Fue en una clase de matemáticas: tenía 12 años, estaba en séptimo básico en un colegio británico y debe haber estado ─como de costumbre─ haciendo preguntas incómodas al profesor, alegando por algo, o quizás no paraba de conversar en la sala y no hizo caso de quedarse callada. “Entonces, el profe me echó de la clase y yo me quedé pegada a la puerta, tratando de no mojarme porque estaba lloviendo, y aprovechando de escuchar lo que él decía adentro. Y lo recuerdo perfecto: el profesor le decía al resto de mis compañeros y compañeras que no tenían que juntarse conmigo, que yo era una líder negativa y una persona a la que todos seguían; que tenían que dejar de escucharme, porque yo era una culebra miserable. Culebra miserable, eso dijo”.
Así narra la psicóloga infantojuvenil de 49 años Gabriela Navarrete (@ps.gabrielanavarrete), una escena que, aquella vez, la hizo reír. Pero que con el tiempo comprendió cuán hondo caló en ella. “En ese momento no entendí bien lo que quiso decir. En el recreo, cuando el resto de la clase salió al patio, mis más amigos me contaron lo que había pasado, otros me decían ‘culebra miserable, culebra miserable’. Y algunos le hicieron caso al profesor y no se siguieron juntando conmigo. Yo lo tomé, desde mi rebeldía, pensando que tenía mucho poder como para que un profesor hubiera dicho eso de mí. Pero con el tiempo pude entender que me costó reconciliarme con mi faceta de líder, porque asumí la etiqueta que él me puso”, cuenta.
En medio de un colegio tradicional y en una época en que lo que se esperaba de una mujer era que fuese complaciente, ponderada o, derechamente, no alzara la voz, Gabriela Navarrete tuvo dos opciones: convertirse en una “yes woman”, o seguir siendo, a ojos del resto, “la mala influencia”. “Como jamás he podido quedarme callada con lo que pienso, lo que hice fue lo segundo. También creo que influyó el ser mujer, porque a mis compañeros inquietos jamás los llamaron ‘culebra miserable’”, cuenta Gabriela quien, afortunadamente, también se encontró con otros profesores que sí valoraron su personalidad.
“Mis profesores del área humanista vieron en mí un valor. Me iba muy bien en todo ─excepto matemáticas, creo que ese profesor marcó eso también─, participaba del taller de teatro, de coro y debate. Y esos profesores valoraron mi rebeldía, valoraron esa faceta de mi personalidad. También me ayudaron a encausarla, me decían que escribiera mis ideas. Eso me ayudó mucho”, añade.
Las etiquetas tienen un peso determinante y así lo ha planteado la psicología en las últimas décadas. Y no solo se trata de etiquetas de “mala influencia” o “líder negativa”. También ─y especialmente en las mujeres─ puede darse lo contrario: la niña buena, la que no se rebela, la buena influencia. En este sentido, la psicóloga Francisca Vargas (@franciscavargas_com) aporta una luz: “En algún momento de nuestra vida, sentimos que era riesgoso destacar, y que estar escondidas en nuestra cueva era estar protegida. Y esto tiene un costo. Porque pierdes la capacidad de disfrutar de tus logros, vas desarrollando vergüenza, miedo y ansiedad, por lo que dejas de abordar desafíos demasiado grandes. Y así le pones un techo a tu desarrollo y potencial. Autorizarnos a nosotras mismas, darnos permiso de destacar e incluso de incomodar a otros, es muy importante para salir de este círculo vicioso que es consecuencia de esa herida”, plantea.
Por otra parte, el poder de las etiquetas tiene que ver con que se cumplen: como explica el psicólogo español Alberto Soler, autor del libro Niños sin etiquetas (Paidós), publicado en el 2020, el gran problema de éstas es que no solo es muy fácil ponerlas (y difícil quitarlas), sino también que las personas terminan comportándose de la forma en que han sido etiquetadas, porque asumen un rol.
Así lo demostró una investigación de la década del 60, del psicólogo americano Robert Rosenthal, que abordó el poder de las expectativas en el comportamiento humano, en el contexto escolar: 320 alumnos de un colegio de California, de distintos cursos, realizaron test de inteligencia. Y de ellos, seleccionaron aleatoriamente ─y no en base a los resultados del test─ a 65 estudiantes, de los cuales elaboraron informes falsos, que entregaron solo a sus profesores. En los informes, se señalaba que esos alumnos habían obtenido resultados sobresalientes de inteligencia en las pruebas, que eran brillantes y que podían esperar mucho de ellos. A fin del año lectivo, volvieron a hacer un nuevo test a los 320 estudiantes. ¿Qué pasó? Que a los 65 que tenían el informe brillante, efectivamente mostraron mayor CI que el resto de sus compañeros y resultados académicos significativamente mejores.
“Con esas etiquetas que falsamente se le puso a los alumnos, los profesores acabaron dándoles un trato diferenciado. Mantenían más tiempo el contacto ocular con ellos, les daban más oportunidades de dar una respuesta más acertada cuando ellos se equivocaban, eran más amables, les sonreían más (...). Y fue ese trato diferenciado lo que hizo que, al final, pudieran despuntar”, plantea Alberto Soler en una charla sobre educación que circula en YouTube, a propósito de la investigación de Rosenthal.
Deshacerse de las etiquetas
Una cosa es tener consciencia con las etiquetas que decimos a nuestros hijos e hijas, y tener ojo con ello. Pero otra cosa es cuando ya vivimos décadas portando etiquetas. ¿Qué hacemos con ellas?
Para la psicóloga clínica Ximena Lara (@ps.ximena_lara), quien trabaja en consulta principalmente con mujeres adultas, las etiquetas que nos ponen desde niñas influyen a todo nivel y pueden determinar las decisiones que tomamos siendo adultas. “En consulta he escuchado a muchas mujeres que llegan con adjetivos sobre su carácter y conducta: la desordenada, la mañosa, la pesada, etc. Por ejemplo, pongamos el caso de una mujer a quien su familia llamó, desde pequeña, la “insoportable”. Entonces ella buscará, inconscientemente, ser leal a ese rol y probablemente conectará solo con la rabia, pero no con la pena. Con los años, correrá el riesgo, por ejemplo, de no romper fácilmente relaciones no satisfactorias por no darle la razón a su familia de que ‘nadie la puede soportar’”.
De ahí que tomar consciencia de qué etiquetas tengamos, sea fundamental. “No hay nadie que no traiga etiquetas, porque ponerlas es una manera de entender el mundo: lo hacemos desde pequeños, al clasificar y nombrarlo todo. Porque vivimos en un mundo tendiente a lo binario y en una cultura que busca etiquetarnos: desde nuestras fortalezas, capacidades, nuestra orientación sexual, etc.”, plantea la psicóloga Nicole Zebil (@nicolezebil), experta en liderazgo relacional y eneagrama. El primer paso, plantea Zebil, es reconocer que no somos etiquetas ni clasificaciones, sino que somos potencialmente integrales. Pero el segundo paso es identificar cuánto estamos permitiendo que estas etiquetas definan nuestra identidad.
Para Zebil, lo central a la hora de cuestionar las propias etiquetas es vincularse con la propia identidad: “Entender quién es uno más allá de las características que otros hayan definido de nosotros, tiene que ver sobre todo con identificar cuáles son nuestros valores más intransables. Al preguntarse por cuáles son aquellos valores que no transaríamos, estamos pudiendo ver nuestra esencia, más allá de cualquier adjetivo y etiqueta”, finaliza Zebil.
“Hoy a mis 49 años, sé que no fui una líder negativa. Que fui una molestia para muchos profesores y que para otros fui un agrado, sí. Creo que necesité ayuda en algún minuto, pero nadie lo tomó por ese lado. Se limitaron a castigarme. Afortunadamente tuve a estos profesores que sí creyeron en mí, que me ayudaron a mirar a la rebeldía como una fuerza, y que miraron mucho más allá de la etiqueta”, añade Gabriela Navarrete.