Cuando en 2011 salí de IV Medio, tenía mucha revolución y pocas claridades. Entré a estudiar una carrera que no me hizo feliz así que desistí en segundo año y me propuse rendir de nuevo la PSU mientras intentaba dilucidar qué quería hacer con mi vida. Dos semanas antes de la prueba, y con 20 años recién cumplidos, supe que estaba embarazada.
Entré a Bachillerato con cuatro meses de embarazo. Asistí a la universidad hasta los 8 meses y medio evadiendo carretes mechones, las sillas pequeñas donde no me cabía la guata, y el recurrente gas de las lacrimógenas de mi facultad. A la semana de haber terminado el primer semestre, nació mi hijo.
Un día vi en una publicidad que se extendía el plazo de inscripción de la PSU. Yo había congelado el segundo semestre, entonces pensé: “¿Y si me inscribo para entrar directo a Sociología?”. Así lo hice y lo logré. Entré por tercera vez a la universidad con 21 años y un hijo de 7 meses.
Nunca dudé en hacerlo, pero sí tuve que lidiar con muchos cuestionamientos externos: “¿y si esperas a que cumpla dos años?”, me decían. Algo dentro de mí decía que no había que esperar más, que ese era el momento, que tenía que hacerlo.
Mis años en la universidad no fueron fáciles. Dejé la casa de mis papás en tercero y a los meses terminé la relación con el papá de mi hijo. Paralelamente, intentaba aprobar el año más difícil de mi carrera y participar en política. La culpa de sentir que estaba dejando de lado a mi hijo y la frustración personal de no poder hacer tantas cosas como me hubiese gustado, eran una constante. Si bien ahora me siento orgullosa de las decisiones que he tomado, en ese momento no fue fácil. No sabía bien qué hacer ni a quién recurrir.
Fueron mis amigas las que me dieron la fuerza. Todas ellas, de veintitantos y sin hijos o hijas, intentaban aconsejarme sobre esta vida de mamá que a veces sentía que me quedaba tan grande. En su inmensa sabiduría ellas me dieron el consejo que jamás olvidé: “tu hijo no merece que te pospongas por él”. Ellas, desde sus propias experiencias como hijas, me hicieron ver que mi hijo no debía cargar con la culpa de que me postergara, que ahora iba a ser difícil, pero que debía forjar quién quería ser y construir mi felicidad. Eso sería un inmenso regalo para él. En el fondo, se trataba de ser una mamá feliz, no perfecta.
La sensación del “no puedo más” me acompañó siempre. Cuando tenía que salir de clases a las seis de la tarde con claros indicios de mastitis o cuando tenía que estudiar de madrugada con al menos tres interrupciones para darle leche a mi hijo. Cuando lo dejé en sala cuna y no paraba de llorar. Otra voz comenzaba a asomar en mi cabeza: la idea de que tenía que posponer mis estudios. Porque no podía más. No quería seguir corriendo del jardín a la universidad y de la universidad al jardín. Me daba angustia de sentir que mi cuerpo no aguantaría otro fin de semestre. No podía más. Me frustraba ver cómo todas y todos quienes me rodeaban avanzaban sin obstáculos, y yo, que sentía que daba el triple, no. Y también sentí rabia de ver cómo muchos siguen el patrón del éxito con una falsa modestia que tanto te hacer hervir la sangre cuando sabes lo que significa que algo realmente te cueste.
Y aquí estoy, seis años después, a días de egresar, orgullosa de mí y de lo que logré hacer. No hay sensación más satisfactoria que haber sido yo misma la que me demostré que podía hacerlo. Ahora estoy abierta a un mundo de posibilidades que jamás pensé que tendría. Quizás no saqué la carrera en tiempo récord, ni podré estudiar afuera, viajar o tener un posgrado según el patrón establecido del éxito académico, pero tengo que honrar y celebrar mi historia y el patrón de éxito de las que fuimos mamás a destiempo, porque no es solo mi éxito, es el de todas las mujeres que hemos tenido que echarnos al hombro un hijo o una hija e intentar ser alguien al mismo tiempo. Lo hago por mí, por las que me inspiraron y por las que no pudieron.
A veces miro hacia atrás y no entiendo cómo aguanté todos estos años. Probablemente hay mucho llanto que olvidé. Lo que sí recuerdo es que uno de mis pilares fundamentales fue el ejemplo de otras mujeres y madres. El de mi abuela y mi mamá, que tuvieron que criar en contextos mucho más adversos y a muchos más hijos e hijas. “Si ellas pudieron, yo puedo”, me he repetido como mantra todos estos años. Y a partir de ellas empecé a observar a todas las mujeres a mi alrededor que han podido. Cada vez que una mujer me causa admiración, averiguo si tiene hijos, cuántos y cómo lo hizo. “Si ella pudo, yo puedo”. También conocí en la universidad a muchas compañeras que tenían hijos o hijas, y compartir esta vivencia con ellas me dio mucha fuerza. “Estamos juntas, podemos hacerlo”. Y así fue.
Isabel (27) es mamá y estudiante de sicología.