Hace 12 años que Helena llegó a Chile de México para formar parte de un proyecto cultural ligado al mundo del Hip Hop. Con la eventual decisión de quedarse, se hicieron evidentes los primeros indicios de una cultura que, lejos de ser inclusiva, recién pavimentaba los pasos iniciales hacia una mayor apertura. La contrataron como secretaria en una clínica ocular pero rápidamente le hicieron saber que no podía ir con el pelo trenzado.
Las box braids, peinado característico de las y los afrodescendientes y la diáspora africana, habían sido para ella, como para muchos desarraigados, una manera de mantener y resaltar su cultura –siendo afromexicana de Guadalajara– pero también una rebeldía personal por la cual pudo poner límites desde chica. “Fue una suerte de fuga, para dejar claro que había ciertos peinados que, por mi tipo de pelo y mis rulos, no eran para mí. Aprendí desde chica a trenzarme y a trenzar al resto, para no depender de nadie”.
Sin saberlo, sentó las bases de lo que años después tomaría la forma de un proyecto que hoy cumple 10 años y que fusiona estética, cultura, etnología, aceptación y educación. Y es que, cuando la dejaron ir de su primer trabajo en Chile, fundó Trenzología Cimarrona (@trenzologia_trenzacimarrona), un espacio por el cual preserva y comparte la memoria histórica de lo que implican las trenzas en las culturas no europeas y una iniciativa intercultural en la que convergen su propio proceso migratorio, el reconocimiento de su negritud y la valoración de territorios, culturas y visualidades disidentes.
“Abrí este espacio en mi casa en Macul después de que me echaran de mi trabajo. Era un Chile de hace 12 años atrás, en el que mi corporalidad, mi cabellera y mis costumbres no tenían cabida y si la tenían, era únicamente a través de una exotización o fetichización. Retomé el trenzado como oficio sabiendo que estaba abriendo un espacio que permitiría que los demás tomaran esta cultura, entonces me preocupé de que lo hicieran a través de la conciencia, el respeto y la educación. Además de trenzar, abrí un Instagram en el que empecé a compartir datos para que no se perdiera la memoria histórica de lo que implica la trenza”, reflexiona hoy la psicóloga, trenzadora y activista en Kilombo Negrocentricxs (@negrocentricxs).
“La estética y la visualidad son de los primeros choques culturales que se ponen en tensión al migrar. Desde esas aristas nos enfrentamos, en una primera instancia, a ese otro país. Son espacios por los que también se van cambiando los paradigmas, siempre y cuando no sean usurpados por el mercado. Pueden ser la punta del iceberg de algo mucho más grande”, cuenta hoy en esta conversación mediada por la pantalla del computador, ella en Chile y yo en su país natal, México.
La moda, como profundiza, es una representación del ambiente geopolítico. Por eso siempre está atenta a las luchas y los mensajes sociales, porque esa pulsión por envasarlos y comercializarlos siempre está latente. Es cuando se busca despojarla de su memoria histórica que se banaliza. Pero puede ser, según reflexiona, una herramienta de lectura e interpretación de lo que está ocurriendo.
Así mismo ocurre cuando se resaltan y validan ciertas visualidades. Y así también cuando se las excluye. “Hubo un momento histórico, cuando Obama era presidente de Estados Unidos y Kim Kardashian llegó a revolucionar las redes y a instaurar lo que podía llegar a ser una Influencer, que la estética usualmente asociada a lo afro, tuvo un auge. Se veía en los peinados, la validación de las caderas anchas, los labios prominentes, uñas largas, accesorios, todos elementos visuales que fueron perdiendo su memoria y carga histórica para pasar a ser un ‘look’. Pero después de la pandemia volvimos a una higienización estética –aparecieron las cabelleras rubias nuevamente, los cuerpos extremadamente delgados, visualidades más mesuradas– y con ello un avance de los fundamentalismos y la ultraderecha alrededor del mundo. No olvidemos que la pandemia tuvo un tratamiento social racista”, reflexiona.
Hay activistas afrofeministas norteamericanas que hablan de un ‘retorno a la estética blanqueada’. ¿Se fue realmente, más allá de ciertos intervalos en los que se mercantilizaron ciertas causas y con ello, se le dio cabida a otras visualidades?
Recordemos que Instagram no fue lo que fue hasta que llegó la familia Kardashian. Con la llegada de Kim, específicamente, llegó también un producto, una marca, que tenía que ver con un extractivismo y una apropiación de la cultura afro estadounidense. Sin responsabilizarla a ella, porque esto es algo mucho más estructural, lo que se vio ahí fue la traducción de la traducción de lo que es una cultura, y por ende un blanqueamiento de tal. Después vimos a Rosalía, Nati Peluso y un montón de artistas talentosas replicando y agarrándose de la traducción blanqueada de una cultura. Toda una estética, que tiene que ver con la ancestralidad de los pueblos, los territorios, el racismo ambiental, devino en una suerte de extractivismo epistémico. Y no hay una sola lectura frente a esto; ciertamente este auge no fue mal intencionado, lo que pasa es que se quedó en eso y no supimos ver qué hacer con eso después.
Un auge en la moda, cuando se despoja a la moda de su historia, no se traduce en un cambio estructural o en un cambio en las políticas públicas. Esos cambios profundos se logran con otras acciones. Por ejemplo, en Chile este año se está llevando a cabo el censo 2024 y por primera vez están preguntando respecto a si nos reconocemos como afrodescendientes. Ese tipo de cosas son fundamentales, porque sirven para generar visibilidad y con eso mayor conciencia. Es momento de poder darle la visibilidad a las personas afrodescendientes que han estado en Chile desde la colonización.
La masificación temporal de una visualidad no se traduce en una mayor inclusión social.
Fue un boom, que no es ni malo ni bueno, y que se quedó en eso. No hay una única respuesta, pero sí creo que los ‘auges’ nos hacen ver de frente en qué estamos escaseando, qué es lo que hay que repensar. ¿Qué viene después del boom? Todas y todos hacemos lo que podemos con lo que tenemos, pero es importante, a modo de ejercicio constante, estarse repensando porque si no caemos en un algoritmo y círculo vicioso que vamos reproduciendo y por el cual solo giramos, no nos transformamos.
Creo que ese auge evidenció que hubo un momento en el que se resaltaron ciertos elementos, ciertas visualidades, estéticas, pero bastó una crisis global para develar que la estructura seguía siendo sumamente racista, excluyente y xenófoba. El tratamiento social de la pandemia nos lo dejó claro, y creo que eso fue un adelanto de lo que vino después. En Kilombo, de hecho, hicimos una campaña que se llamó ‘En Chile el Covid es racismo’. No nos dimos cuenta que ya se estaban sentando las bases de la consolidación de ciertos fundamentalismos y de la respuesta de la ultraderecha que tomó fuerza justo después. Eso, de la mano de una estética más higienizada.
Entonces quedó claro que queríamos la estética, la moda y los elementos que vienen con la cultura afro, pero no a las personas que encarnan esa realidad. No fue lo suficientemente profunda o sólida esa validación, y a la primera estuvo sujeta a un tambaleo.
Concuerdo entonces con que ese periodo estético en el que hubo mayor apertura, no fue sino un paliativo. Un paréntesis en la moda, que siempre está atenta para mercantilizar los mensajes. Pero la estructura, de base, siguió y sigue siendo igual desde el colonialismo.
¿Cómo se relacionan los y las chilenas con las trenzas?
Los primeros cinco años desde que abrí mi casa en Macul para trenzar a las personas fueron adversos. Mi intención, además de trenzar, era la de hacer un trabajo robusto de etnoeducación para evidenciar esos flancos en los que estábamos más débiles, o para que entre todos hiciéramos un trabajo de revisión de las dinámicas racistas interiorizadas. Y me tocó ver cómo algunos se iban de mi casa sin pagar, o diciéndome cómo hacer las trenzas, o pensando que África era un país. Todas situaciones que hicieron que fuera muy tenso trenzar, pero que también fui identificando como tratos racistas.
A su vez, fui forjando ciertas reflexiones respecto a la apropiación cultural. Mi intención nunca fue la de definir quién se podía trenzar y quién no, eso me parece igualmente agresivo. Más bien dar a entender que más que establecer si te puedes trenzar o no, se trata de revisar cómo están las conductas racistas que pueden o no estar pasando desapercibidas. Es decir, no se trata de que te puedas trenzar o no, se trata de hacerlo con conciencia. No se trata de asumir cierta estética que no es propia, se trata de asumirla con respeto, consideración y de igual a igual.
El choque cultural no tiene por qué ser aversivo. Puede ser amable, pero sí implica una condición de horizontalidad. ¿Qué tanto me ves como un igual? Eso, a mi gusto, es lo que hay que tensionar o tematizar. Claro, hazte las trenzas, pero algo de conflicto tienes que tener para poder desarrollar estos temas en profundidad. Que te genere algo de incomodidad, para poder analizarlo desde todos los matices.
Este tipo de cosas sutiles son reflejos de una estructura completa. Por eso me motiva hablar de asimilación cultural más que de apropiación. En mi condición de mujer negra con piel clara, soy una persona que tiene visibilidad en cuanto al trenzado y el antirracismo. Pero no puedo desconocer que, por cada una de nosotras, hay 10 compañeras afrodescendientes en las galerías de Plaza de Armas, que tienen que malbaratar sus oficios, que son además una cultura. Cuando la gente nos pregunta ‘bueno, si es apropiación cultural, ¿por qué trenzas?’ yo les digo que es necesario volver a revisar lo que implica el racismo. El racismo hace que las personas tengamos que vender nuestra cultura, porque no nos queda de otra ante una exclusión laboral y ante un perfilamiento racial que establece cómo tenemos que ser y en qué podemos trabajar.