Ganadora de Global Teacher Prize Chile 2021, Maritza Arias, sobre el retorno a clases y la violencia escolar: “He visto a mis estudiantes sentirse agotados mentalmente y a mis colegas llorar como nunca antes lo habían hecho”

Violencia escolar



El 2 de marzo pasado se retomaron las clases presenciales obligatorias en todo el país –tras dos años de clases remotas o directamente suspendidas– bajo la premisa de que la suspensión prolongada estaba incidiendo de manera altamente negativa –y en ciertos casos irreversible– en el proceso de aprendizaje y desarrollo socioemocional de los estudiantes. En eso, hubo consenso. Pero aun así, el retorno a los establecimientos educativos fue, como poco, abrupto, y las consecuencias de una falta de gradualidad no tardaron en manifestarse; las primeras semanas, entre actos de agresividad e incluso un tiroteo masivo al interior de un recinto educativo, estuvieron marcadas por la violencia y las denuncias que recibió la Superintendencia de Educación lo corroboraron. Un 30% correspondía a casos de violencia escolar.

Y es que el retorno súbito y de manera obligatoria, en contraposición a un retorno realizado de manera más paulatina –algunos educadores hablan de que una media jornada para los primeros meses habría sido más saludable para los estudiantes y los mismos educadores, quienes están sobrepasados tratando de recuperar las horas de aprendizaje perdidas en pandemia–, es una de las razones, según explica la profesora de matemática, astronomía y ganadora de la última edición del Global Teacher Prize Chile, Maritza Arias, que explican el aumento en los índices de frustración y agresividad en los niños, niñas y adolescentes. Ella, quien desde el 2014 trabaja en el Colegio Leonardo da Vinci de Vicuña, en la Región de Coquimbo, lo plantea así; “Pasamos dos años en los que no había asistencia, no tenían que conectarse a las clases online y pasaban con una sola nota. De pronto el 2 de marzo tuvimos que volver de manera abrupta a una jornada completa, de mañana y tarde, y eso, en parte, fue lo que hizo que estuviéramos todos tan desesperados. Ese nivel de exigencia, sin poder vivir lo que conlleva el proceso de adaptación y hacerlo de manera lenta, paulatina y con actividades lúdicas, nos ha hecho estar agobiados y cansados. Los adultos, que tenemos algo más de herramientas, lo hemos manifestado de una manera; pidiendo licencia y llorando. Pero los niños, que tienen menos herramientas, canalizan a través del malestar y la violencia”, reflexiona. “Cuando entro a la sala, la mayoría de ellos están acostados en las bancas pidiéndome que por favor no hagamos clases. Y uno se pregunta por qué están tan agotados si han pasado dos años sin mucha actividad, pero ahí nos damos cuenta que se trata de un agotamiento mental y generalizado”.

¿Qué se hace frente a eso?

Mi opinión personal es que se debió haber contado con un plan de retorno gradual para que cada uno –adultos, niñas y niños– viviera su propio proceso de adaptación sin tantas exigencias. El tema es que como vamos ahora, tenemos que cumplir con una cierta cantidad de horas por asignatura, de acuerdo al programa Escuelas Arriba del Ministerio de Educación, que busca recuperar las horas perdidas en pandemia. Y para eso, una media jornada no alcanza.

Entonces las horas que antes podían ser para actividades extracurriculares, y que son sumamente fundamentales para momentos adversos, ahora están destinadas a seguir con la malla rígida y a completar las horas de asignaturas como matemática, lenguaje e inglés. Eso nos pone mucha presión a todos los que conformamos la comunidad educativa y, a su vez, hace que no quede tiempo para el arte, para la actividad física o para la filosofía.

También se le ha quitado el tiempo a lo que pudo haber sido un acompañamiento en un trabajo socioemocional, que ciertamente era necesario, y, por lo contrario, nos hemos enfocado más en cumplir las metas; el Ministerio nos manda las fechas, las pruebas y cada cierto tiempo hay que hacer reportes. El foco está puesto en la recuperación del conocimiento más que en un desarrollo integral. Y ese nivel de exigencia, sin habernos permitido vivir el proceso de adaptación, hace que todos terminemos agobiados, deprimidos y enfermos. Los niños están agotados y mis colegas han llorado como nunca los he visto llorar.

Hay días en los que pueden faltar 10 funcionarios –entre psicólogos, profesores y educadores diferenciales– porque están con sospecha de Covid y tienen que seguir el protocolo o simplemente porque no pueden entrar a hacer clases de la angustia y el estrés que están viviendo. Y en esos casos, otra profesora o profesor tiene que hacer el reemplazo. Se genera un círculo vicioso porque esos son momentos en los que ese educador debiese estar haciendo su trabajo, pero no puede. A la larga terminamos todos desgastados. Eso está ocurriendo.

Está ocurriendo ahora pero devela una situación que va mucho más allá del contexto pandémico; da cuenta de un sistema educacional de base precario y carente, poco integral y en el que no se valora el trabajo de los educadores. Si la educación hubiese sido prioridad, ¿habríamos estado más preparados para enfrentar la crisis?

Acá hay un factor clave que tiene que ver con la formación inicial de los profesores y educadores. Las carreras de pedagogía, si bien abarcan un espectro amplio de conocimiento, no entregan herramientas para poder enfrentar las problemáticas y dificultades que nos toca vivir actualmente. El cambio, entonces, tiene que ser desde la base. Hoy en día los niños y adolescentes son muy distintos, los cambios ocurren de manera veloz y por ende los procesos adaptativos también.

Lo otro es que antes de la pandemia todos seguíamos adelante haciendo lo que se podía, casi por inercia, sin detenernos a analizar si estaba bien o si necesitaba una mejora. Ahora, gracias a la pandemia –si se puede decir eso–, se han visibilizado y puesto en evidencia las problemáticas que giran en torno a todo el sistema educativo. En ese sentido, la pandemia no es la responsable, pero fue detonante de muchas reflexiones.

La jornada escolar completa, por ejemplo, fue creada para que los niños y niñas pasaran más tiempo en establecimientos educativos compartiendo con la comunidad, para que hicieran actividades lúdicas y creativas, pero resulta que ahora las tardes están para seguir con las matemáticas porque hay que cumplir con una cantidad de horas. Yo, que soy Jefa del Departamento de Matemática en el colegio, encuentro que nueve horas a la semana de una asignatura es mucho.

Hablas de la educación integral y aplicable para poder suscitar el interés de los estudiantes. La matemática la enseñas junto a la astronomía, otra de tus grandes pasiones, y tratas de aplicarla a lo cotidiano.

Hablar de educación integral es complejo porque es un objetivo difícil de lograr; todas y todos apuntamos a eso, pero no hay una fórmula, menos con un currículo tan fijo que determina cuánto nos tenemos que demorar en enseñar tal asignatura. Por ejemplo, sabemos que un estudiante de segundo medio no está preparado para aprender algoritmos, porque sabemos que la matemática es progresiva y que el pensamiento matemático se desarrolla a través de los años, un pensamiento más que nada abstracto. Pero aun así tenemos que enseñarlo y de por sí, la abstracción es difícil de desarrollar porque como seres humanos somos más concretos, tenemos que saber qué sentido tienen las cosas y para qué sirven.

Frente a eso, yo trato de enseñarla de una manera aplicable. Lo que necesitamos hacer, en la medida de lo posible, es darle sentido, y eso se hace a través de las aplicaciones a lo cotidiano; ¿dónde se usa la matemática? ¿en qué casos y cuándo?, para así mostrar la utilidad y practicidad de la asignatura.

Ahí se entiende que la matemática modela fenómenos naturales, modela comportamientos, es aplicable a la biología, a las ciencias sociales, a las estadísticas, en las investigaciones y en múltiples situaciones del día a día. A eso, yo le sumo la mezcla con la astronomía y eso, al menos aquí en El Valle del Elqui, genera sentido de pertenencia, porque este es un lugar en el que la mayoría se dedica al turismo y uno de los grandes atractivos es el cielo.

He recorrido gran parte del país, ahora último hice una pasantía en Coyhaique, y me di cuenta que en cada lugar hay patrimonio material y natural que se puede rescatar. Ahí es donde uno como educador tiene que poner el énfasis educativo, porque si no, los estudiantes no se identifican y no enganchan. Tenemos que empezar mostrándoles la riqueza de su propio entorno y tratar de incorporarla, de alguna manera, a las clases. A parte, Chile es capital mundial de la astronomía y es muy necesario que los profesores de tales asignaturas podamos abordar esos contenidos. Hay mucho desconocimiento y se le enseña a los niños así. Sé que es difícil, porque estamos todas y todos sobrepasados, pero hay que hacerlo para que avancemos; para darle sentido de pertenencia a los estudiantes y también para hacer de nuestras disciplinas unas un poco más amigables y accesibles.

La problemática del bullying

En Chile existe la Ley de Violencia Escolar que promueve la buena convivencia y busca prevenir todo tipo de violencia física, psicológica, agresiones u hostigamiento en los establecimientos escolares, por la cual, según explican los especialistas, se ha creado el cargo del encargado de convivencia escolar. Además, la ley establece que todo colegio debiera contar con un protocolo y política anti violencia. En ese sentido, como concuerdan los especialistas, se ha avanzado, pero aun así, falta mucho, principalmente, como explica Arias, en la etapa de capacitación de los profesores. “El bullying se da y muchas veces no lo percibimos. Me ha tocado escuchar que madres y padres quieren sacar a sus niños porque le hacen bullying y nosotros los docentes no habernos dado cuenta de que estaba ocurriendo. Lo primero que se tiene que hacer es tener una estrategia para detectarlo, y ahí estamos al debe”, explica.

¿Qué se hace después?

En cuanto se detecte, se debe tomar medidas. Los colegios tienen un reglamento de evaluación interna que, si bien está basado en las exigencias del Ministerio de Educación, también existe la autonomía para incorporar artículos que abarquen la realidad de cada establecimiento y comunidad. En colegios de alta vulnerabilidad socioeconómica hay que saber que se está mayormente expuesto a temas de acoso y bullying. En mi colegio hay un 93% de vulnerabilidad –eso significa que más de 9 de cada 10 niñas o niños vienen de contextos vulnerables. En esos casos el colegio es un refugio y es fundamental para fomentar la concientización respecto a la convivencia.

Por eso, ante la más mínima sospecha de una conducta de bullying, hay que tomar medidas y eso tiene que estar bien reglamentado. Porque cuando las cosas pasan a mayores, puede ser muy tarde, especialmente hoy en día que hay muchas instancias y múltiples plataformas en las que se puede realizar el acoso, muchas que están fuera de nuestro alcance.

Si yo veo una situación así no puedo dejarlo pasar, pero te aseguro que muchas y muchos están dejando pasar por el simple hecho que no dan abasto por las condiciones actuales y no pueden hacer más que llamarles la atención. Termina siendo un círculo vicioso y muy contraproducente.

Aun así, estamos en la búsqueda para poder entender cuáles son las razones de lo que está pasando. Todos nos hacemos esta pregunta, leemos noticias y estamos ahí. Lo que se ve son los resultados de la disconformidad, de la angustia y del estrés que se manifiestan a través de las peleas y la violencia, y en el caso de los adultos, a través de las licencias médicas. Los que trabajamos en el sistema educativo nos estamos enfermando.

La escuela debería ser un lugar seguro, ese es el objetivo de hecho. Los docentes tenemos un rol protector y contenedor que además estuvo ausente estos últimos años. Para que eso siga siendo así, hay que reformular y tomar acción. Más aun en colegios vulnerables. Yo a veces los observo a mis alumnos y pienso ‘cuántos recuerdos tendrán de lo que vivieron durante el encierro’. ¿Quién se hace cargo de eso?

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