Confieso que aunque no me gusta ir mucho al cine porque las personas con sus pantallas y sus comidas ruidosas me distraen y me cuesta “entrar” en la película, me animé y fui a ver La sustancia.

Las pantallas se apagaron y todos estábamos sin distracciones mirando una película que no podía creer. Tapaba mis ojos cada tanto, me angustié y me reí a carcajadas. Todo eso en 140 minutos.

La sustancia es una película que, a mis ojos, ha generado un debate intenso. Y lo ha hecho no sólo porque parece un viaje sensorial y con una narrativa que me sorprendió, si no que se detiene a explorar sobre lo que puede pasarnos frente a eso que tanto hemos deseado: “la eterna juventud”. Ahí ahí mucho sobre las dinámicas y discursos sociales que emergen a propósito de alcanzarla.

Creo que la película plantea -es más, fuerza- preguntas cruciales sobre la identidad, la vulnerabilidad y el poder de lo que consumimos en nuestra vida cotidiana.

Este elixir que es la sustancia, puede ser entendida como todas aquellas experiencias, relaciones y presiones que pueden ir influyendo tanto en nuestras decisiones como en las conductas asociadas a esas decisiones.

La manera en que los personajes afrontan lo que les pasa, cómo los miedos, deseos, expectativas y motivaciones son una foto sobre muchos de los pensamientos que tenemos y que no compartimos con otros: nuestras peleas internas, lo que como espectadora me incomodó mucho, pero una vez que vuelvo a reflexionar sobre ella, entiendo la propuesta de la directora: llegar a capas más profundas.

Esta película no sólo da cuenta del aspecto físico y la necesidad de permanecer deseable, sino que esboza aspectos relacionados con la pregunta sobre qué es la salud mental. Desde una mirada general, podríamos pensar que hay una sobresimplificación sobre algunos síntomas de salud mental o incluso aspectos relacionados con la dismorfia corporal que parecen burdos, sin embargo, si hilamos más fino, creo que aparece sobre la mesa la necesidad sobre hablar de esto sin eufemismos ni escondiéndolos bajo la alfombra.

Sin duda aparece lo que vemos en nuestra cotidianidad, la tensión sobre cómo se perciben y representan las patologías de salud mental en los medios, y me pareció interesante también la búsqueda frenética sobre qué es lo auténtico en una cultura que se supone más superficial. Los personajes principales se ven atrapados (de manera irrisoria y absurda a ratos) entre lo que se espera de ellos y lo que desean de manera intrínseca, buscando lo que la mayoría de los seres humanos buscamos: un sentido.

Este atrape aparece como un espejo de lo que vivimos en nuestra cultura, donde la imagen se afecta por las redes sociales, pero a su vez, por las presiones sociales. “Uy, qué distinta se ve Juanita en directo, se ve mejor en Instagram”.

Algo que llamó profundamente mi atención, fue el uso del espacio reducido, pequeño, que de pronto quería dar cuenta de cómo los personajes iban transitando sus emociones, pero también de cómo simbolizarían el aislamiento con el que enfrentamos muchas veces nuestras dificultades, cuestión con la que sí estoy de acuerdo. No obstante, es imperante compartir lo que nos pasa con otros, pues muchas veces ayuda a ver lo que nos pasa no desde lo monstruoso, sino que con una mayor distancia emocional.

Si bien es una película que no volvería a ver, ni sé si recomendaría, creo que sí invita descarnadamente (literal y metafóricamente) a la reflexión, desafiándonos a mirarnos y ver cuán complejos somos. Sin duda la película abre un espacio para el diálogo sobre temas que no nos atrevemos a compartir.

* Dominique es Psicoterapeuta -sistémica, centrada en narrativas- y magíster en ontoepistemología de la praxis clínica. Se desempeña como docente universitaria y supervisora de estudiantes en práctica. Atiende a adultos, parejas y familias. Instagram: @psicologianarrativa.