Ese sueño de primavera
Tengo un sueño impresionante. No sé si será el cambio de hora, el antialérgico o la extraña sensación de que pasando agosto se termina el año, pero todos los días llegando al postre se me nubla la vista y empiezo a cabecear. Los cafés no me hacen ni cosquillas y me rindo –más veces de las que debería– ante los brazos de cualquier sillón.
De alguna manera siempre me las he arreglado para dormir unos 15 minutitos después de almuerzo, donde quiera que esté. No hay sala de espera que se salve, ni asiento de auto que se resista, a mí solo me basta con apoyar la cabeza y el resto es la gloria. Y es que algo pasa con la llegada de la primavera que esta práctica holgazana y vergonzosa prolifera en mí como una necesidad vital.
La luz afecta tanto a los humanos como al resto de los animales. Y yo me siento perdida en la mitad de la noche, cuando a las 6:30 am suena el despertador para empezar el día o cuando a las 7 pm no sé si preparar la comida o tomarme la taza de té que se me enfrió en la once. Sé que en unas semanas me voy a acostumbrar a este nuevo horario, y a la primavera que llega después de un invierno seco, pero también siento que necesito tiempo y cerrar un rato más los ojos en algún momento del día, porque tanta luz me hace ver mucho más de lo que quiero ver. Y eso a veces me deprime.
No tengo un historial de depresiones graves, y no lo digo como un mérito o pensando que no me va a tocar, porque cuando tuve una grande sufrí mucho y no entendía lo que me pasaba. Me acuerdo que esa vez también era primavera y me picaban los ojos con los plátanos orientales de Pedro de Valdivia. Me acuerdo que llegaba a mi casa sola y veía el mismo calcetín tirado en el suelo, y pensaba que si yo no lo recogía nadie lo haría por mí. Luego me echaba en la cama aún sin hacer, me comía 2 plátanos y veía Friends en el canal Warner. Me quedaba dormida y despertaba un rato más tarde, apagaba la tele, botaba las cáscaras de plátanos y me metía al computador, nuevamente, después de haber estado ocho horas en el de la oficina. Miraba por la ventana y las terrazas seguían luminosas, con gente tomando cerveza y riéndose, pero a mí la vida no me hacía tanta gracia y prefería sumergirme en mi miseria solitaria.
Me acuerdo que no lo comentaba mucho porque me daba vergüenza latear a otros con mis problemas. Además, no se me notaba: seguía yendo al trabajo, seguía cumpliendo con lo que me comprometía, pasaba piola y aunque me brotaban las lágrimas debajo de los anteojos de sol, seguía siendo casi la misma. Me acuerdo también que comparaba mi vida con la de gente desconocida e imaginaria que realmente lo estaba pasando mal: gente con hijos que se morían, gente con enfermedades terminales, gente endeudada, sin casa o en la cárcel. A mí no me pasaba nada de eso, y por eso pensaba que mi depresión era una estupidez debilucha que no valía la pena comentar.
Pero valía, y no me di cuenta sola. Lo primero fue hablar y ser escuchada por alguien que no me diera sermones positivistas del tipo eres joven, inteligente, simpática, linda, lo tienes todo para ser feliz. Porque claramente yo no veía nada de eso. Ir a terapia fue muy importante; hablar con mi mamá, con mis amigas, dormir, llorar sin culpa, aceptar la pena y no castigarme por sentirla. Caminar, bordar, leer, dibujar, andar en bicicleta y escribir, escribir mucho.
Con el tiempo he identificado que en esta época me viene ese temido bajón. Y aunque ya han pasado varios años de esos días, he vuelto a sentir esa misma sombra en el corazón. Ya no me aíslo tanto, porque sé que encerrarme a llorar y dormir no sirve. Y que está bien sentir pena incluso cuando todo alrededor parece alegre y primaveral, porque la vida vale tanto más cuando la sentimos y no la reprimimos, y antes de terminar ahogada en mis dolores, acepto quien soy y me esfuerzo por ser un poco mejor, porque esa es justamente la gracia de vivir.
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