Conocí a Simón el primer semestre de la universidad. Él era mi profesor de epistemología. Éramos un curso de unas cincuenta personas y en ese tiempo yo pololeaba con otro. Para todos él era como el 'profe mino', porque era súper joven. Tenía 27 años. A mí también me encantaba, pero siempre lo vi como algo platónico.

Justo en ese periodo terminé mi relación de tres años y quise por primera vez vivir la soltería. Salí a carretear un montón. En una de esas salidas, busqué a Simón por Facebook. Estaba con una amiga, súper borrachas en su casa, y le escribimos un mensaje. Le pregunté si le interesaba tomarse unos vinos conmigo. Mi amiga apretó enter y se envió. Me quería morir. Nunca habíamos hablado ni cruzado miradas. Pensaba que me iba a encontrar una sicópata. Al día siguiente, me respondió: "señorita, eso sería súper poco ético. Espero que no me vuelva a preguntar algo así". ¡Señorita! No lo podía creer. No quería ir a clases, me daba demasiada vergüenza. Pasé de ser la matea que se sentaba en primera fila, a ser la de la última para camuflarme entre mis compañeros.

Terminó el semestre –no hablamos nunca - y me escribió, ahora él, por Facebook. Quería saber si seguía en pie la invitación. Ahí salimos y no nos separamos más. A los ocho meses de pololeo, ya estábamos planeando irnos a vivir juntos. Al principio fue un poco extraño para mi familia. Mi papá, que en esa época era muy conservador, le hacía ruido la idea de que saliera con 'el profesor', y obviamente se pasó todos los rollos del mundo. Incluso una vez me preguntó si estaba segura de que él no fuese casado. Me morí de la risa y le expliqué que había sido yo la que había tomado la iniciativa. Cuando nos fuimos a vivir juntos fue complicado. A él ya lo amaban en mi familia, pero encontraban que era muy pronto. Pero yo sabía que tenía que seguir mi intuición. Y estaba en lo correcto.

Todo fluyó de una manera increíble. Empezamos a tener una dinámica muy buena, muy sana. Lo que formamos como pareja me dio el espacio para aprender no solo a amar más a Simón, sino también a mí misma. Yo venía de relaciones muy dependientes, pero él me dio toda la libertad del mundo para ser. Para conocerme y valorarme. Eso es el amor para mí.

Simón nunca ha sido muy partidario del matrimonio. Consideraba que no era necesario tener que demostrar ante el Estado que uno ama a una persona. Yo estaba de acuerdo, pero igual había ciertas cosas que sí me gustaban. Encontraba que era práctico y también lindo celebrarlo. Él me decía que si era importante para mí, también lo era para él. Los dos sabíamos que en algún momento iba a pasar, pero me tincaba que todo iba a ser muy fome. Como un trámite, y no quería eso. Así que decidí tomar las riendas de la situación y pedirle matrimonio yo. Creo que uno no puede esperar a que el otro haga las cosas que a uno le gustaría que pasaran. Si para mí era importante vivir una pedida de matrimonio romántica, la iba a hacer, nada me lo impedía.

Justo su familia nos había invitado a Francia a visitarlos, porque Simón nació allá, así que pensé 'ya, esta es la mía, le voy a pedir matrimonio en Paris'. Le conté a mis amigas y familia. Mis papás se quisieron sumar al viaje, con la excusa de que irían a buscar a mi hermana que llevaba viajando un año por el mundo. Cuando ya teníamos todo organizado, empezó el drama del anillo. ¿Cómo consigues las medidas del dedo de un hombre que nunca en su vida se ha puesto un accesorio? Me puse a planear ideas como loca para lograrlo.

Lo primero que se nos ocurrió con mis amigas fue emborracharlo en un carrete y tomarle las medidas disimuladamente. La Paloma, una compañera de la universidad, lideró la estrategia. Empezó a alegar por lo gorda que eran sus manos. Agarró una serpentina y se midió el dedo. Lo decía todo súper fuerte para que Simón se diera cuenta, pero él estaba lo más instalado conversando con otra persona. Hasta que se le ocurrió mirarlo y comentarle que él también las tenía gordas, así que quería comparar las medidas. Agarró su dedo, pasó la serpentina por debajo, la cruzó, e hizo un nudo. Listo, la misión estaba cumplida.

Cuando ya tenía las medidas en mi poder, guardé la serpentina en el bolsillo. Pero obviamente lo olvidé. Metí el pantalón a la lavadora y el papel se deshizo. Me quería matar. Tenía que pensar en otro plan. Días después, mientras estábamos acostados viendo tele en la pieza, se me ocurrió hacer figuritas con una servilleta. Hice flores, caballitos, tratando de ser lo más piola posible. Le pedí que me pasara su mano y le hice como un diamante. Y le dije: ¡Mira un anillo de compromiso! Él lo encontró tan tierno, que decidió quedárselo. Simón tiene como el mal de Diógenes y guarda todo lo que considera especial en una cajita que está en su velador. Ahora yo lo quería matar a él. Al otro día, esperé que se fuera a trabajar, desamarré el papel rápido y lo medí. Por fin pude entregar las medidas.

Cuando llegamos a París, estuvimos turisteando en el barrio donde él había nacido, que es muy cerca del Moulin Rouge y Montmartre, y acordamos ir al mirador al día siguiente. Supuestamente en ese lugar nos íbamos a encontrar con mi familia, pero era todo una farsa para poder pedirle matrimonio con la vista a la ciudad. Íbamos camino para allá, pero nos perdimos y le pedimos ayuda a un señor. Él nos recomendó irnos por otro camino, porque era más romántico. Lo sentí como una señal. Había un parque precioso y nos instalamos ahí. Se puso a lloviznar, lo que para mí fue increíble, porque todos los turistas desaparecieron. Nos sentamos en un banquito y obviamente me quedé en blanco. Tenía todo un discurso preparado, pero se me olvidó por completo. Estaba demasiado nerviosa, me tiritaba todo. Justo Simón sacó una cajetilla que nos habíamos comprado en Grecia y comentó lo linda que era. Aproveché ese momento y le respondí que yo tenía una que era todavía más linda. Cuando la saqué del bolsillo se dio cuenta de inmediato. Para molestarme, me decía que no entendía. Los dos estábamos muertos de la risa. Hasta que le pregunté si se quería casar conmigo, y dijo que sí.

Ahora llevamos cinco meses casados y no me deja de llamar la atención la reacción de algunas personas frente a mi iniciativa. Muchos me preguntaron dónde estaba mi anillo, pese a que les expliqué que había sido yo la que pidió matrimonio. Creo que sintieron que era como una humorada porque lo hizo una mujer. Algunos esperaban que Simón formalizara la situación, regalándome él uno después. Ese pensamiento es algo que no lo logro entender. Mi relación es muy equitativa, no existen los roles de género, y esa es una de las razones por las que amo estar con él.

Natalia Stipo tiene 25 años y está terminando su carrera de arte. Actualmente se dedica a hacer clases de yoga e ilustraciones.