La casa en que crecí estaba en un pasaje en la comuna de Las Condes. Viví ahí desde hasta los 12 años con mi hermano menor y mis papás, quienes compraron la casa cuando recién se casaron. Fue un logro importante como matrimonio joven. Esa casa fue su proyecto, sobre todo para mi papá que es constructor civil. Durante todo el tiempo que vivimos ahí, la casa estuvo en un estado constante de remodelación, todos los años habían cambios. Primero agrandaron una pieza, después construyeron un escritorio para mi papá, al año siguiente instalaron una piscina en el patio. A los dos les gustaba mucho dedicarse a las actividades de mantención de la casa: mi mamá siempre barría las hojas del patio y mi papá pintaba la reja o la piscina. El plan original era que antes de que yo naciera todas esas remodelaciones y cambios estarían listos, pero finalmente siguieron construyendo y modificando el espacio durante todo el tiempo que vivimos en ese lugar.
Nuestra casa era de un piso y al principio era igual a todas las demás del pasaje. Con los años la casa se fue transformando y la broma de los amigos siempre era que lo único que mi papá le había dejado intacto era el techo. Por fuera nuestra casa era de color ladrillo y los muros de concreto tenían una terminación similar a la gravilla, así que había que tener cuidado para no rasparse. En la entrada tenía una especie de arco a un costado y el techo estaba hecho de tejas chilenas. En el patio teníamos un palto, pero todo el resto estaba cubierto por baldosas grandes de cerámica que se enceraban regularmente. Con mi hermano teníamos que tener cuidado para no caernos, ya que la cera hacía que el piso se pusiera muy resbaloso. Nos dimos muchos porrazos cuando éramos niños y jugábamos afuera. Hasta nuestro perro a veces corría y se resbalaba.
El living de la casa estaba separado del comedor, que se usaba poco. Normalmente nuestra rutina era comer en la cocina; mis papás en un mesón alto y mi hermano y yo al lado en una mesa chiquitita. Esa parte de la casa daba justo hacia el pasaje, por lo que desde la ventana de la cocina veíamos todo lo que pasaba afuera. Sabíamos cuando alguien se iba o venía o cuando los demás niños del barrio salían a jugar. Con mi hermano teníamos un grupo de amigos que funcionaba como una especie de club. Éramos todos vecinos de la misma calle y nos juntábamos todas las tardes a jugar. En total éramos ocho, todos de diferentes edades y todos hombres excepto una vecina y yo.
Nuestros panoramas típicos eran jugar a la pelota, a la escondida o salir a andar en bicicleta. Yo no aprendí a andar en bicicleta sola y usé una con rueditas hasta los 10 años. Cuando mi hermano menor aprendió a andar sin ellas, sentí que ya no me quedaba otra que armarme de valor. Él y un amigo más chico que yo me enseñaron. A pesar de que éramos solo dos niñas en un grupo de hombres, yo era bien mandona y me gustaba organizar actividades. Una vez para Navidad se nos ocurrió hacer un concierto de villancicos, y todos los niños cantamos con velitas en el garage de un vecino para nuestros papás. Recuerdo que les proponía al resto de los integrantes del grupo que hiciéramos cosas para vender en el pasaje y después con la plata que ganábamos nos íbamos a comprar dulces. Terminé estudiando ingeniería comercial, y creo que esas ventas fueron mis primeros pasos en los negocios y como emprendedora. Otro de los panoramas típicos era juntarnos en la casa de alguno de los vecinos a jugar nintendo y cocinar galletas para después venderlas o comerlas. En los días de sol organizábamos picnics en un pequeño parque que estaba a la entrada del pasaje. Cada uno traía lo que encontraba en su casa para aportar: papas fritas, jugo, queque o pancitos. Nos instalábamos con mantas sobre el pasto a compartir lo que habíamos traído o si habíamos hecho alguna venta ese día, lo que hubiésemos comprado en el negocio del barrio con las ganancias. En varias oportunidades se unieron al grupo nuestros primos o los primos de algún otro vecino, porque lo pasábamos tan bien que les pedían a sus papás que los trajeran a jugar al pasaje con nosotros.
Recuerdo con cariño esa vida de barrio con muchos amigos. En los veranos cuando estábamos de vacaciones del colegio venía todo el grupo de vecinos a nuestra casa y pasábamos la tarde en la piscina o jugábamos afuera hasta casi las 12 de la noche, porque oscurecía tarde y se nos pasaba volando el día. Me gustaría que mi hijo tuviese la oportunidad de experimentar una niñez así, porque para nosotros la vida era muy simple. Disfrutábamos tomando un Kapo afuera de la casa con los amigos, no teníamos juguetes tecnológicos ni cosas muy elaboradas. Y éramos niños muy felices sin necesidad de esas cosas.
Cuando mi familia se cambió de casa y nos fuimos de ese pasaje, nos prometimos con los vecinos que nos íbamos a seguir viendo. Al principio lo logramos, pero a medida que fueron pasando los años cada vez nos juntamos menos porque estábamos en colegios distintos y cada uno fue tomando su camino. A pesar de eso, los recuerdo a todos con mucho cariño. Creo que tuvimos suerte de poder vivir una infancia con tantos amigos para compartir y ser creativos.
Daniela Bannura (32) es ingeniero comercial y se dedica al área del marketing. Le encanta la música y tiene un hijo de 4 meses.