“Esta historia la he escrito muchas veces en mi cabeza y siempre quise compartirla en esta vitrina.

La escribí mentalmente por primera vez cuando se trataba de un amor imposible y todo era muy la virgen de Guadalupe. Una etapa que añoro y la más breve, cuando derrochaba y tenía un superávit de oxitocina y sentía que por fin la vida se había apiadado conmigo. Y es que después de tanto buscar y tanto perder(me), el de arriba -o sus secuaces- por fin me empezaban a hacer acreedora de un amor bonito y seguro.

Después vino la etapa más dolorosa, cuando él se desdijo del amor que sentía por mí y me quedé amando sola. La etapa del sobreintertarlo todo, dejando atrás todos mis límites.

Y finalmente llegó esta, la etapa en la que por fin puedo escribir y contar lo que viví.

La primera vez que lo vi, sólo pudo caerme mal. ‘Qué tipo más desagradable’ le comenté a una amiga. Por cosas laborales comenzamos a trabajar juntos y nos enviaron a un curso en Santiago. Pasaron los días y empecé a sentir que todos mis miedos se disipaban cuando me rendía en sus ojos. Los largos tramos en Uber terminaron siendo una instancia en la que se hizo usual apoyar mi cabeza en su hombro.

Nuestras conversaciones eran eternas, hilarantes. ¿Quién era este tipo que me trataba bien y me hacía sentir una conexión especial? Hasta ese momento pensaba que sólo era mi cerebro una vez más engañándome, sobrepensando un amor imposible. Luego de un fracaso matrimonial después de 12 años juntos y dos maravillosas y pequeñas hijas, me parecía difícil encontrar un lugar seguro otra vez. Literalmente no había espacio para nadie más. Recién nos acostumbrábamos a ser las tres mosqueteras y un cuarto no entraba en mi corazón.

Semanas después de irlo conociendo más, descubrí que no era mi cerebro el que nuevamente me jugaba una mala pasada: ese amor incipiente era real y lo peor, era recíproco. Él venía saliendo de un quiebre matrimonial en el que aún quedaban cenizas. Y un anillo, lo que hizo que todo se volviera imposible. Desde ese momento intenté salir de ahí. No había terminado mi matrimonio para terminar en eso. Al contrario, había sido una apología al amor propio.

Así, sesenta días después fue un hombre libre que decía que me amaba, que pese a tener un corazón agonizante con muchas heridas del pasado, aseguraba que yo era una en millón y decidió darse una oportunidad de ser feliz. Ví con esperanza y de forma natural el tratarlo con todo el amor que se merecía y que se le había hecho esquivo.

Esa declaración de amor de mi amor, duró cuarenta y cinco días. En esa etapa vi al amor de esta vida mimetizarse súbitamente en su niebla de miedos y desaparecer. Recuerdo ese día y los que vinieron después como una bomba que deja un sonido agudo en tus oídos y te deja aturdida y desorientada pensando constantemente qué hiciste mal.

Como trabajábamos juntos tenía que seguir viéndolo. Y aquí aprovecho de hacer una pausa para advertirle a quienes hayan pensado sobre si tener o no un romance de oficina que se salten esa etapa porque si dudaron en un principio es porque su guata se los advirtió. En fin, meses después volvimos a tener buena onda, la química seguía intacta. Llevarnos bien nunca fue difícil y decidimos intentarlo, pero él fue claro desde un principio: no quería una relación.

Fueron siete meses donde lentamente -y lo peor - sin que me lo solicitaran fui bajando mis estándares en el amor, hasta no tener ninguno. Me quejaba en mi sentido del humor que por qué Diosito me daba tantas lecciones, hasta que un sabio amigo me dijo: “porque para aprender, se necesita un aprendiz y tú no lo quieres ser”.

¿Por qué decidí contar mi historia hoy? Porque después de cuatrocientos veinticinco días aún no puedo olvidarlo. Pero esta vez sí aprendí algo: si bien sigo extrañándolo, hoy me doy cuenta de que más extrañaba la versión feliz y tranquila que soy cuando estoy sin él.

Es en esta etapa sin ansiedad y sin lágrimas donde me quiero quedar.

Pd: agradezco a mis amigas que estuvieron siempre para mí, sin ustedes no lo hubiese logrado”.