“Hace unos días, mientras caminaba por el centro de Concepción, escuché a dos mujeres hablando. Deben haber tenido unos 40 años. Una, con un gesto muy dulce, trataba de calmar a la otra que lloraba desconsoladamente. Primero las vi de lejos y fue ahí que advertí dolor en esa conversación. Y fue cuando pasé a su lado que escuché que una le decía a la otra que no se angustiara. Que todas las mamás cometemos errores y que, lamentablemente, ella está convencida de que el dicho que sostiene que aprendemos a ser mamá recién cuando nos convertimos en abuelas, era cierto. Le tocaba entonces experimentar varias derrotas, pensé.
No era la primera vez que escuchaba esa frase. De hecho siempre -y esta vez no fue la excepción- me daba mucha pena oírla y profundizar en su significado. Me daba nostalgia y mucha rabia también. ¿Por qué será que la manera de aprender o entender que tenemos los seres humanos está tan ligada al tiempo y a los errores? ¿Por qué nos tendremos que equivocar tanto como papás? ¿Es justo que cometamos errores con las personas a las que más queremos?
Y me volvió la culpa. Esa que me ha acompañado persistentemente durante los 18 años que he vivido siendo mamá. Esa fiel compañera que aunque ha ido y venido, ha sido mucho más el tiempo que se ha quedado que el que se ha decidido ir a pasear lejos de mi cabeza.
Lo peor es que cuando hablo de culpa no me refiero a la que me genera, por ejemplo, ir a trabajar y por consecuencia haberme perdido ciertos momentos. Me refiero a la culpa que aparece hasta en las cosas más insólitas. Incluso insignificantes. Porque yo he sentido culpa infinita por no llevar a mi hijo al supermercado cuando me pidió que lo hiciera, por no amamantarlos hasta el año, por no comprarles ese juguete que me pidieron, uno que hubiese podido comprarles pero que me rehusé a hacerlo para educarlo. ¿Realmente lo eduqué? ¿Era tan terrible llevarlo conmigo al supermercado? Y vuelve la culpa.
He escuchado tantas veces que la culpa va de la mano de la maternidad, que he normalizado un sentimiento que muchas veces no me deja ser feliz, que me paraliza. Y miro a mis hijos y se me hace inevitable querer retroceder el tiempo, que sean esos niños de chupete y pañal a quienes hoy les permitiría muchas más pataletas, con quienes tendría mucha más paciencia a la hora de dormir, a quienes cuidaría tanto como los he cuidado, pero evitando hacerlos crecer más rápido para yo ser más independiente o por necesitar tiempo para el menor.
Reflexiono sobre todo esto y me vuelvo a poner triste. Porque evidentemente con mis nietos podré enmendar muchos errores. Y aunque de alguna manera me consuelo pensando que quizá será esa la manera en que le devolveré la mano a mis hijos, espero que no sientan que he fallado como yo creo haberlo hecho por culpa de la maldita e incesante culpa.
Marisol tiene 51 años y es mamá y contadora.