La casa en que crecí estaba en una viña que era de mi abuelo, a las afueras de Rancagua. Era de madera con forma de A y estaba rodeada de árboles y de parrones. Cuando mis papás se casaron, mi papá construyó nuestra casa con ayuda de unos maestros usando como modelo una foto que vió cuando era joven en la revista Mecánica Popular. Como era ingeniero le llamó mucho la atención esta estructura por lo práctico del diseño y porque además era simple de construir y no requería de materiales tan caros. Yo llegué a vivir a ese lugar cuando era guagua y me fui un poco antes de egresar del colegio. Toda mi infancia la pasé ahí.
Nuestra casa tenía dos pisos, pero lo curioso era que no habían puertas ni tampoco cielo raso entonces todas las habitaciones estaban separadas por tabiques que no llegaban al techo y se conectaban por la parte de arriba. Acostada en mi cama le tiraba cojines a mi hermano por sobre la pared y le llegaban a su pieza. Él me los tiraba de vuelta como represalia cuando me quedaba leyendo hasta tarde en la noche y no lo dejaba dormir con la luz. Finalmente, para evitar estos desacuerdos y porque como adolescente quería un poco más de independencia, le pedí a mis papás que me dejaran irme al segundo piso que hasta entonces había sido nuestra sala de estar. Para llegar ahí había que subir por una escalera de madera muy empanada, casi como de albañil. Era un espacio abierto que por un lado daba al living y comedor del primer piso y por otro a un enorme ventanal.
Me conseguí una cama de dos plazas que había sido de mis papás y un velador que encontré en una casa deshabitada que había en la viña. Compré una guarda de papel mural que puse por todo el perímetro de la pieza y llené las repisas de velas y fotos de mis amigos. No era un espacio grande y no podía hacer mucho ruido en la noche porque estaba justo sobre la pieza de mis papás, así que mi mamá escuchaba si me quedaba despierta y me mandaba a acostar, pero para mí como adolescente ese segundo piso era lo máximo. Mi ventana era muy grande y tenía forma de triángulo, así que no podía ponerle cortinas. Por eso me acostumbré a dormir viendo las estrellas y la luna en las noches. Desde allí, tenía una vista privilegiada a la viña y los colores cambiantes de las hojas de las parras que pasaban de verde a rojo intenso dependiendo de la época del año. Recuerdo que me gustaba sentarme al lado de la ventana a leer libros de María Gripe o a escuchar música en mi personal estéreo.
Como vivíamos en el campo, con mi hermano jugábamos mucho afuera, hacíamos casas en los árboles o nos metíamos al barro que se formaba cuando encendían el regadío en la viña. Teníamos una piscina que usábamos en el verano, pero que en realidad era la parte trasera de un camión que se usaba para cargar uva en la vendimia. Era una especie de caja enorme de fierro que llenábamos de agua para poder bañarnos cuando hacía calor. De niños aprendimos a montar en los caballos de los vecinos y pudimos tener varios perros, porque teníamos mucho espacio. Incluso tuvimos una chancha de mascota, que se llamaba Helga.
Teníamos hartos vecinos y nuestra casa era un punto de encuentro. Todos los sábados llegaban mis tíos y mis primos después del almuerzo y pasábamos la tarde juntos. Muchos aprendimos a andar en bicicleta y en moto o a manejar el tractor que teníamos en el campo durante esas tardes de fin de semana. Con mis compañeros del colegio también usábamos la casa como punto de reunión y sede para los cumpleaños que celebrábamos en el patio. Sin ser un lugar grande, nuestra casa era muy acogedora, siempre estaba calentita. No era una casa museo de esas que se ven siempre perfectas, todos los espacios estaban hechos para usarlos y aprovecharlos.
Maite Salaya (31) es psicóloga y vive en una casa en el campo cerca de Rancagua con sus tres y hijos y su marido.