No hice la cimarra tantas veces en mi vida, deben haber sido tres o cuatro como mucho, pero confieso que atesoré cada una de esas veces. El concepto para mí fue más o menos nuevo. Llegué a los 15 años a Chile y si bien en mi colegio anterior, en Estados Unidos, los alumnos más grandes salían a almorzar y a veces no volvían a clases, no existía una terminología específica, o al menos no era tan común. El hecho en sí que podíamos salir del colegio para la hora de almuerzo hacía que irse a la mala perdiera el atractivo. Acá, en cambio, no solo existía la palabra –que luego un compañero me explicó que venía de “cimarrón”, como se le decía en la época de las colonias a los esclavos que se rebelaban y escapaban–, sino que había toda una cultura en torno al concepto. Una que no se limitaba únicamente a la idea de capear las clases, y que más bien implicaba una personalidad y forma de ser.

Hace no tanto, de hecho, alguien me habló de su padre y al describirlo me dijo “siempre tuvo la personalidad de escolar cimarrero”. Me detuve en esa reflexión y me acordé que yo también tuve un compañero así, que vivía tirando tallas y quedándose el rato suficiente como para estar presente, pero sin profundizar. Cuando la conversación adquiría otro tono menos superficial, su estadía llegaba a un fin,y optaba por agarrar sus cosas e irse. Vivía escapándose, porque solo así lograba sostener la personalidad risueña, divertida y buena para la talla que había desarrollado para ocultar herméticamente su verdadero malestar.

Éramos muy distintos, y quizás por eso nos hicimos tan amigos. Él había repetido de curso y prefería pasar las tardes fumando cigarros y paseando en skate. Tenía un piercing en la lengua y fumaba marihuana cuando aún pocos lo hacían. Todos decían que era una supuesta mala influencia, y eso me intrigó desde el vamos. Yo solía congeniar con lo distinto y, llegando de Nueva York, buscaba esas personalidades que se salieran un poco de la norma, por lo que me acerqué a hablarle apenas llegó a nuestro curso. Y fue con él que hice la cimarra por primera o segunda vez. Un intento fallido que hasta el día de hoy me saca risas.

Nos habíamos dado un punto de encuentro a las ocho de la mañana en la esquina del colegio y la noche anterior habíamos planificado como pasaríamos el día. Cuando llegó el momento, esperamos nerviosos a que nuestros compañeros entraran y unos minutos después nos fuimos a comprar un café al Ómnium, que quedaba cerca. Cuando salimos, ya aliviados de que había empezado nuestro día de libertad, divisamos a lo lejos a la inspectora del colegio, que caminaba a paso acelerado con sus botines de taco mientras gritaba nuestros nombres. Alguien le había dicho que nos habíamos quedado afuera.

Apenas la vimos, mi compañero salió corriendo y se saltó una reja que estaba por cerca. Y yo solo atiné a reírme. No entendía cómo había reaccionado tan rápido, pero en el fondo también sabía que a mi no me dirían nada, pero para él, que estaba en condicional y que había sido suspendido previamente –y también porque, digámoslo, a veces los profesores se la agarraban con algunos en específico de manera injusta– implicaría mucho más.

Y así, mientras apagaba el cigarro que había recién encendido, esperé a que la inspectora se acercara. Me preguntó para dónde se había ido mi compañero y le dije que no había alcanzado a ver. A lo que ella me respondió: “evita las malas juntas”. Yo solté una risa desafiante y le di a entender que su advertencia me entraba por un oído y salía por el otro.

Esa vez pude entrar a clases y no hubo un llamado a mi mamá ni tampoco una anotación. Le agradecí a la inspectora. Y a mi compañero le mandé un mensaje de texto diciéndole que le avisara a su hermana mayor que contestara el teléfono de la casa y se hiciera pasar por su mamá. Todos trucos que formaban parte de la cultura cimarrera. Y por suerte, no hicieron más que eso y su mamá nunca se enteró.

Un tiempo después, logramos remediar ese intento fallido, y nadie dudó de nosotros. Y aunque nunca se me hizo la costumbre, recuerdo esas cimarras escolares con cariño porque apelaban a ese lado mío rebelde y provocador que en el fondo siempre ha estado, y que a ratos dejo que se vuelva a asomarse.