La escritora mexicana, Karen Villeda, habla sobre la representatividad de disidencias sexuales en la cultura

karen villeda



En sus primeros acercamientos al análisis del lenguaje y la semiótica, en plena época universitaria, la escritora, editora y actual Coordinadora Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura de México, Karen Villeda, escuchó a su profesora Ana Braga articular una inquietud que la acompañaría de ahí en adelante en gran parte de su búsqueda creativa.

Aquella vez, y frente a todo el curso, Bravo reflexionó respecto a quiénes tenían el derecho a la palabra; ¿a quiénes se les permite contar sus vivencias, quiénes son los ‘afortunados’ que pueden tener una voz y por qué? Era un derecho –o un poder– que a lo largo de la historia, le había correspondido a una minoría. Eso estaba claro. Pero a su vez, continuó profundizando Bravo, el silencio también lo era.

Esa idea, que el silencio también fuera un poder, independiente de su función tiránica y opresora, resonó fuertemente en Karen. Porque siendo parte de la comunidad LGBTIQ, el silencio había sido no solo un mecanismo de censura a lo largo de su vida –ciertamente hubo mucho de eso–, pero también de protección. Incluso de sobrevivencia. En esa dualidad, completamente complementaria de cierta manera, encontró el sentido.

Y fue eso, tal vez, lo que hizo que su interés –y posterior fijación– estuviera puesto, entre muchas otras cosas, en aquellos personajes grandilocuentes, poderosos, que tuvieron esa posibilidad tan escasa de hablar, de contar sus relatos, de tener una plataforma de visibilidad y comprensión, de imponer sus narrativas e incluso, en muchos casos, de no ser juzgados por sus crímenes.

Personajes históricos, entre ellos dictadores, monarcas, médicos y figuras con cierta posición de poder y jerarquía, que impusieron sus matrices por sobre otras, invisibilizando así los demás relatos y permaneciendo totalmente impunes frente a las injusticias que cometieron.

A muchos de ellos los conoció en la biblioteca de sus abuelos maternos, quienes la criaron, y de muchos de ellos también se obsesionó. Eran polémicos y la impresionaban. Habían sido los elegidos para contar la historia. Porque en el proceso de construcción de conocimiento, bien sabemos, solo unos pocos tuvieron esa posibilidad.

Uno de ellos fue Hans Asperger, psiquiatra y pediatra austriaco conocido por sus estudios, específicamente en niños, de neurología atípica. Es también, como reflexiona Karen, quien le dio el nombre al trastorno del espectro autista conocido como el síndrome de Asperger, independiente de que hubieran otras y otros investigando lo mismo. “Habían mujeres rusas estudiando los trastornos del espectro autista, pero la historia finalmente se construye con esas omisiones y silencios; a quién sí le damos el peso de un descubrimiento y a quién no. Se lo dimos a él y se lo quitamos a otros”.

Y en ese proceso de reconocimiento, por consecuencia directa, también validamos sus afirmaciones misóginas. “Asperger llegó a plantear que el autismo era una forma de inteligencia reservada únicamente a los varones. No trató a niñas, solo a niños”, sigue Karen. Y fue ese el puntapié para dar vida a su último poemario, titulado Anna y Hans (2021), que según ella, se venía gestando desde que supo por primera vez de la existencia del médico austriaco.

Entre medio escribió sobre salud mental, sobre la falta de perspectiva de género en la medicina y los abusos de poder que eso conlleva. Y finalmente, en 2017, decidió que no era a Hans a quien debía darle más espacio, independiente de que su figura hubiese suscitado su curiosidad en una primera instancia, sino que a esa paciente niña que nunca tuvo y cuya ausencia determinó que en los trastornos del espectro autista, así como en muchos otros ámbitos de la medicina, hubiese una subrepresentación de mujeres y niñas.

“Así nace la voz de Anna, un personaje ficticio que sirve a modo de prototipo de paciente niña que debió haber tenido Hans. Porque era ella, que no estaba apareciendo en sus estudios, la que necesitaba tener una voz. Y era importante que esa voz fuera contestataria. Y a su vez, que se quedara en silencio cuando quisiera, pero no por seguir órdenes, sino que para protegerse”, cuenta Karen.

Hoy, en la sede de la Coordinación Nacional de Literatura, antiguamente la casa de Leona Vicario y Andrés Quintana Roo, dos insurgentes claves en la historia de la independencia de México, habla sobre su desapego frente a la forma; la falta de necesidad de aferrarse a un solo formato o soporte literario; y su interés por la historia, el poder, los silencios y el lenguaje.

En este libro, que actúa a modo de novela histórica narrada en poesía, se cruzan muchos temas; las asimetrías, los abusos de poder, la tendencia a patologizar el sentir de las niñas y las mujeres, y la salud mental sin perspectiva de género. ¿Cómo se va dando este proceso creativo?

Es un libro que reúne varias de mis obsesiones, entre ellas el lenguaje, la infancia, los silencios y los abusos de poder. También devela este difícil acceso a los servicios médicos que hemos tenido, históricamente, las mujeres. Porque incluso hoy los médicos nos acusan de histéricas, estresadas, o no se nos cree lo que estamos diciendo. A esa figura no se la cuestiona, de hecho acá en México se dice que los tres poderes de los pueblos son el alcalde, el médico y el sacerdote.

Con este poemario que desmitifica la diversidad psicológica vista desde un prisma patriarcal, me di cuenta que hay un subdiagnóstico a partir de esta falta de estudios médicos enfocados en la mujer. Está lleno de ginecólogos que nos dicen que no sabemos de qué estamos hablando, médicos que nos dicen que nuestro dolor no es real o que estamos exagerando. Incluso con el uso del lenguaje y terminología especializada, que es muy excluyente para una persona que no la maneja.

En Anna y Hans, de hecho, él trata de explicar lo que le pasa a la niña pero al final es ella quien le dice que la está silenciado y catalogando de enferma únicamente por tener otro lenguaje. “¿Por qué mi lenguaje no es válido en tu mundo de adultos?”, le plantea. “¿Por qué no me estás entendiendo a mí?”. Es probable que esa niña no estuviera enferma, pero bajo la matriz de un médico todopoderoso, sí lo estaba.

Hay varios estratos de asimetría que quedan expuestos.

Claro, está la relación entre médico y la paciente, hombre y mujer, y adulto y niña. La infancia está en todo lo que escribo, así mismo decido escribir de una manera usualmente asociada a lo infantil, para poder acercarme a esa crueldad y a su vez a lo lúdico propio de la infancia.

En esa exploración continua de los lenguajes, la poesía es lo que más me ha hecho sentido, porque no es limitante; no hay una estructura, se puede jugar y explorar con tiempos, reglas, incorporar diálogos y elementos narrativas de la dramaturgia. Lo que se quiera. Hay un artista polaco que habla de la maduración hacia la infancia como el estado ideal del artista. De ahí parte la materialidad de todo lo que hago. Por eso pensé que este libro podía basarse en un hecho histórico y estar narrado de una manera más lúdica.

Es con este libro también que pude acercarme a la neurodivergencia y entender que muchas veces estas catalogaciones médicas no encajan con la vida real. Si te tildan de persona enferma, te excluyen de la sociedad, porque la sociedad vive supuestamente en la no enfermedad, en el no tener padecimientos. Si te sales de ahí, quedas totalmente al margen. Y eso es perturbador.

El consultorio de por sí ya es un lugar excluyente, y el relato que tenemos las mujeres termina totalmente invalidado por los médicos. A las mujeres nos patologizan, nos sobremedican, minimizan nuestras enfermedades y cuestionan nuestras narraciones.

La filósofa Miranda Fricker habla de la injusticia epistémica, que da cuenta de que hay personas, especialmente mujeres, disidencias sexuales y las mal denominadas ‘minorías’, cuyas historias no fueron escuchadas y por ende se quedaron fuera del proceso de construcción de conocimiento mundial. Y por eso hoy, no tenemos las herramientas para entenderlas. ¿Cuál es tu rol, como escritora y editora, en darle voz a esas personas?

Se trata, sobre todo, de abrir espacios que durante mucho tiempo estuvieron muy centralizados y solo le correspondían a una elite. Cuando fui editora de la revista Este País, abrimos una sección en la que incluíamos crónicas de personas pertenecientes a la comunidad LGBTIQ para que hablaran de cualquier tema. Y eso es importante porque están las narrativas de opresión en las que hay dolor, sufrimiento, omisión y daños, y bien sabemos lo fundamental que es visibilizarlas, pero también hay otras historias. También hay celebración, disfrute, emociones. ¿Por qué no dar a conocer historias así de la comunidad? ¿Por qué no tenemos derecho a tener nuestra narrativa feliz, o un final feliz? ¿Por qué en las películas de disidencia siempre muere alguien y el amor parece imposible? El personaje lésbico siempre se muere, o está loca, o sufre o se la lleva a un fetiche. Creo que la última película en la que la pareja sigue junta es Carol, de ahí en adelante no se me ocurre ninguna que no sea trágica.

Hay una especie de regodeo en el dolor y me preocupa que esa narrativa persista. Lo que tenemos que incorporar es que el final feliz no le corresponde solo a la elite.

Esto también pasa al escribir sobre los cuerpos de las mujeres. ¿Por qué seguimos siendo tan crueles con esos cuerpos? ¿Por qué en todos los productos culturales masivos la mujer es asesinada, violada, desaparecida, humillada? Deberíamos aprovechar estos espacios de la imaginación para dar cuenta de esas realidades pero también para celebrarnos.

En el mes del orgullo pareciera ser que todos, incluso las empresas, se cuadran con esa idea. ¿Es performático? ¿Hay un cambio estructural realmente? ¿Se validan otras historias o solamente en la medida que sean rentables?

Se nos da más espacio y en cierto sentido las mujeres y las disidencias sexuales siempre hemos estado ahí, en la creación. Pero me preocupa que las narrativas que nos representan sean limitadas, o que nos lleven a un solo lugar, que ocupemos solo ciertos espacios, o que haya mucha fetichismo. No se nos permite todo el espectro de emociones y de historias humanas.

Está Queer Eye, por ejemplo, una serie en la que todos están alegres y son súper fashion, pero eso también es limitante. Hay solo ciertas temáticas que nos corresponden y esto sigue pasando porque nos cuesta generar nuevas narrativas en un mundo que sigue siendo totalmente desigual. Todavía hay discriminación, crímenes de odio, ignorancia, ataques homofóbicos, clasismo, racismo, pobreza. Hay fetichismo y refuerzos constantes de estereotipos. Incluso hay mucho machismo y misoginia en la comunidad disidente, en cómo nos relacionamos, porque no tuvimos referentes. Imagínate si no hay para los heterosexuales, menos hay para nosotros. Estamos repletos de patrones heteronormados y es difícil modular el cambio.

Por eso creo que hemos logrado avances y derechos en el texto, pero no en la práctica. Han cambiado los productos culturales, pero sigue habiendo un regodeo en la crueldad hacia las mujeres y las disidencias. Ese es un tópico que se sigue explotando. Hay muchos derechos e intentos de, pero al final hay poca transformación. Yo sé, por ejemplo, que aun no puedo caminar libremente de la mano con mi pareja en todas partes. Por ser mujer y por ser lesbiana.

Lee también en Paula:

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.