Los niños tienen que aprender que pueden ser cuidados por personas externas a la familia y a confiar en ellas. Como cualquier cambio implica un proceso de adaptación que no es de un día para otro. Y mientras más predecible sea y más se les ayude, mejor”.

Las diferencias entre un método y otro, afirma Andrea, pueden ser cruciales para los niños. “He tenido niños que pasan semanas tratando de adaptarse a un jardín, se cambian a otro y en tres días están felices. Así de drástico. Es por esto que deberían haber protocolos o criterios que unifiquen a los jardines y que el proceso no varíe tanto entre uno y otro”. Andrea afirma también que muchas veces no es culpa de las educadoras, sino del sistema y la formación. “Las educadoras no siempre pueden hacer un buen acompañamiento porque tienen muchos niños a cargo y porque en la Universidad no se les enseña, o muy poco, de regulación emocional y procesos de adaptación. Para poder cumplir con las garantías básicas se necesita un buen coeficiente técnico, es decir, la proporción entre cantidad de educadoras/técnicos y niños, y un personal capacitado”.

La doctora en ciencias María José Creixell, de 37 años, logró tener una buena experiencia con la adaptación de su hija al preescolar. Después de dos años de pandemia, en el que su hija de 3 años había socializado muy poco, decidieron con su marido inscribirla en un colegio. Confiesa que estaba muy nerviosa, ya que su hija no parecía mostrar mucha apertura con otros niños y era más bien tímida. “Cuando empezamos a salir de cuarentena al comienzo ella era muy temerosa de todo, no quería ni pisar el pasto. Los ruidos fuertes le molestaban, la gente, un motor de auto… fue difícil y lento familiarizarla con el mundo real”. Los consejos y comentarios de sus cercanos no le ayudaban con la ansiedad que le provocaba esta nueva etapa en su hija. “Todo el mundo me decía que le iba a costar mucho el jardín, porque era muy apegada a mí. ‘Va a sufrir cuando entre al jardín’, me decían. Otras me aconsejaban que tenía que dejarla llorar nomás, porque se iba a acostumbrar, que nadie se salvaba del “show” la primera semana. Pero yo pensaba, cómo la voy a dejar llorando una semana, con ese sentimiento de abandono”. Desde que se convirtió en madre María José había dedicado tiempo a leer y practicar la crianza respetuosa, así que aprovechó ese conocimiento para ponerlo a prueba al máximo. “Con mi marido nos propusimos hacer algo para que esa experiencia no fuera mala para ella ni para nosotros”. Crearon juntos un plan para prepararla con un mes de anticipación. Jugaron en familia a que sus muñecas entraban al colegio, la dejaron participar de toda la preparación, desde elegir su mochila hasta la colación, le contaron sus propias experiencias en el jardín cuando niños, y le leyeron libros donde los personajes entraban por primera vez al colegio. “Nos enfocamos en que tuviera claro que los papás se quedan afuera y los niños entran a jugar, pero que siempre la vamos a ir a buscar”. El día en que su hija entró al jardín, ambos estaban nerviosos, se prepararon para que llorara pero ella entró casi sin despedirse. “En mi mente venía una cálida despedida, un abrazo, decirle que la amaba. Pero supongo que ella ya tenía todo claro”.

Sobre su experiencia, María José concluye que la contención de la familia fue crucial para su buena adaptación, pero que debe ir siempre de la mano con el jardín o colegio. “Creo que la clave es conocer a cada niño o niña, y con las herramientas que cada uno tiene tratar de crear experiencias positivas. Es clave la comunicación en familia, explicar las cosas nuevas y crear lazos de confianza que puedan perdurar. Ahí comprendí que para el éxito en la educación como padres tenemos que poner el 50%. Nosotros ayudamos a nuestra hija en su proceso de adaptación y el colegio sin duda puso el otro 50% acogiendo, conteniendo y recibiendo a nuestra niña de la mejor forma.” Andrea dice que, uno de los puntos importantes, es que los papás confíen en el jardín y estén seguros de lo que están haciendo y del lugar en el que están dejando a sus hijos, porque de lo contrario, le transmiten su angustia a los niños. “Para que un niño pueda confiar, sus papás necesitan transmitir seguridad. Para ello es clave que conozcan al personal del jardín y que sepan cómo van a contener a su hijo cuando esté triste o los eche de menos”.

Este proceso, dice Andrea, no se trata solo del comienzo de la educación sino de la creación de un vínculo con nuevas figuras de cuidado. “Hay que saber que los niños y niñas necesitan establecer una relación de apego con una de las educadoras o técnicos. Pueden llevarse bien con todas, pero necesitan tener su persona especial. Cuando se establece este vínculo, los niños cuentan con un “pedacito de mamá y papá” en el jardín. Con alguien que es refugio emocional en el estrés y base segura en la exploración. Cuando no tienen este vínculo, el niño anda como a la deriva. El proceso de adaptación se trabaja con la educadora con la cual tenga un vínculo de apego. Es ella quien lo recibe en las mañanas y contiene cuando los papás se van. Cuando a un niño le cuestan las despedidas, no es lo mismo que lo reciba la educadora de turno a que lo reciba su persona especial, que por lo demás, el vínculo de apego se forja en la regulación del estrés”.

Teniendo en consideración que el proceso puede variar enormemente no solo en función del manejo del jardín, sino también del temperamento del niño o niña, de su historia o incluso del tiempo que disponen las madres y padres para acompañar, Andrea da una serie de garantías básicas que deberían estar consideradas en este proceso. “Lo primero es ir a conocer el jardín y a la educadora, sin la presión de despedirse o interactuar. Asegurar algunos días para estar en la sala acompañado de mamá o papá para adaptarse al lugar, a la rutina, a la estimulación, a los niños y a la educadora. Las primeras veces que el niño se quede solo tiene que ser por ratos cortos, para que viva la experiencia de que mamá y papá vuelven”. Andrea también recalca la importancia de nunca irse sin avisarle a los niños, que las educadores contengan su estrés y que, si no lo logran, los padres sean avisados para irlos a buscar. Garantías que ojalá estuvieran incluidas en protocolos comunes, para que toda madre y padre con sus hijos puedan recibir ese apoyo, sin importar sus posibilidades.

Belén y su pareja esperan que Gian pueda tener una mejor experiencia cuando vuelva a intentarlo. “Nos vamos a preocupar de explicarle bien qué significa ir al colegio, anticiparle lo que va a ocurrir y asegurarme que me dejen entrar con él. Me gustaría eso sí recibir del jardín más empatía, más cercanía. Creo que a veces están metidos en que el sistema es así y te dan pocas opciones. Debería ser un proceso donde haya más unión entre el establecimiento y la familia.”