Fabián Casas es ese que va ahí. Ese que cierra la puerta de su casa, un edificio antiguo que alguna vez fue hotel de paso, y cruza la calle Chile llevando en brazos a su hija pequeña –Ana–, y camina hasta la iglesia de la Santa Cruz, en Urquiza y Estados Unidos, barrio de Boedo, Buenos Aires, cercana al sitio donde, hace 46 años, nació. Fabián Casas es ese hombre de gafas oscuras –Ray-Ban, modelo tradicional– que crean un clima de amable violencia en torno a su aspecto sólido pero flexible, como si no lo movieran músculos sino una íntima comodidad, y que se sienta en el banco de la iglesia a la que iba, de chico, con su padrino Bruno Edgardo Vigano, un hombre que murió hace poco, a los noventa y de su mano, porque asistir a los ritos de la muerte es algo que Fabián Casas hace desde joven, desde que empezaron a morir amigos de su familia (Veguita, el amigo gay que se ahogó en la costa y cuyo cuerpo los Casas fueron a buscar); o los padres de sus propios amigos (la madre de Norman, que murió por un escape de gas y entonces Norman se crió con los Casas); o su propia madre, cuando él tenía veintitrés años ("Yo soy el que reconoce los cuerpos, el que se ocupa de la funeraria, el que firma los papeles del final").
Fabián Casas es ese hombre sentado en el banco de la iglesia que piensa "Estoy acá y estoy bendecido" y recuerda el verso de Yeats –"Me sentí bendito y pude bendecir"– y se siente bien, seguro y despreocupado, porque, aunque no escribe desde hace mucho –es escritor– lo que está haciendo ahora –criar a su hija– le parece más importante y lo arroja alternativamente a la angustia o la humildad por ese doble movimiento que representa la vida de Ana, esa paradoja según la cual el crecimiento de ella refleja la mortalidad de él que, por otra parte, solo quiere que ella crezca.
Es temprano en la mañana y Fabián Casas permanece un buen rato en el banco de la iglesia, a seis cuadras de Estados Unidos 3552, la casa donde nació y de la que se mudó a los 15 o 16 y a cuyo teléfono –97 69 33– siguió llamando durante mucho tiempo ("A veces, cuando no puedo dormir y estoy colocado por el whisky, llamo a ese número. E inmediatamente cuelgo. Alguien vive todavía en ese lugar", escribió en su relato Veteranos del pánico), y se siente bien, seguro y despreocupado, antes de tomar en brazos a su hija y regresar a la casa de la calle Chile (donde los espera su mujer, la fotógrafa Guadalupe Gaona) para después partir, como cada día, a su trabajo en la revista de actualidad El Federal que dirige desde 2003.
Si todo sale bien, si Fabián Casas continúa en ese estado de ánimo comulgado y bendito, si la piedra de la angustia no lo infecta, este terminará por ser un buen día y él volverá a su casa después del trabajo, se quitará el reloj, la billetera, se dará una ducha, cenará, se irá a dormir a las once y media, despertará a las siete con los lengüetazos de su perra Rita, buscará a Ana en la cuna, le hará la mamadera, le cambiará los pañales preguntándose si ese, ese también, será un día bueno o le tocará arrastrarse a lo largo de las lentas horas, de las largas horas, de las temibles horas del mecanismo de la vida que avanza sin cesar hacia la muerte.
–Tengo una piedra en el zapato. Schopenhauer decía que si una persona tiene un buen estado de ánimo, no necesita nada más. Y yo no lo tengo. Lo tengo por momentos.
Fabián Casas es autor de los libros de poemas de Tuca (1990), El salmón (1996), El spleen de Boedo (2003), Horla city (2010), de la nouvelle Ocio (que la editorial Los libros Que leo publica en Chile en 2011), de los relatos de Los lemmings (2005), de los ensayos de Ensayos bonsái (2007) y Breves apuntes de autoayuda (2011) y, este año, uno de los tres jurados del Concurso de Cuentos Paula 2011 (junto al escritor Germán Marín y la periodista Marcela Fuentealba).
El camino que lo trajo desde el día y el lugar de su nacimiento –7 de abril de 1965, barrio de Boedo, Buenos Aires– hasta este bar en una esquina del barrio de Colegiales empieza en los años sesenta en una casona donde vivían él, sus dos hermanos menores –Juan, Gaby–, su madre Julia, su padre Juan Carlos, su tía Teresa, su primo Carlos, su padrino Bruno, y a la que entraban y de la que salían cantidades ingentes de amigos del barrio y artistas de la televisión porque su padre era representante de Alberto Olmedo, un conocido cómico nacional. Aunque en sus libros hay cuentos como Los lemmings, El bosque pulenta, incluidos en Los Lemmings, o Veteranos del pánico, incluido en Ocio, que evocan infancias de bordes ásperos y padres con vetas oscuras ("(…) mamá, se convirtió, por su gordura, en un electrodoméstico de carne que se resistía a salir de casa. Y papá, en un tipo que se paseaba por el patio como un sonámbulo, con la escupidera chorreando pis caliente", escribe en Veteranos del pánico), Casas dice que su infancia fue feliz, y que su familia era "como la familia Ingalls".
–Pero mi melancolía empezó ahí. Había noches en que no podía dormir por el terror de morirme, de pensar que toda mi familia se iba a morir. Una buena vida sería una vida en la que nadie muera antes que yo. En el orden cronológico, yo primero.
Su madre era un ama de casa sobreprotectora, católica, crispada por ese hijo capaz de discutir como un acorazado acerca de El Anticristo, de Nietzsche ("Creo que ella hubiera preferido descubrir que yo leía revistas porno"). Su padre es tanguero, buscavidas, noctámbulo, dueño de un olfato inexplicable que lo llevó a armar, antes del nacimiento de su primer hijo, una biblioteca para ofrecerle en homenaje. De ahí abrevó Casas durante años, allí alimentó su sed bramante de lecturas con una adicción que se volvió temible cuando un maestro de séptimo grado lo alentó a leer aún más y, peor, a escribir (como condición para aprobar el curso), lo que hizo que se encerrara en el dormitorio de sus padres y escribiera su primera novela: Pomelo.
La infancia transcurrió entre esa casa (donde se juntaban el amor blanco de su padrino con la resaca mohosa de los amigos de su padre que recalaban en el living y eran el paisaje matutino que los hermanitos Casas contemplaban antes de partir hacia la escuela) y las calles del barrio donde él y una banda de vecinos imberbes disfrutaban de la ingesta de jarabe para la tos y opiáceos varios, y de libertad para hacer lo que quisieran. A los 16 militó un año en el Partido Comunista ("Cuando empecé a fumar porro, me tuve que ir del PC. Ningún revolucionario puede hacer la revolución si está tomando drogas (…), escribió en el ensayo La reacción). A los 17 se fue a Rock in Rio, con un permiso firmado por su padre. A su madre le mintieron que se iba a Villa Gesell, pero la mentira se hizo evidente cuando tardó dos meses en volver. De ese viaje le quedaron la revelación de que para vivir se necesita poco (una chica le robó todo lo que tenía el mismo día de su llegada) y el hábito de creer que lo irreal maravilloso puede ser verdad: una noche, mientras discutía con amigos en un bar sobre los poemas de Shakespeare, se les unió un profesor de Literatura Inglesa, rubio, amable y erudito. No demoraron mucho en darse cuenta de que era Bruce Dickinson, el cantante de Iron Maiden. Ese encuentro cercano con estrellas rutilantes (como Viggo Mortensen, de quien es amigo) le sucede a menudo, al punto que parece un destino o la herencia genética de aquella infancia rodeada de famosos.
–Pero detesto a la gente con aires de divismo. Yo tengo muchos amigos rockeros, pero al Indio Solari, a Andrés Calamaro, a esa gente no la soporto. Calamaro parece salido de la facultad de todología, opina sobre todo. Al Indio lo conocí hace años y salí de su casa iluminado. La última vez que lo entrevisté salí deprimido. La casa parece un búnker, todo vigilado por un panóptico de televisores. Detesto esa idea del rey, porque si hay un rey hay un esclavo.
A los 18 empezó a estudiar Filosofía y fue un alumno predecible: le gustaban Sartre, Simone de Beauvoir, Heidegger. Se había mudado solo, escribía poemas, trabajaba como cadete. Tenía 21 años y una novia con la que iba a casarse pero unos amigos decidieron ir a dedo hasta Canadá y él los vio dueños de una alegría tan plena que suspendió su casamiento –faltaban dos semanas– y se les unió. Su futuro cuñado trató de romperle los dientes, su padrino le dio la bendición, su padre le deseó suerte y su madre se encerró a llorar en la cocina, convencida de que su hijo mayor iba a unirse a la guerrilla y volver muerto. Viajó durante dos años en estado de existencia feliz, puro presente sin miedo ni preocupaciones, tomando ácido, ayahuasca, peyote, santo daime, cocaína.
La última etapa fue en soledad, en La Paz, en Bolivia, durmiendo en la calle y viviendo de la caridad ajena que un día se le presentó bajo la forma de una mujer que lo invitó a su casa y le permitió hacer una llamada a Buenos Aires.
–Por primera vez en dos meses.
Su padre le dio instrucciones precisas –andá al consulado argentino, Olmedo te manda un pasaje de regreso– y su madre, una vez más, lloró. Ya de regreso descubrió que su novia estaba embarazada (de otro) y que era difícil vivir bajo las reglas de una casa de la que se había ido niño y a la que volvía anárquico, iluminado por el fuego de los químicos.
–Lo que más recuerdo de ese tiempo es una especie de frío en la espalda. No sabía quién era ni qué hacer.
Episodios de brutalidad desconcertante, producidos por la ingesta diaria de ácidos y cocaína –cambiar de lugar todos los muebles de la casa, arrojarse sobre una tía en medio de una fiesta familiar–, terminaron en una internación breve (dos semanas).
–Entendí que tenía que suplantar las drogas con ejercicio físico, porque si no la melancolía iba a seguir cada vez más grande.
Empezó a practicar boxeo, karate, conoció a un grupo de poetas con quienes hizo una revista mítica –por buena, porque duró dos números– llamada 18 whiskys. Con ellos aprendió a leer sofisticado: Girri, Elliot, Zelarrayán. Un año más tarde su madre cayó en coma (por hipertensión) y él recorrió los pasillos del hospital con un volumen de Trópico de Cáncer en el bolsillo como único leño al que aferrarse y flotar.
–Estuvo cinco días en coma y se murió. Mi viejo se hundió y yo hice todo. Reconocer el cuerpo, ir a la funeraria. Siempre me hice cargo de esas cosas. Cuando se enfermó mi padrino, hace unos años, yo le daba de comer, lo cambiaba. Cuando se enfermó mi tía Teresa la cuidé, le cambié los pañales. No me da ningún placer hacer eso, pero lo que sí sé es que yo no te abandono nunca. Te cargo acá y te llevo. Como Lawrence de Arabia, que se da cuenta que se perdió un árabe en medio del desierto y vuelve a buscarlo. Yo soy así: yo vuelvo. Siento que tengo que volver a buscarte. No te dejo nunca.
Después de la muerte de su madre la relación con su padre se transformó en un arco voltaico de dolor: el hombre le decía "Fue culpa tuya, esos viajes que hacías la mataron" y Fabián Casas se hundía en el remordimiento, arrastrado por un torrente de materia paradojal en la que se mezclaban sus recuerdos de infancia (su padre regalándole la colección de libros clásicos de Bruguera, su padre llevándolo a la cancha a ver a San Lorenzo, su padre alentándolo a viajar) con ese presente de reproches. Ahora Juan Carlos Casas tiene ochenta años, va a bailar el tango todas las noches, desaparece cada tanto engullido en departamentos de mujeres que dicen, por ejemplo, ser telépatas y se ofrecen a leer la mente de sus hijos en almuerzos familiares. Fabián Casas se ríe de esas cosas y lo llama por teléfono cada día, y escribe poemas –"Sentado a los pies de la cama de mi viejo/ contemplo su cuerpo desnudo y dormido./ Está bien, papá, ya han pasado muchos años/ y es bueno que duermas un poco"– que oscilan entre la desazón y la ternura. Dijo alguna vez que su padre tenía la función –no la capacidad: la función– de ponerlo incómodo, pero ahora siente que empieza a transformarse en ese hombre y entonces hace todas las cosas que él hacía y que solían avergonzarlo: salir a la calle en pijama.
A fines de los años 80 conoció, en unas jornadas de poesía, al poeta argentino Juan Gelman, que se interesó por su trabajo y lo recomendó a José Luis Mangieri, mítico editor de Tierra Firme que publicó su primer libro, Tuca, en 1990. Al cabo de un tiempo consiguió trabajo en una librería, Clásica y Moderna, y eso marcó el fin de años de precariedad laboral. Por contactos que traen contactos entró en el diario Clarín, pasó al periódico deportivo Olé, y un día empezó a sudar frío y a sentir que se moría.
–La depresión. Me despertaba llorando, tomaba pastillas para poder salir de mi casa. No podía escribir. Estaba desesperado. Tenía 30 años. Después me empecé a analizar con un psicoanalista junguiano, pero la depresión fuerte fue de un año.
Llamó a esa depresión "el Horla", el título de un relato de Guy de Maupassant que cuenta la historia de una fuerza invisible que arrasa con el estado del alma de un poblado entero, y dice haber entendido que el Horla es su enemigo y su maestro: que llegó para enseñarle cosas. Durante la depresión tradujo como un picapedrero La tierra yerma, de T.S. Eliot. En 1997 ganó la beca Fulbright y pasó cinco meses en una residencia para escritores de Iowa donde le crearon una dirección de mail –a él, que no sabía qué era eso– utilizando el nombre de su primer libro, Tuca, sin saber que así se le llama, en Argentina, a lo que queda del cigarro de marihuana.
–Todavía tengo la misma dirección. Siempre fantaseo con la idea de no tener más mail ni teléfono. Ahora no puedo porque tengo que mantener a mi hija, mi viejo depende de mí, ayudo a mis hermanos y mis amigos. Yo necesito trabajar. Me da orgullo mi laburo. No me gusta la gente quejosa que cree que solo siendo Rimbaud atravesando Abisinia podés escribir poesía. Pero si algún día puedo dejar de laburar, lo haría. Estaría más con mi viejo y mi hija, haría más karate.
Aunque hace mucho que no escribe ("No me preocupa. Me preocuparía dejar de leer. Eso sería como cuando el gato no se lava, un síntoma de que algo anda mal") en el último mes publicó un texto, en la revista Orsái, donde habla de Bruno Edgardo Vigano, su padrino: "Mi padrino murió una madrugada y yo estaba a su lado. Esa noche mi viejo me llamó porque la cosa se estaba poniendo fea y salimos –a las cuatro de la mañana– en un taxi, con mi mujer, rumbo a su casa. Ni bien el taxi arrancó, hubo un apagón profundo en toda la zona y el chofer detuvo el coche. "Qué peligro", dijo (…) Fiel a las enseñanzas, tomé ese apagón como una premonición. Le dije a Guadalupe al oído: "Hoy va a morir mi padrino".
Con la fe de los conversos, Fabián Casas cree que su padrino abrió en él una percepción a lo sobrenatural, a pasadizos extraños que pueblan la vida cotidiana. También cree que Carlos Castaneda, autor de Las enseñanzas de don Juan, es un genio –y ha escrito sobre eso en el ensayo Castaneda revisitado– y es, probablemente, el único escritor argentino de su especie que va a menudo a la librería Kier, donde se consiguen textos sobre budismo y artes marciales pero, también, títulos como La terapia de la sanación con cristales.
En 2001 trabajaba en la empresa TyC cuando despidieron a un amigo suyo y quisieron obligarlo a ocupar su puesto. Él renunció y Guadalupe Gaona, compañera de trabajo y su pareja, renunció con él. El peor momento de la Argentina contemporánea los estrechó contra su pecho: el veinticuatro por ciento de desempleo atrapó cual zarpa codiciosa el centro de su mundo frágil y pasaron un año sin empleo, vendiendo todo lo que les sobraba (discos, libros, ropa) durante una etapa que recuerda buena: leía, escribía, comprendía que no hay camino más directo a la felicidad que el de la prescindencia. En 2003, finalmente, lo contrataron en El Federal.
En 2005 publicó los relatos de Los Lemmings. Dos años después, Ensayos bonsái y la recopilación de poemas de Horla city, que vendió 3000 ejemplares en dos meses y va por la segunda edición. En 2011, Breves apuntes de autoayuda. ¿Y sobre qué escribe Fabián Casas? Escribe sobre su madre, sobre su padre, sobre sus amigos, sobre él, sobre su infancia, sobre sus gustos y disgustos, sobre su madre, sobre su padre, sobre sus amigos, sobre él, sobre su infancia, sobre sus gustos y disgustos, sobre su madre, sobre su padre, sobre sus amigos, sobre él, sobre su infancia.
–Hay un poeta que se llama Hofmannsthal. Él decía que la fuerza del círculo vence a la muerte. Yo pienso que escribo sobre un círculo y ese círculo son mi primo, mis hermanos, mi papa, mis amigos. Aparecen todos en un poema, y después en un ensayo y después en un cuento y después en otro poema. Escribo sobre la fuerza del círculo.
Fabián Casas construye su blindaje hundiendo el buril siempre en los mismos surcos pero, aún así, le teme a la muerte; no a la suya sino a la de todos aquellos que murieron antes que él, a la de todos aquellos por los que volvió sobre sus pasos y a quienes, de todos modos, no pudo traer de regreso a casa.