La herencia de Gladys Cortés (55), llegó en tarros de café. "Dos días antes de morir, el 20 de agosto de 2003, mi abuelita me dijo que en su casa, en una mesa que había hecho con cáñamo, estaba todo lo que ella me iba a dejar. Cuando llegué vi decenas de tarritos de café y dentro había cientos de semillas: de sandías, variedades de melones, pepino. Apuesto a que usted no conoce el melón kiwi", afirma con una sonrisa misteriosa, como si fuera a revelar un secreto que solo ella conoce. ¿Lo ha visto? Mi abuelita lo tenía pues…", cuenta la señora Gladys, flanqueda por el sol y el viento helado de la tarde de un sábado en su casa de Canela Baja, a 295 kilómetros al norte de Santiago, en la IV Región.

Si esto fuera una postal, esta sería la imagen: Gladys sentada en una galería de madera y mallas, un espacio anexado al final de su casa. De fondo: una repisa con cientos de semillas y, fuera de ese pequeño refugio, cerros y más cerros; además de un vergel con árboles frutales, lechugas verdes y moradas, pequeñas y grandes; frutos extraordinarios como los fisales: pequeñas bolitas ácidas y duras envueltas en un capullo semitransparente; tomates amarillos, olivos, comino, linaza, perejil, porotos, brócoli, repollo, zanahorias y plantas medicinales. Todo lo que tiene en su tierra no cabe en esta página. Tampoco en la hectárea donde vive, por eso pidió a la comunidad que le entregara tres hectáreas más en el cerro que está frente a su huerta para seguir cultivando y reproduciendo semillas que cuida como si fueran oro. Le dijeron que sí y se las arrendaron en 5 mil pesos anuales por 20 años. Gladys vive para ser guardiana de semillas y pertenece a la Asociación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas (Anamuri), una de las

organizaciones campesinas de mujeres más importante del país.

Los guardianes de semillas se reparten por el mundo en una tradición silenciosa que hay que salir a buscar. No es lo mismo ser campesino que cuidador. Estos últimos guardan ritualmente los ejemplares como si fueran reliquias. No usan productos químicos y cada uno tiene sus propias leyes de conservación. La idea no es retener los granos, sino que estos circulen libremente por el mundo, sin necesidad de lucrar con ellos. Son solo custodios y, aunque se desvivan por reproducir semillas ancestrales, saben que no son sus dueños.

Protegen las pepas o semillas de los productos que ellos mismos cultivan en bolsas de géneros o frascos de vidrio. Gladys lo hace en bolsas que cuelgan de perchas y, para evitar que lleguen plagas, a veces les pone pimienta molida, ajo o cenizas de los fogones. Prefiere la oscuridad y alejar sus ejemplares de la humedad y, por sobre todo, revisar cada cierto tiempo que estén libres de bichos. "La solidaridad de hacer crecer una semilla y traspasarla es algo que me da fuerzas porque yo se la doy a otras mujeres, para que nunca digan que no podemos porque, si tenemos tierra y semillas, ya no falta el alimento".

Trafkintü

Faltaban pocos minutos para las 6 de la mañana, cuando el 20 de noviembre de 1961, Eris Coronado (50) salió expulsada sobre una payasa. La cama hecha con un saco de arpillera y relleno de paja recibía a la niña robusta, pelo negro profundo, rosada, de casi cuatro kilos. Era parida con la ayuda de un partero improvisado –su padre–, que lidiaba con el sudor y el calor que inundaban la ruca.

Esa mañana, en el sector de Cajón, a la salida norte de Temuco, ocurrían varios milagros a la vez. Eris, que nacía sin mediar apoyo técnico, era uno de ellos. Los otros, pasaban en el campo. El mismo día que ella vino al mundo, la tierra de su familia paría arvejas, papas, yuyos y vinagrillo. "La tierra siempre nos da milagros", afirma con seguridad, sonriendo, mostrando sus dientes perfectamente blancos. Por eso dedica todo su tiempo a ser guardiana de semillas. En cerca de dos hectáreas tiene un invernadero, terrazas para cultivos al aire libre, pollos, patos, gansos, gallinas de al menos cinco variedades; también vacas, un caballo, conejos, palomas, tórtolas. Pero lo que más tiene son semillas. Cientos de ellas. Aunque todas están guardadas en bolsas de género y resguardadas de la luz, las únicas a la vista son las de maíz y papas.

Eris habla sentada sobre un piso de madera, frente a una fogata que humea al interior de su ruca en la comunidad Juan Quipán, camino a Cholchol, Novena Región. Viste un traje negro, mapuche. Fuera, el frío muerde los 7 grados. Dentro, el fogón aumenta la temperatura a más de 20. "Las semillas de papas necesitan este calorcito", dice agarrando un canasto de mimbre con decenas de ellas. "Así se conservan hasta agosto, cuando son sembradas, y así no brotan con la humedad. El maíz se siembra en octubre y también necesita este calor".

Para obtener las semillas los guardadores hacen intercambios informales, pero también participan en una de las tradiciones más importantes: los Trafkintü, que en mapudungún significa intercambiar. Se trata de una instancia en que se traspasan y se recogen semillas. Hay Trafkintü masivos y otros organizados por algunas personas que se pasan el dato de boca en boca. Se hacen en casas o sedes sociales. Y ninguna semilla se vende, solo se regalan o intercambian. Siempre, después de los Trafkintü, viene el Misagün, que significa compartir. Ahí los participantes traen platos cocinados con las semillas que han cultivado.

A veces los guardadores viajan varios kilómetros para encontrar a las semillas. Fue en Quillón –cerca de Chillán– que Carlos Opazo (71) encontró tres muestras del poroto bombero, una variedad que en una de sus puntas tiene un manchón negro que parece casco. El año 2002, después de haber sido dirigente campesino en Chile y en Moscú; y después de haber pasado por la siembra y venta de flores con papel celofán a oficinas, decidió guardar semillas de porotos. En una fría extensión de su casa en Lampa, alberga más de 100 variedades. Las protege en frascos de vidrio. Tiene porotos chilenos y de todas partes del mundo. Entre sus muestras figuran algunas tan raras como el vaca: un poroto blanco con manchones negros, igual a la piel de los animales. "También tengo los hallados, bayos, manteca… variedades que nadie conoce, pero que todavía se comen en el campo. El campesino que no come porotos no es campesino", sentencia.

El miedo

A Gladys Cortés la persigue una imagen recurrente: que llega la PDI a quitarle sus semillas. "Me preocupa, pero voy a resistir".

–¿Va a resistir qué?

–A la Policía. Ya estoy preparada para cuando llegue ese día.

–¿Y por qué la PDI le quitaría sus semillas?

–Por el convenio que firmó Chile. Pero sabe, si tengo que ir presa por mis semillas me voy presa. Usted me puede decir que no nos va a pasar nada con el tratado, pero eso es falso, aquí a nosotros nos funciona la intuición.

–¿Y cómo se está preparando? ¿Las va a esconder?

–Si es necesario me voy a enterrar con mis semillas.

La voz de Gladys se convierte en un hilo desarmado, agudo e indefenso. Su llanto sobrecoge. Es una mujer abrazada a un canasto de semillas de linaza. El convenio que tiene a Gladys aterrada es el que ratificó el Senado en mayo pasado. Se llama UPOV 91, nombre que se refiere a La Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales. Lo que dice es, básicamente, que las empresas que trabajen

en el mejoramiento de especies, invirtiendo dinero en desarrollo y tecnología, verán protegidos sus derechos de propiedad intelectual sobre las semillas mejoradas. "Uno le va a tener que pagar a las grandes empresas cuando quiera una semilla, se van a adueñar de ellas", dice Gladys. Y su temor es realista. Porque el tratado implicará que los campesinos deban pagar por el uso de las semillas mejoradas. Es decir, los agricultores pueden seguir utilizando el poroto de siempre, pero si una empresa le da un valor agregado, deberán pagar por ese "nuevo poroto" cada vez que lo quieran ocupar. Gladys y otros campesinos temen que finalmente todo pase a manos privadas, que las semillas mejoradas se ganen el mercado y que sus pequeños cultivos sean menos apreciados por los consumidores.

Gladys recorre su siembra. Pasea por sobre el toronjil, las lechugas y los choclos. Se para frente a su chivo blanco y piensa en voz alta: "Cómo les explico que esto es una herencia, que cuando me sale una mata en la tierra siento lo mismo que una madre cuando va a parir. ¿Cómo se los explico?".

Los búnkeres

Aunque Pedro León no cree que el UPOV 91 perjudique a las semillas nativas, sabe que hay que cuidarlas. Él es el encargado del Banco Base de Semillas de Vicuña del Instituto de Investigaciones Agropecuarias (INIA). "Es un banco muy bien resguardado, con alarmas, guardias, alejado de la gente. Los lugareños dicen que donde se construyó era un lugar de contacto extraterrestre", dice sonriendo. El banco base está a dos kilómetros del pueblo de Vicuña y fue construido en 1990. Su objetivo principal es guardar semillas para las futuras generaciones y tener reservas frente a posibles hambrunas.

En su interior hay un laboratorio y una cámara frigorífica de 330 metros cúbicos, con capacidad para almacenar 50 mil muestras de semillas en frascos rectangulares. Todo a 18 grados bajo cero y 20% de humedad. Es antisísmico y tiene el respaldo de dos generadores eléctricos si es que hay problemas de energía. En caso de que hubiera una guerra, de aquí saldrían las semillas para cultivar

nuevos alimentos.

En este banco las semillas pueden durar sobre 50 años. Sin embargo, hay otros tres, en Temuco, Santiago y Chillán, que son activos; es decir, las especies no duran más de 15 años y, además, hasta

acá puede acudir quien quiera una semilla determinada para reproducirla en su suelo. En los bancos de semillas de INIA (uno base y tres activos) se conservan en total 54.800 muestras, que incluyen distintos tipos de cereales, legumbres, quínoa, hortalizas y otras muestras. 1.600 de estas muestras corresponden a plantas nativas. Es de noche y todo alrededor del búnker es oscuridad. De verdad parece una

fortaleza camuflada. Aquí se guardan algunos ejemplares muy especiales. El trabajo es recopilar y conservar, lo que implica también viajar y buscar. "El año 2006 o 2007 fuimos al Altiplano y encontramos maíces que no habíamos visto nunca", cuenta Pedro. "Fueron como 6 tipos distintos. Son semillas que se mandaron a multiplicar en campos que están en varias partes de Chile, como Chillán o Temuco; también en el norte. Por ejemplo, ahora vamos a multiplicar quínoa en el Altiplano, en Putre".

En plena urbe, a más de 800 kilómetros de ese lugar, en su departamento de dos dormitorios de La Florida, Oriana Villarroel (40) instaló su propio banco de semillas. En una respisa adosada a la pared guarda, hace dos años, más de 100 variedades que reproduce en una parcela que comparte con sus padres en Paine.

Su banco se llama Semillas para Semillas y funciona así: ella presta a los campesinos una variedad de semillas y le devuelven el doble en la siguiente cosecha. Si alguien no cumple, no le prestan más semillas, pero no hay más sanciones que esta. Las suyas también han ido apareciendo en distintos Trafkintü a lo largo del país. Entre sus semillas Oriana tiene papas, lechugas, tomates y más de diez variedades de zapallos. "Cuando vino el terremoto vi en las noticias a un señor que mostraba un fajo de dinero y decía '¡Esto no sirve para nada!'. Y yo lo sentí como una gran verdad, porque una huerta vale más que toda la plata del mundo", afirma convencida. "Las semillas son oro".·