Paula 1184. Sábado 10 de octubre de 2015.

Cuando desperté el 1 de junio el sol brillaba sobre la bahía de Valparaíso. la vista privilegiada que tenía desde la ventana del hospital Dr. Eduardo Pereira me hizo más tolerable el dolor posoperatorio. Ahí se realizan las cirugías reparadoras a pacientes de la V Región que, como yo, han sido diagnosticadas con cáncer mamario y se atienden en el servicio de salud público como beneficiarias del plan Auge. En mi caso, la reconstrucción consistió en reemplazar con prótesis de silicona los expansores provisorios implantados hacía un año, cuando me sometí a una mastectomía bilateral para erradicar no solo el tumor que tenía al lado izquierdo, sino el tejido mamario completo.

Sacarme las dos pechugas fue mi decisión. Como también lo fue cotizar en Fonasa en vez de Isapre y contratar un seguro complementario, para tener libertad de elección en caso de enfermarme. A partir de decisiones como esta, he ido tejiendo una biografía en la que el cáncer siempre ha estado al acecho, pero mi apreciación hacia él ha ido cambiando:  ya no lo miro con un monstruo feroz, sino como un maestro del que he aprendido mucho. Por eso, comparto aquí esta experiencia para transmitir optimismo a quienes atraviesen por algo similar.

El eterno retorno

La historia se remonta a mi infancia. De los 11 hijos que tuvo mi abuela materna, las seis mujeres sufrieron cáncer mamario. Mi mamá fue diagnosticada cuando yo recién entraba al colegio. Pero dio una larga batalla, hasta su muerte en 1990, cuando tenía 57 años y yo 19. Desde que tengo memoria, yo sabía que ella estaba enferma, pero era demasiado chica para que alguien me explicara por qué unas cicatrices sobresalían de su traje de baño o su sostén estaba relleno con una bolsita de alpiste. Con el tiempo supe que la falta de tecnología y una negligencia médica la habían dejado mutilada y desahuciada. Pero se sobrepuso al mal pronóstico y buscó tratamiento en Argentina, donde encontró al doctor Carlos Rufino, que le devolvió la esperanza. Vivió 15 años más, hasta cumplir su sueño de verme entrar a la universidad. Es el mismo que yo tengo hoy con mis hijos, de 16 y 7 años. Pero, además, gracias a los avances de la medicina y a mi propia experiencia, quizás también pueda acompañar a mi hija a elegir el vestido de novia y hasta conocer a mis nietos; todo lo que mi mamá habría querido, y que el cáncer le arrebató.

La vida de mis tías se truncó de manera similar. Hoy sobrevive solo una guerrera, Rosa, de 77 años. En un test genético realizado en 1999 ella resultó negativa para la mutación del gen BRCA que predispone al cáncer de mamas. Pero igualmente contrajo la enfermedad, aunque a una edad más tardía que sus hermanas. En la generación que sigue (la de mis primos y yo) sí se detectaron casos positivos. Yo tenía 28 años cuando me ofrecieron muestrear mi ADN, también, como parte de un estudio familiar realizado en Estados Unidos. Pero no quise participar. Temía volverme psicótica si confirmaba la presencia de la alteración genética que afecta a la proteína que suprime la producción tumoral, elevando la probabilidad de desarrollar cáncer: según el National Cancer Institute, si el 12% de la población general presentará cáncer de mamas alguna vez en su vida, la estadística puede llegar al 65% cuando se porta la mutación.

Carolina pasó junto a su padre Renato la parte más dura del tratamiento. Antes, él había cuidado a su madre, que también tuvo cáncer.

Pero en 2004 supe que sí existía algo que podía cambiar la historia de mutilación y del dolor. Fue mientras estudiaba en Inglaterra cuando me ofrecieron consejería del Royal Genetic Council. Por mi historia familiar, el médico de cabecera me derivó a esa instancia británica encargada de asistir a quienes presentan patrones genéticos que indican alto riesgo de contraer enfermedades graves. Entonces, por primera vez se me planteó la mastectomía bilateral e, incluso, la remoción de ovarios como una solución concreta en la prevención del cáncer. En ese momento, la propuesta me pareció descabellada. Pero la registré como una opción válida si alguna vez me detectaban un tumor, considerando la experiencia observada en las mujeres de mi familia sometidas a cirugías conservadoras (tumorectomías), que siempre habían reincidido en la enfermedad.

La Angelina de Reñaca

Pasaron 10 años, hasta que en marzo de 2014 encontré aquel bulto cercano a los huesos de mi pecho, apenas dos meses después de que la mamografía anual asegurara que todo estaba normal. Al hacer una punción, el diagnóstico fue claro: carcinoma ductal infiltrante, un tumor maligno que surge en los conductos mamarios e invade los tejidos circundantes. Durante el mes que transcurrió hasta que me operaron, recopilé toda la información necesaria para tomar la decisión más convincente. Incluso logré ubicar en Argentina al doctor que había tratado a mi mamá ¡35 años atrás! Con el apoyo de mi marido, periodista como yo, investigamos todos los tratamientos disponibles, los casos, expertos y técnicas existentes. Nos sorprendimos con la existencia de nuevas alternativas, como la crioablación, que congela los tumores de manera mínimamente invasiva y a bajo costo, pero que no se recomienda para cánceres multicéntricos como el que yo tenía.

"De los 11 hijos que tuvo mi abuela materna, las 6 mujeres sufrieron cáncer mamario. Mi mamá fue diagnosticada cuando yo recién entraba al colegio. Desde que tuve memoria, sabía que ella estaba enferma; murió cuando yo tenía 19 años".

También averigüé en detalle mis derechos como paciente Ges (con garantías explícitas de salud) cotizante en Fonasa y revisé mis pólizas de seguro, asesorándome para enfrentar el proceso. Así ejercí mi autonomía como paciente, considerada un principio básico de la bioética para alcanzar el bienestar de manera consensuada con los doctores, que accedieron a practicarme la mastectomía también del lado "sano" como práctica preventiva; es decir, sacarme las dos pechugas y no solo la que estaba afectada por el tumor. Entré tranquila al pabellón de la Clínica Reñaca, el 6 de mayo de 2014. Al despertar de esa primera operación, lo primero que vi fue una foto de Brad Pitt frente a mi cama. "Una amiga se la trajo, para que no se olvide de que ahora usted es la Angelina Jolie viñamarina", me dijo la enfermera.

La historia con mi propio cáncer había comenzado bien: el tumor fue detectado en la fase incipiente y la destreza de los médicos –la mastóloga Marcia Valenzuela y el cirujano plástico–reconstructivo Arturo Paillalef–, permitió que el tejido mamario se removiera sin dañar la piel para implantar las prótesis provisorias llamadas "expansores", que son resistentes a la radioterapia, a diferencia de los implantes de silicona que se pueden reventar. La biopsia de mi tumor reveló que había micrometástasis en el ganglio centinela (el primero de la cadena linfática cercana a la axila), alertando que las células malignas eventualmente podían haber traspasado la barrera ganglionar para alojarse en otros órganos. Me indicaron 32 sesiones de radioterapia y seis de quimioterapia. La biopsia posoperatoria mostró que el tejido del lado sano, extirpado preventivamente, también presentaba "atipía" con alta probabilidad de transformarse en cáncer, confirmando que la mastectomía bilateral fue la mejor decisión.

La radioterapia empezó un mes después de la operación. Según el doctor, haber llevado una vida saludable, alimentándome bien y alejada del cigarrillo contribuyó a mi rápida recuperación. Pero yo estoy convencida de que también ayudó el amor de la gente que ha estado conmigo, así como la capacidad y la calidad humana de los profesionales de la salud que me han tratado, tanto en el sector privado como público y tanto en Chile, como en el extranjero, donde esta historia también tiene un capítulo.

El tratamiento inglés

Durante la primera fase del tratamiento, pedí a mis cercanos ser discretos. La razón era que mi papá aún no sabía de mi enfermedad. Conociendo el dolor que significó para él el cáncer de mi mamá, busqué la mejor forma de contarle que ahora yo, su única hija, presentaba el mismo diagnóstico. Decidí hacerlo personalmente, lo que implicaba viajar a Inglaterra, donde mi papá vive desde 2010, cuando me acompañó para ayudarme con los niños mientras yo avanzaba con mi doctorado en Salud y Bienestar en la Universidad de Lancaster. En 2011, al momento de volvernos a Chile, él decidió quedarse, entre otras cosas, porque no quería envejecer en el país donde la experiencia médica de mi mamá había sido negativa y muy traumática.

"Tenía 28 años cuando me ofrecieron muestrear mi ADN, como parte de un estudio familiar realizado en Estados Unidos. Pero no quise participar. Temía volverme Psicótica si se confirmaba que tenía la mutación genética".

Al concluir mis sesiones de radioterapia, le comenté al especialista que me estaba tratando mi deseo de visitar a mi padre en Inglaterra. Le dije a mi papá que iba de vacaciones, acompañada por Gioconda, única tía por lado paterno a quien él adora, y con mis dos hijos. Pero mi deseo profundo era quedarme allá con él, para enfrentar a su lado la peor parte del tratamiento. Había observado su capacidad de entrega hacia mi mamá y mis tías para contribuir a su alivio. Y así ocurrió también conmigo. Tras su shock inicial, mi papá fue el primero en apoyar mi decisión de hacerme la quimioterapia junto a él. Esto fue posible gracias a la coordinación de los doctores en Chile e Inglaterra, donde mi residencia y acceso al sistema de salud estaba garantizado por mi estatus de estudiante, contribuyente y ciudadana europea que heredé de mi abuelo italiano.

Como mi alto riesgo de contraer cáncer mamario había quedado constatado en mi ficha clínica inglesa diez años antes, al volver a mi médico de cabecera con el diagnóstico confirmado, este me derivó a la clínica de patología mamaria y luego a la Unidad de Oncología de la Royal Lancaster Infirmary. Regresar a ese lugar, donde en 2004 me habían recomendado la mastectomía bilateral preventiva, me hizo reflexionar. Habría preferido no tener que volver ahí, pero sentía que la consejería recibida 11 años antes había sido crucial para tomar la mejor decisión.

Mi quimioterapia en Lancaster comenzó un mes después de haber dejado Chile, el 19 de septiembre. A pesar de las circunstancias, estaba contenta. Había podido volar a Londres con mis niños. Además, nos habíamos despedido de nuestra familia y amigos en medio de una gran celebración dieciochera, que nos llenó de energía para enfrentar lo que venía.

Esos buenos recuerdos fueron cruciales para resistir el tratamiento. Generé una reacción tan severa a la quimioterapia, que los oncólogos ingleses se vieron obligados a disminuir las dosis y darme medicamentos adicionales para soportar la bomba química que recibía cada 21 días. Tuve vómitos incontenibles, calambres, orzuelos, aftas, erupciones cutáneas, congestión y sangramiento nasal. Perdí el pelo y hasta las uñas. Llegué a tal nivel de deterioro, que agradecí el poder enviar a mis hijos de regreso a Chile anticipadamente, en diciembre de 2014.

Había momentos en los que lloraba. Por el dolor físico, pero también porque estaba lejos de mis hijos. Llegó un punto en que mi debilidad física me impidió levantarme durante tres semanas, en las que repensé mi vida entera. También concluí mi tesis doctoral con la colaboración de mis profesora guía, Alison Jackson, quien me ayudaba a canalizar todo los pensamientos que me afloraban desde ese estado de dolor. Más que nunca encontré sentido al doctorado que había ido a estudiar a Inglaterra años atrás: salud y bienestar.

Cambio de look

Dentro de mi reflexión como paciente oncológica, mi experiencia en el Reino Unido me permitió comprender mejor una concepción sanitaria más holística e integradora. Pude comprobar que la vanguardia en tratamiento farmacológico incluye elementos complementarios, como masajes y aromaterapia después de cada quimio para aliviar la angustia y el malestar. Recibí un trato humano de excelencia pero, además, aproveché los recursos de instituciones de caridad como Macmillan Cancer Support y CancerCare que apoyan la labor médica con información, asistencia psicológica y medicina alternativa. Además, recibí los beneficios del NHS (sistema de salud nacional británico) para enfrentar la caída del pelo: durante las primeras sesiones de quimio, acepté someterme al scalp cooling: el congelamiento del cuero cabelludo el día que se recibe quimioterapia. Se enfría la cabeza a través de un casco conectado a un compresor, lo que impide que la droga penetre en las células, evitando así la caída del pelo. Pero como el congelamiento era extremadamente desagradable e igual comencé a observar algunos pelones, opté por desistir. Entonces el doctor me dio un voucher disponible para los pacientes que requieran una peluca. Acompañada por mi papá fuimos a un salón donde había más de 500 alternativas disponibles. Después de 43 años usando el mismo pelo, largo, ondulado y medio colorín, cambié radicalmente mi apariencia. Me convertí en rubia, con el pelo liso y corto. Fue como un acto psico-mágico que marcó el cambio hacia una nueva etapa, que hoy veo llena de oportunidades.

Herceptina: el remedio milagroso

Mi quimioterapia terminó en febrero de 2015 y desde entonces mi tratamiento farmacológico consiste en inyectarme cada 21 días Herceptina, una medicina dirigida molecularmente que evita la reaparición de tumores. Se trata de un anticuerpo semejante a los que produce el organismo para protegerse, que sirve específicamente para tratar el cáncer mamario, pero solo en el 20% de los casos. El Trastuzumab (nombre genérico del medicamento) inhibe la proliferación de células cancerosas, casi sin efectos colaterales cuando se confirma una sobreexpresión del factor de crecimiento humano, llamado HER2. Poco antes de detectar mi poroto, yo había escuchado acerca de los milagros de esta "medicina de precisión". Sabía que con esta terapia los tumores de una conocida habían disminuido casi mágicamente. Pero el cáncer había vuelto con bríos mortales, porque ella no pudo costear el tratamiento completo. Gracias a la lucha de su familia y de otras pacientes, se incluyó la Herceptina recientemente dentro del Auge, a pesar de su alto costo, que supera los dos millones de pesos por dosis.

"Generé una reacción severa a la quimioterapia. Tuve dolores de la cabeza a los pies, vómitos incontenibles, calambres, orzuelos, aftas, erupciones cutáneas, congestión y sangramiento nasal. No solo perdí el pelo, sino hasta las uñas".

Recibí mis primeras Herceptinas en Inglaterra, junto con las últimas tres quimioterapias. En ese país, el Trastuzumab también comenzó a ser financiado por el gobierno, hace poco, y mi oncólogo me advirtió que era muy afortunada por recibirlo gratuitamente. Por lo mismo, se extrañó cuando al finalizar los ciclos de quimio le anuncié mi plan de volver a Chile. "¿Estás segura? ¡Interrumpir la Herceptina sería un suicidio! Debes completar aún doce dosis y el precio es inabordable!", me advirtió el doctor Eaton, de la Royal Lancaster Infirmary. Incrédulo al contarle que en Chile sí tendría acceso al medicamento, me advirtió que de ser así, seguramente sería la versión administrada por catéter y no inyectable como en Inglaterra, que es el formato más caro. Pero para mi felicidad, al ingresar como paciente Auge al Hospital van Büren de Valparaíso –que administra la medicación para pacientes oncológicos de la región– se me empezó a suministrar la versión inyectable, con el mismo estándar del Reino Unido.

Además de las 6 dosis de Herceptina que aún debo recibir, tomaré por 5 años una pastilla diaria de Tamoxifeno, un supresor de estrógenos financiado también por el Auge, que contribuye a evitar los tumores. Pero también creo que para sanarse es indispensable identificar aquello que realmente nos enfermó y cambiarlo, para no recaer. Siento que el cáncer es solo la expresión del malestar, la pena o el estrés prolongado, que se vuelve insostenible. De ahí la importancia de estar alerta a las señales del cuerpo. El mío fue claro en avisar y me dio una segunda oportunidad. Por eso dejé atrás una vida de carreras sin sentido, de someterme a una rutina que supuestamente era de éxito personal y laboral sin detenerme a valorar lo que realmente me importa y me hace feliz.

La fuerza materna, asegura Carolina, es un potente motor para querer mejorarse. Aquí, junto a su marido Rodrigo Valenzuela y sus hijos Agustín y Victoria.

Hoy, a poco más de un año desde que detecté mi tumor, siento que mis pechugas no solo están sanas, sino incluso más lindas que antes, tras la operación reconstructiva que cambió los expansores por implantes de silicona definitivos.

"Mi proceso de sanación es un logro colectivo, en el que intervinieron muchas personas. La ciencia médica ha sido una aliada fundamental, pero creo que la salud está constituida por una fuerza superior, por un juego de emociones en el que nos conectamos con nuestro lado más humano".

Ahora me paro frente al mundo con este gran aprendizaje que le debo al cáncer, con mi centímetro de nuevo pelo que ya me atrevo a lucir y con mi grado de "doctora" recién otorgado por la Universidad de Lancaster. Estos logros y reconocimientos me han dado la confianza para emprender nuevos proyectos laborales que aporten al bienestar de otros. Así, al recuperar nuestra casa de Reñaca, que el año pasado arrendamos para hacer frente a los gastos que generó mi enfermedad, con mi marido postulamos a un capital Semilla para habilitar la azotea como un centro abierto a la comunidad, donde potenciar la cultura, el entretenimiento y la vida saludable. Inauguraremos nuestro emprendimiento en octubre y celebraremos el "mes de la mama" con un programa de actividades artísticas-preventivas al que me invité como una de las protagonistas.

Hoy, además, retomo mi oficio como periodista y disfruto escribiendo este testimonio que tiene un final feliz. El sol brilla sobre el mar, mientras mi hija de 7 años revolotea a mi alrededor. Ella sabe que las mujeres de esta familia hemos debido enfrentarnos a un desafío especial. Pero hemos avanzado y aprendido que hasta lo que parece una catástrofe, puede transformarse en una oportunidad cuando se ha sido previsor y se cuenta con el amor y colaboración de otras personas para reconstruir la vida con optimismo.·