"Soy una triunfadora: gracias a la manga gástrica que me hice he bajado 30 kilos y, aunque sigo siendo gordita, al menos ya no tengo que usar los pantalones elasticados de mi mamá.
Eso es un gran avance. Además, el otro día me puse traje de baño.
Hacía tres años que no me atrevía. Antes iba vestida a la playa y me moría de calor. Iba con ropa negra para disimular los rollos, y más calor me daba. Todas mis amigas se metían al mar y me preguntaban que por qué no había llevado traje de baño y tenía que contestar que estaba indispuesta. Y ahí me miraban con cara extraña, como compadeciéndome profundamente.
Ahora todo es diferente, ahora soy una mujer capaz de lidiar con mis complejos y ponerme traje de baño. De hecho, me bañé en las contaminadas aguas de Reñaca, al lado de las niñas más lindas del Cementerio. Al verlas en sus bikinis diminutos me di cuenta de que yo nunca llegaría a eso, pero al menos yo era feliz y ellas, unas flacas amargadas que no comían.
Aún se nota un sesgo de envidia en mis comentarios, pero seamos justas, nadie cambia de la noche a la mañana. Mi psicóloga dice que me falta mucho, que sigo siendo algo así como una tubería averiada. Pero –según ella– tengo solución. Respecto a la dieta, debo decir que no ha sido fácil. Cuento las calorías de cada cosa que me como y, de tanto contarlas, me he vuelto obsesiva. Vivo pensando en la comida y haciendo cuentas mentales. Eso sí, ya no como papillas, lo cual es un alivio. Como de todo, pero sólo un poquitito. Cantidades ridículas que se ajustan a mi nuevo estómago de guagua.
Lo que no es muy agradable es ir a comer a la casa de un pariente. Nunca comprenden que no termine el plato, y tengo que dar disertaciones sobre mi capacidad cúbica. La gente es demasiado desubicada con los operados. Te obligan a dar explicaciones y todos te miran como un caso especial, una inválida. '¿Es tan heavy haberse cortado el estómago?', le pregunté el otro día a una amiga. Ella me dijo que sí, que era equivalente a que un alcohólico se pusiera un pelet.
El hecho es que sigo sin ser flaca y tengo que soportar que me traten como gorda. El mes pasado, por ejemplo, entré a una tienda en el centro a comprarle una blusa a mi hermana y el dueño me dijo que no había talla para mí. Lo encontré una insolencia y me puse a pelear. Él se picó y, en venganza, aventuró que mi talla era XXXXL. Qué se habrá imaginado, ¿cómo se puede ofender de esa manera a los gordos? Pensarán que los insultos rebotan en la grasa. Si es así, están muy equivocados, porque los gordos aunque seamos grandes, tenemos sentimientos. Sí que los tenemos. A pesar de los obstáculos, sé que cumpliré mi objetivo de ser flaca. Y cuando lo logre voy a llegar a la tienda de blusas y cual Julia Roberts en Mujer bonita, voy a hacer que me muestre la tienda entera y no le voy a comprar nada. Ya verá. Esta historia no ha terminado".