Conocí a Franco en el 2001, cuando iba en segundo año de la universidad, en el paseo anual a Cartagena. Yo estudiaba educación parvularia y él arquitectura, y el paseo a la playa era de las pocas instancias en las que mis compañeras y yo –solo habían mujeres en mi carrera– interactuábamos con distintos grupos de la universidad. En esa ocasión, un amigo me presentó a sus compañeros. Entre ellos se encontraba Franco. No había alcanzado a decir "hola" y yo ya me había fijado en sus ojos verdes y su sonrisa, que por alguna razón que no sabría explicar me llamaron la atención. En ese entonces, yo llevaba tres meses pololeando, pero supe desde el minuto que lo vi, que quería pasar todo el día con él. Y así fue.
Hoy, casi 20 años después –de los cuales varios hablamos de manera ininterrumpida, pololeamos, nos separamos y estuvimos con otras parejas respectivamente–, seguimos juntándonos una vez al año. Cada uno tiene su vida; yo estoy casada, tengo dos hijas y vivo en Europa. Él se casó, se separó y también tiene hijos. Pero cuando viajo a Chile para la Navidad, nos damos un punto de encuentro y caminamos por los mismos lugares que recorríamos cuando éramos chicos. Es una suerte de ritual que se ha vuelto parte importante de nuestra rutina anual y que, si algún día se llegara a terminar, creo que me daría una pena profunda. En estos años nos hemos visto crecer, hemos sido testigos de nuestros procesos personales y también hemos presenciado cómo, al igual que nosotros, los lugares por los que transitábamos ya no son lo mismo. Durante esas horas, en las que hablamos de nuestras vidas y recordamos el pasado, el mundo se detiene. No hay una intención sexual –desde que terminamos hace años, no hemos vuelto a darnos un beso–, pero hemos creado un mundo paralelo solo para nosotros, muy íntimo, en el que seguimos sintiendo, aunque de manera más controlada, lo mismo que años atrás.
Ese día que nos conocimos, a mediados de abril, nos dijimos desde el primer momento que estábamos pololeando. Él llevaba varios años en una relación con la que, más adelante, sería su mujer. Y yo, pese a llevar poco tiempo y no estar del todo enganchada, le dije que estaba saliendo con alguien más grande, insinuando que no me fijaría en alguien de mi edad. Los dos, sin embargo, no dejamos de mirarnos. Habernos dicho que estábamos pololeando era lo que teníamos que hacer, pero no nos impidió de pasar todo el día juntos conversando en la arena. En un minuto fuimos a comprar completos, y al pedir, nos dimos cuenta que a ninguno de los dos nos gustaba el tomate ni la mayonesa. Fue como un escena salida de una película, y unos amigos incluso comentaron: "son iguales". En la noche nos devolvimos juntos en el mismo bus. Recuerdo que el bus iba lleno entonces me senté arriba de él, pero a madias, para no apoyar todo mi peso. Esas ridiculeces que se hacen cuando chica, y que después dan risa. Cuando nos despedimos nos abrazamos, un poco más de lo esperado, y compartimos un par de palabras. Pero lo dejamos ahí.
En los días que siguieron mis amigas me preguntaron qué había pasado en el paseo y yo, aunque me hice la canchera, no dejé de pensar en él. Seguía pololeando, pero la verdad es que cada vez había menos interés por mi parte; mi pololo era más grande y quería empezar a formalizar. Y yo estaba recién descubriendo el mundo universitario. A las dos semanas, mientras estaba en clases, me llegó un correo de Franco. Me dijo que le había encantado conocerme y que le había pedido mi contacto al amigo en común que nos presentó. Yo no esperé ni cinco minutos para responder, y le propuse que tomáramos un helado.
El día que finalmente nos juntamos caminamos desde el Apumanque hasta Plaza Italia, y terminamos tomados de la mano. Fue uno de esos paseos largos en los que el tiempo pasa y uno ni se da cuenta. La emoción y la adrenalina de estar con alguien con la que hay tanta complicidad hizo que siguiéramos caminando, sin rumbo, durante horas. Podríamos haber seguido pero ya era tarde. Cuando decidimos volver, él me dijo que nos viéramos al día siguiente también. Recién ahí me salió lo cartucha y le dije que si estaba pololeando me daba lata. Me contó que estaban en crisis con su polola y yo, totalmente engatusada, le creí. Fue suficiente explicación para mí, porque en realidad moría por volver a verlo. Los modales, en esta instancia, me importaron poco y nada.
Nos vimos un par de veces más, y cada vez lo pasábamos mejor. Pero no había garantía de que él terminara su relación. Yo ya había terminado la mía. No fue hasta cuatro años después de habernos conocido, sin embargo, que pudimos finalmente estar juntos. Pero entre medio, en unas vacaciones de invierno en Chiloé, yo conocí a Ignacio, con el que pololeé durante esos cuatro años.
En mi cabeza, si Franco no iba a terminar, yo no tenía que seguir esperándolo. Entonces empecé a tomar decisiones en base a eso. Lo quise mucho a Ignacio, y fue, en cierto sentido, el pololo perfecto que todos en mi familia amaban, pero reconozco que durante esos años nunca dejé de pensar en Franco. Finalmente, durante mi último año de pololeo, ya cuando tenía 23, Franco se cambió a mi facultad. Como si hubiese sido planificado, desde ese minuto en adelante no dejamos de hablar. Él ya había terminado hace un tiempo su pololeo y ahora estaba convencido de que nosotros teníamos que estar juntos. Este era el momento. Cualquier otra opción era ridícula y no tenía sentido. Mis amigas ya habían empezado a detectar la situación y también me decían que tenía que terminar con Ignacio, porque ya era evidente que Franco y yo estábamos totalmente enganchados. En esos meses, realmente parecía como si todos se hubiesen puesto de acuerdo y la única meta era juntarnos.
Íbamos a obras de teatro de la universidad y nos sentábamos al lado. Tomamos los mismos electivos deportivos y nos topábamos a cada rato. Ignacio, por su parte, lo intuía, pero nunca me dijo nada. Finalmente, un lunes, me armé de valor y terminé. Ese mismo martes, Franco me fue a dejar a la casa y nos dimos nuestro primer beso.
Pasó un año y de un día a otro todo se vino abajo. Yo ya había terminado la carrera y había empezado a trabajar. Y a Franco le estaba costando salir de la universidad y se estaba frustrando. Entre medio, mis amigas se empezaron a casar y empecé a sentir una presión externa, muy ajena a la realidad que con tanto amor habíamos creado para los dos. De alguna forma, dejamos que esas presiones nos pesaran más de la cuenta y lo tomamos como una señal de que había que terminar. Él me lo propuso como posibilidad y yo, de orgullosa, le dije que sentía lo mismo. Pensándolo bien, me doy cuenta que lo podríamos haber solucionado. Pero en su minuto fui cabra chica y en vez de ser sincera, le dije que termináramos. Sentí que él estaba mal, y me dio terror que lo nuestro terminaría por eso. Entonces me adelanté.
Esa terminada marcó un antes y un después. Fue tal el nivel de tristeza que me enfermé de la guata y terminé en la clínica por tres días. Estaba devastada, pero mi orgullo fue más fuerte y no pude comentárselo a Franco. Mis amigos y mi familia asociaron mi malestar a él, y desde ahí no lo quisieron ver nunca más. La única que entendía que en realidad no había sido su culpa –la culpa no era de ninguno de los dos– y que yo solo estaba con una pena profunda fue mi hermana, quien, en el futuro, me insistió que volviera con él. Pero ya era muy tarde. Si había una mínima posibilidad de volver a pasar por esto, de que se repitieran sus ganas de querer estar solo y de sentirme tan mal, no quería arriesgarme. Tomé la decisión, en cambio, de reprimir mis ganas de querer estar con él con tal de protegerme. Sin embargo, cuando nos volvimos a ver un año después, y él me dijo que quería volver a estar conmigo –a lo que yo le respondí que no sentía lo mismo– me dejó claro que no volvería a desaparecer y que seguiría estando, de la forma que fuera, presente en mi vida.
Desde entonces se preocupa de aparecer cada cierto tiempo; me escribe para mi santo, y para el día de los profesores, y yo he aprendido a esperar sus apariciones. Si pasa mucho tiempo, entre una y otra, me preocupo y empiezo a cuestionarme porqué no me ha escrito. Creo que Franco no tiene una cabida en mi vida actual, y no hay un formato, además del que hemos construido, en el que tendría cabida. Tengo el supuesto matrimonio feliz y una vida armada. Quizás si estuviera sola, volvería a Chile, pero por mis hijas prefiero estar en un lugar donde hay mayor calidad de vida y todo es fácil. Tendría que dejar muchas cosas a las que ya estoy acostumbrada y no creo estar dispuesta. Sé que es cómodo y egoísta de mi parte, pero si Franco tomara la decisión de no hablarme más, creo que me enojaría. Es simplemente lo que pienso. Puede que esté negando una realidad, o reprimiendo algo que quedó inconcluso, pero así se ha dado y así también me acomoda.
¿Quién sabe qué pasara más adelante? Por ahora él es mi pequeña ilusión, mi descanso de la rutina y mi vía de escape de la cotidianidad. Representa mi cuento de hadas y mi propia película romántica, una que he aprendido a necesitar. He sentido alguna vez, en este último tiempo, las mariposas en la guata al verlo, pero siempre logro controlarlas. Porque la verdad es que prefiero no imaginar qué habría pasado si, en vez de dejarme llevar por el miedo y el orgullo, le hubiese dado otra oportunidad. Me acomoda no saber lo que pudo haber sido y dejarlo, mientras dure, como una ilusión compartida de a dos.
Daniela Pérez (37) es profesora de básica y mamá de dos hijas.