Quedar embarazada a los 45 años no estaba en mis planes, pero la noticia la recibí con alegría. En uno de los controles médicos, me informaron que mi bebé podría nacer con síndrome de Down. Aunque escuché cada palabra, preferí apartarlas de mi mente, como si ignorarlas pudiera hacerlas desaparecer. No fue hasta el día que nació mi hijo que la realidad me golpeó con fuerza. Una avalancha de preguntas, preocupaciones y temores se instaló en mi cabeza.

Mi mayor miedo era el futuro: ¿Quién cuidaría de él cuando yo ya no estuviera? Nadie lo amaría como yo. También me preocupaba pensar que, a diferencia de mis otros dos hijos, él no podría tener una carrera, ni alcanzar una plena autonomía. Pero, sobre todo, temía el rechazo de la sociedad. Aunque se ha avanzado en inclusión, todavía hay prejuicios y actitudes que lastiman, y temía que mi hijo estuviera siempre expuesto a esa crueldad.

Esos pensamientos me acompañaron durante los primeros años de su vida, alimentados por momentos especialmente difíciles. A los pocos años, además del síndrome de Down, le diagnosticaron un grado de autismo que lo hacía más tímido y reservado. Su sensibilidad era enorme, y las dinámicas sociales se volvían aún más complicadas. Intenté enviarlo a colegios, pensando que ahí encontraría apoyo, pero fue todo lo contrario. En dos ocasiones sufrió golpes y malos tratos, algo que me partió el alma y me hizo cuestionar mis decisiones. Sobre todo, porque veía que no se quería levantar ni vestir por las mañanas, se resistía a entrar al establecimiento tirándose al suelo, entre otras cosas.

Fue entonces cuando tomé una decisión que cambió nuestras vidas: retirarlo del colegio y dedicarme más a él. Descubrí que podía enseñarle desde casa, con paciencia y siguiendo su ritmo. Aprendí a conocerlo realmente, a entender qué le gustaba, qué le hacía feliz y cómo se comunicaba mejor. Aunque seguía trabajando junto a mi marido, logramos compatibilizar nuestros horarios para estar más presentes. Esa cercanía me llenó el corazón. Saber que estaba a mi lado, protegido y feliz, me dio más tranquilidad.

Pero no fue solo él quien creció. Yo también aprendí lecciones profundas. Me enseñó que el éxito en la vida no se mide en títulos universitarios ni en la estabilidad laboral, sino en la capacidad de disfrutar a quienes amas y en dejarte llenar por el amor que das y recibes. Aprendí que la comunicación no requiere atajos ni fórmulas perfectas; basta con tiempo, paciencia y, sobre todo, cariño sincero.

Aprendí a celebrar cada pequeño logro, como cuando contó del 1 al 10 por primera vez, se aprendió el abecedario o logró conectar palabras para comunicarse conmigo. Por ejemplo, la primera vez que me dijo “mach pan paté” (más pan con paté). Cada avance, por sencillo que pudiera parecer, era un triunfo inmenso para nosotros. Lo más hermoso de todo fue comprender que la comunicación y el entendimiento no necesitan caminos rápidos ni ideales imposibles; solo requieren tiempo, paciencia y, sobre todo, amor.

Con mi hijo también descubrí lo fundamental que es el entorno para todos los que formamos parte de un hogar. Me di cuenta de que las peleas que tenía con mi marido, por ejemplo, lo afectaban directamente, tanto en su estado de ánimo como en su comportamiento. Noté que cada vez que había una situación de conflicto o algo que lo alterara, él quedaba muy enojado y, en ocasiones, cortaba la comunicación por completo.

Fue algo que no entendí de inmediato, pero ver a mi pequeño tan afectado por estas dinámicas me hizo reflexionar profundamente. Con mis otros hijos, tal vez nunca lo habría considerado, porque ellos podían aislarse o procesar las peleas de otra manera. Pero con él, su sensibilidad me mostró cuán importante era construir un ambiente de tranquilidad en nuestro hogar.

Mi hijo es un orgullo para mí a sus 24 años. Cuando pienso en el futuro, ya no siento ese miedo paralizante que alguna vez sentí al pensar quién cuidará de él, porque mi familia lo ama profundamente, y él es feliz rodeado de ellos. Sé que estará bien. Al mirar atrás, me doy cuenta de cuánto hemos crecido juntos. Aquellos miedos iniciales han sido reemplazados por orgullo, amor y tranquilidad. Él me enseñó que, con amor, paciencia y compromiso, siempre es posible superar cualquier obstáculo.