Desde hace dos años, mi pololo y yo disfrutamos ir al casino. Nos encanta la adrenalina de esperar la carta ganadora en el póker, el tintineo de las máquinas tragamonedas, el bullicio y la energía vibrante del lugar. Nos reímos, conversamos, a veces discutimos, pero siempre lo pasamos bien.

Para mí, ha sido siempre una actividad de entretención, un espacio relajado donde te encuentras con gente diversa, de distintos estilos. Tengo 44 años y, en general, priorizo la comodidad sobre la apariencia: jeans, zapatillas, poco maquillaje. Pero el otro día, mi mamá me comentó que antes la gente solía vestirse más elegante para ir. Nunca le había prestado demasiada atención a esas observaciones, hasta aquella noche en que, después de hablar con ella, decidí hacer algo diferente. Justo me habían regalado unos shorts tipo falda para mi cumpleaños y, por primera vez, quise arreglarme más. Me maquillé, me puse una polera negra con rayas blancas, sin mangas ni escote, y sandalias con plataforma. Me sentí cómoda, segura, y mi pololo no dejó de halagarme.

Al llegar, nos sentamos en una mesa de Caribbean Poker. Yo no sabía jugar, pero un señor de unos 70 años, muy amable, comenzó a explicarnos las reglas. Todo iba bien hasta que, de pronto, un hombre de alrededor de 40 años se sentó a mi lado. Mi pololo, al ver que la mesa de Draw Póker ya estaba abierta, se levantó. “Voy enseguida, quiero ver cómo le va al señor”, le dije, refiriéndome al hombre mayor que nos ayudaba. Pero el desconocido interpretó mi comentario como una invitación a conversar.

Intenté evadir la situación cambiándome a la mesa de mi pololo, pero el hombre me siguió. Me habló de las mesas vacías y me preguntó por qué no íbamos a otra. En ese momento, simplemente tomé el brazo de mi pololo. Fue suficiente para que entendiera el mensaje y se retirara.

El episodio me dejó pensando. Había estado en el casino muchas veces antes, pero nunca me había pasado algo así. ¿La única diferencia? Esa noche me había arreglado. ¿Significa esto que, para evitar situaciones incómodas, debo vestirme como si estuviera haciendo las tareas del hogar? ¿Qué habría sucedido si hubiera estado sola?

Más tarde, en el salón VIP, la incomodidad adquirió otra dimensión. No solo fueron las miradas insistentes de hombres, sino también las de sus esposas. Señoras de entre 50 y 60 años me escanearon de arriba abajo, con una mezcla de juicio y desaprobación apenas disimulada.

Me quedé reflexionando... ¿Por qué hombres y mujeres se sienten con el derecho de interpretar lo que “buscas” solo por tu vestimenta? ¿Por qué las miradas y comentarios ajenos pueden invadir un espacio que, en teoría, está diseñado para el ocio y la desconexión? Y, lo más inquietante, ¿hasta qué punto todos –consciente o inconscientemente– somos jueces silenciosos de los demás?

Por suerte, con mi pololo tenemos una relación sana y esto no terminó en un escándalo. Pero la historia podría haber sido distinta.

Camino de regreso a casa, hablamos de lo que había pasado. Él no le dio mayor importancia. Dijo que, lamentablemente, estas cosas siguen ocurriendo y que, mientras yo estuviera bien, eso era lo que importaba. Pero yo sentía algo más. No era miedo ni rabia, sino una mezcla de frustración y resignación. ¿Por qué todavía tenemos que pensar cómo vestirnos para evitar situaciones incómodas?

Lo miré y planteé la pregunta con curiosidad: si alguna vez había sentido que su ropa pudiera provocar reacciones en extraños. Por supuesto que no, al final, por más que avancemos, las diferencias siguen existiendo. Sin embargo, algo me reconfortó: su reacción. No se molestó, no me culpó, no sintió celos ni hizo una escena. Simplemente estuvo ahí, presente, apoyándome en mi incomodidad sin minimizarla. Y eso, en una sociedad donde muchas veces ocurre lo contrario, es una suerte.

A veces creemos que el amor se trata solo de grandes gestos o promesas. Pero en noches como esta, me doy cuenta de que también está en lo cotidiano: en la forma en que nos escuchamos, en cómo nos acompañamos incluso en situaciones que no entendemos del todo. Y en la certeza de que, aunque el mundo nos trate distinto, al menos en nuestra relación, jugamos en el mismo equipo.