Paula.cl
"Siempre me ha gustado la ropa 'de mujer'. Guardo una foto con mi abuela, a los 5 años, poniéndome un par de sus aros gigantes a presión en las orejas. Aluciné la primera vez que vi a un transformista a los 7 años, con un vestido plateado cantando I will survive. Y recuerdo patente haberme quedado pegado en el marco de la puerta del baño viendo cómo mi mamá se maquillaba, cuando tenía 8 años. '¿Por qué decorar la cara?, ¿y por qué lo hace solo mi mamá, y no mi papá?', me cuestionaba. Cuando no había nadie, le sacaba su ropa y tacos y bailaba al son de Britney Spears, Shakira y las Spice Girls. Alguna vez mi papá me dijo: '¿Por qué no dejas de hacer esas huevadas de minas?'. Pero yo nunca sentí que estuviera haciendo algo malo.
Crecí en Santiago, en una familia de artistas. Mi abuela fue costurera y mi abuelo, pintor (Eduardo Pérez). Mi mamá es diseñadora y mi papá, arquitecto. Se separaron cuando yo tenía 8 años. Estudié en puros colegios hippie, como el Rubén Darío, el Epullay y el Altamira, al que llegué en tercero básico, y donde pude potenciar al máximo mi gusto por las artes escénicas y plásticas. Me obsesioné con el acrílico, el óleo y el dibujo. Lo que más dibujaba eran mujeres: princesas, villanas, súper heroínas. Y en los actos de fin de año prefería ser el coreógrafo y hacer la escenografía en vez de presentarme.
A los 15 años salí del clóset. Mi mamá decía que sabía, para mi papá fue más sorpresa. Más que sorpresa, de no esperárselo o de tener un bloqueo de 'ojalá nunca pase'. Hubo un año de adaptación de toda la familia, pero después de eso full apoyo, ni un rollo.
Hasta los 17 adopté un estilo Emo. Un poco de base, ojos delineados, uñas largas y pintadas. Pelo largo, chasquilla, ropa medio apretada. Desde chico, cuando iba a comprar ropa, me paseaba por la sección de hombre y de mujer. Para mí, la ropa se trata de forma, no de sexo. Si me gusta una prenda de mujer y la combino con unos zapatos de hombre, no me preocupa si se ve masculino o femenino.
Salí de cuarto medio haciendo 8 horas semanales de arte, con promedio 6,3 y entré a estudiar Diseño en la Universidad Diego Portales.
Estaba en cuarto año de universidad cuando falleció Hija de Perra, transformista y artista escénica chilena y, junto a un grupo de 6 amigos, decidimos hacerle un carrete tributo. Demoré una hora y media en maquillarme y vestirme. Caminé al espejo de cuerpo entero que hay en mi pieza, y advertí mi cara de concentración, medio obsesiva. Recorrí con la mirada mis lentes de contacto verdes y boca lila. Una peluca de melena lisa y flequillo, color morado, que llegaba un poco más abajo de mis hombros. Un vestido negro, corto y ajustado, medias y stilettos. Y sonreí. Me sentí feliz.
Era agosto de 2014 y yo experimentaba por primera vez lo que era ser una drag queen.
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La segunda vez que me dragueé fue dos meses después, para Halloween, mi época favorita del año. Fui de novia, con un vestido blanco de encaje, cuernos de cabra y una guagua de juguete colgando entre las piernas. El novio fue con sombrero, corsé y humita. Ese fue mi debut en público, en una fiesta en la casa de una amiga en La Florida, con 50 invitados. No había nadie más producido que yo.
Dos días después de Halloween me estaba transformando por tercera vez para un evento de Absolut Vodka, de la productora Lotus. Fui con el novio. Nos pasaron un presupuesto nuestro y otro para vestuario, con el que compramos pelucas y vestidos en Patronato. Ese día llevé dos looks. El primero, una falda de charol rosada, un abrigo peludo, stilettos negros y pelo turquesa. El segundo, un vestido negro ajustado de lentejuelas, abrigo peludo rosado y peluca rubia. Esa noche me llenaron de fotos y gané harta plata. 'Me gusta cómo se ve, a la gente le gusta y me pagan', pensé.
Me llamaba la atención la propuesta estética. Llevar el maquillaje a una cosa que no fuera solamente femenina, sino a un personaje, ficticio, que exagerara el género, que rompiera con los cánones masculinos y femeninos. Que no fuera ni lo uno ni lo otro, que destruyera en sí misma la feminidad.
En el día a día empecé a usar faldas y harto anillo. Mis compañeros de la universidad se sorprendían, pero no lo encontraban tan raro viniendo de mí, sospecho. Nunca recibí de parte de ellos algún comentario o crítica, y siempre me sentí cómodo con que la gente me mirara.
El resto del año comencé a participar en Hot Spot, una fiesta en Bellavista en la que, cada viernes, debía transformarme según una temática: Cyborg (DC), centauro, reina de las estrellas. El maquillaje comenzó a ser algo intuitivo, por el goce de aplicar mi arte en ese lienzo, mi cuerpo. Tenía el manejo de la mano y del pincel, y partí a prueba y error. Si no me gustaba cómo quedaban los ojos, les daba y les daba a los ojos. Miraba fotos, intentaba de nuevo, hasta que quedaba conforme. La pareja de mi mamá me decía: 'Tus personajes me recuerdan a los dibujos que hacías cuando chico'.
Enero de 2015. Obtengo un 6,4 en mi título y nace Anna Balmánica.
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'¿Esto es un disfraz o un estilo de vida?', fue la única pregunta que me hizo mi mamá. 'Chuta, quizás mi hijo quiere ser mujer, se quiere operar, está confundido', pensó ella. Entendí que era un rollo normal y le expliqué: 'Quédate tranquila. Sigo siendo Bastián y me encanta serlo, pero nació otra persona dentro de mí que también me encanta'.
Elegir un nombre fue como rebautizarme. Nunca tuve ningún trastorno alimentario, pero desde adolescente que me interesó mucho el mundo de Ana y Mía, las princesitas de la anorexia y la bulimia, y a veces dedicaba tiempo a explorar los blogs y libros que había con testimonios.
Anna es una mujer de nombre clásico, refinada, una estrella. Y Balmánica, que derivó de Mía, es la pócima oscura, de la noche, que la posee, lo que se traduce en un look muy callejero y trash, en una tecla elegante, pulcra y de una composición pensada, con un diseño y metodología detrás.
Igual es un poco esquizofrénico decirlo, pero creé a otra persona, en blanco, que podía cargar con lo que quisiera. Me relajé con mi look diario y empecé a guardar el factor sorpresa para el look de Anna. Bastián se volvió más sobrio y Anna se dio el permiso de desinhibirse, ser altanera, y hablar o bailar como quisiera.
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Aun viviendo con mi mamá, el año 2015 lo dediqué por entero a investigar, a experimentar y a rentar del transformismo. Comencé a trabajar cada vez con más frecuencia por las noches, en un ambiente de carrete y mucho copete. Y cuando mi mamá llegaba de vuelta del trabajo a la casa, a las 4 de la tarde, yo seguía en pijama. Recibía el pago en efectivo y varias veces lo gastaba esa misma noche. Era imposible comprar un celular, viajar o vivir solo, iba salvando semana a semana.
Entremedio fui a un par de entrevistas como diseñador. Me daba cuenta de que las entrevistadoras me miraban el pelo, las manos y las uñas largas, y no estaba dispuesto a disfrazarme de 'normal' para obtener un trabajo.
Estaba perdido, hasta que mi mamá me propuso visitar a mis tíos, en Nueva York. Compré una alcancía y me decidí por juntar plata a través del transformismo. Si me pagaban 70 lucas, metía 40 y me quedaba con 30 para la semana. Tomé un taller de transformismo con Roxy Foxy (drag queen argentina) en Santiago Makerspace (Barrio Italia), que duraba dos semanas, donde me enseñaron a enhuincharme, a caminar con tacos y a hacer ejercicios teatrales. Debuté con Yellow Flicker Beat, de Lord, y una propuesta escénica que evocaba un ritual. Abandoné la idea del espectáculo pop y opté por una performance dramática. Una expresión artística visual.
Para ese entonces, dedicaba días enteros a pasear por Meiggs, Patronato y la ropa usada, buscando el vestuario que había ideado en mi cabeza. Diseñaba y cosía los vestidos, y reparaba con silicona y peinaba las pelucas tipo Moschino que encontraba.
Febrero de 2016. Anna Balmánica conoce Nueva York.
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Sabía a todos los lugares que tenía que ir. A través de Instagram, había cachado cuáles eran las fiestas que frecuentaban reconocidas drags en Nueva York. Luego de asistir a clases de inglés hasta el mediodía y recorrer la ciudad por la tarde, la tercera noche metí en mi maleta un look de Anna y me fui a la casa de un amigo fotógrafo que vivía allá.
Esa noche vestí un arnés, calzón y falda negra, una chaqueta rosada, una peluca café y unos cuernos de charol negros. En la fiesta se me acercaron varias personas y drags a decirme lo bien que me veía y empecé a fotografiarme y a salir en fotos que otras drags subían a sus redes sociales. Instagram se convirtió en mi portafolio.
El último mes me transformé todos los días. La entrada a una discoteca costaba entre 30 y 50 dólares, y cada vaso 20 dólares más, mientras que si iba de drag no hacía fila, entraba gratis y me regalaban copete. La mayoría de las noches asistía a alguna discoteca en el downtown de Nueva York, como el Jane Hotel, un galpón ambientado en una catedral, donde había personas gay y hetero, todos producidos, y música increíble, o un hotel llamado Le Bain, en el cual había que subir un ascensor que, al abrirse, dejaba ver una azotea, una terraza rodeada de vidrios, un jacuzzi, personajes transformados y una vista panorámica de la ciudad.
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Cuando volví a Chile en julio, estaba preocupado de que la Anna fuera cada vez más pro. Empecé a ir a menos fiestas, y a ganar mejor. Logré ser reconocida sin haber ganado ningún concurso o competencia. Ese año desfilé como Anna para el catwalk de Viste la Calle y en la pasarela de los diseñadores Matías Hernán y Paulo Méndez; asistí al lanzamiento de Urban Decay y Jack Daniel's Fire en Chile, y me incorporé como modelo de No Agency Models, como Anna y como Bastián.
En eso estaba cuando me ofrecieron trabajar freelance en el estudio de diseño chileno DEO, para elaborar algunas animaciones. En agosto conocí a mis jefes y realicé un mes de prueba, y en septiembre me ofrecieron un contrato. 'Nos gustaste caleta. Sabemos que tienes una vida paralela, que tienes tu personaje y no queremos interferir en eso. Si un día necesitas irte antes porque necesitas ir a un show, no hay problema', me dijeron.
Anna comenzó a vivir solo algunos fines de semana, lo notaba cuando me crecían las cejas y la barba. Y empezó a agarrar tintes de provocación. Empecé a llevarla a eventos sociales, a los que asisten viejos enchapados a la antigua que quedan perplejos y no saben cómo saludarme o actuar. O carretes en los que hay hombres hetero de mi edad con los que entramos en tema, conversamos y a los que terminas cayéndoles bien y se van con otra idea del transformismo a sus casas. Anna produce una confusión, y esa es mi lucha, mi acto político, más que ir a una marcha o escribir un manifiesto en Facebook.
Desde el mundo del transformismo he escuchado comentarios como 'la Anna es la cuica, la vendida'. Pero desde la transformista más marginal hasta la más ABC1 viven un poco los mismos procesos. Volver a salir del clóset, costear sus producciones. ¿Por qué para ser transformista tengo que venir desde abajo, de una vida difícil, llena de sufrimiento? Ser de la clase social que soy me ha ayudado a llegar a otros espacios y personas, pero no he dejado de ir a fiestas clandestinas. Voy igual de producida y con las mismas ganas. Me convoca la expresión artística, y creo que la propuesta estética y visual no tienen que ver con plata, sino con creatividad.
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Soy el hijo y nieto mayor de mi familia, por parte de papá y mamá, y mi hermano Tomás (22), buzo y amante de los deportes outdoor, es uno de mis mejores amigos. Me ha acompañado desde que Anna nació. A veces me va a dejar a los eventos, asiste a algunos shows y no tiene problema con aparecer en los videos que subo a mi canal de Youtube, aun cuando eso implique dejarse maquillar. Una vez me dijo que siempre me ha admirado por ser una persona libre y segura de sí misma.
Para mi hermana Matilda (11), quien tiene síndrome de Down, Anna ha hecho realidad el sueño de cualquier niño: que un personaje de ficción se vuelva realidad. Ella lo incorpora como algo cotidiano. '¡Wow! ¡Qué entretenido, me gusta mucho cómo te ves!, ¿vas a hacer tu show? Porque eres Anna Balmánica y haces show', me dice cuando me ve, mientras agarra la peluca.
En Puerto Montt, por el lado de mi papá, tengo tres hermanos, a quienes veo cada tres meses. Cuando el menor tenía 5 años me preguntó: '¿Por qué te vistes de mujer?, ¿por qué tienes las uñas largas?, ¿por qué ocupas poleras rosadas?'. 'Porque me gusta y no hay nada de malo en ello', le respondí. Ahora que están más grandes, me siguen en Instagram y Youtube, y son ellos quienes le muestran a mi papá en qué estoy".
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19 de noviembre de 2017, 11 de la mañana, elecciones presidenciales. El liceo Carmela Silva, en Ñuñoa, está plagado de cámaras. Al igual que yo, la candidata presidencial Beatriz Sánchez vota ahí. Caminé a la sala que me habían asignado y me puse a la fila. Adelante mío, un cura. Era el cardenal Ricardo Ezzati, yo no lo supe hasta que una amiga me sopló. Algunas personas reconocieron en mí a Anna y comenzaron a tomar fotos, mientras yo posaba.
Voté, me subí al auto y mi celular comenzó a sonar. Eran amigos y conocidos que me enviaban por Whatsapp pantallazos de Emol, El Mostrador, El Dínamo y Pousta, que ese día titulaban 'La drag queen que votó junto a Ezzati', 'Anna Balmánica y su votación junto a Ezzati', 'Polémica votación de Cardenal Ricardo Ezzati'.
Esa tarde, mientras realizaba una sesión de fotos previamente agendada, di entrevistas por teléfono y por mail. Aumenté en 3.500 mis seguidores en Instagram y pasé de tener 1.000 a 3.500 likes en mis fotos, y 8 mil visualizaciones en mis historias.
Desde chico siempre me gustó ser florerito, ser el centro de atención. Siempre quería perseguir un poco la fama, por así decirlo. Esos fueron mis 15 minutos de fama.
No me atrevería a proyectar a Anna más allá de una semana. Pero hoy día es ella quien baja, conceptualiza y le da forma a mi expresión artística. Anna tiene un futuro variable e impredecible. Pero mi forma de ver las cosas o de crear, no. Eso va a morir cuando yo muera".