Paula.cl
Era julio de 2001 o 2002. Fuimos un grupo de tres personas a hacer unos trabajos a la isla Chulín, en el archipiélago de las islas Desertores en Chiloé. Por una semana. El día que nos volvíamos, se nos apareció un temporal que obligó a cerrar todos los puertos. No pudimos zarpar. Estuvimos tres días esperando que mejorara, hasta que un viejo chilote se envalentonó y, a punta de mareo y vómitos, nos llevó en su lancha hasta Quinchao.
Al segundo día de espera yo ya estaba desesperado, aburrido, y me esperaban cosas importantes en Santiago.
-No se afane, -me dijo la señora de la casa donde nos alojábamos-, si aquí en las islas hay que saber hacer quelcún.
Cuando la mar se pone brava, los chilotes hacen quelcún. Fondean su embarcación en la caleta más cercana y aguardan que escampe. Por mientras, toman mate. Y esperan. Sin afanarse. En esas islas del mar interior, el tiempo de las personas todavía está determinado por el tiempo, o sea por el clima. No hay caso con apurarse.
Me acordé de esta historia cuando leía El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse, de Byung-Chul Han. Lo leí estando en Tirúa, en territorio mapuche, también haciendo un quelcún, diríamos personal, esperando que otras aguas se calmasen. El libro trata sobre la crisis temporal en que vivimos. Un tiempo disperso, atomizado, que ha perdido el significado, donde todo se hace efímero, vacío. Dice Han que los intervalos, los umbrales, o sea, las esperas son zonas de pérdida y de olvido, de angustia y miedo La espera provoca sufrimiento, sugiere el filósofo, cuando el cumplimiento de lo prometido, el momento de posesión de lo esperado, se dilata. El exceso de espera genera angustia, sobre todo cuando se abre a algo desconocido. Pero los intervalos, las esperas, también son espacios de esperanza, de espera que prepara la llegada. Son ámbitos de anticipación, de algo que no está sucediendo, pero que está por venir. Son el lugar de la promesa.
Para el que aprende a esperar -el que sabe hacer quelcún- el camino, la trayectoria, la espera es tan importante como la meta. La peregrinación, dice Han, no es solo un espacio vacío entre la partida y la llegada, sino que es constitutivo de la meta. El camino es en sí mismo una plegaria. Es una transición. Este espacio transitorio me recordó la frase que Cristián García-Huidobro hizo famosa al bajar del K2, en el Himalaya pakistaní, que marcó a muchos de los que amamos la montaña y que hoy en tiempos de récords y de carreras adquiere más significado: "La cumbre no es más que una excusa para recorrer una bella trayectoria". La meta, sin camino, no existe.
Es el problema de funcionar solo conforme a metas. La orientación exclusiva hacia el resultado hace que el espacio intermedio carezca de relevancia.
Los umbrales, las esperas -hacer quelcún- provocan sufrimiento, pero también traen felicidad. Ofrecen una narrativa. Confieren una orientación, es decir, un sentido, a la vida. El tiempo acelerado, el tiempo de los que no tienen tiempo, el tiempo como una suma de acontecimientos desarticulados, termina por desorientar y entristecer. Pierde su aroma.