Me gusta el otoño, sus colores, su alfombra de hojas anaranjadas que crepitan cuando las pisas, su clima impredecible. El invierno, en cambio, me ralentiza, me enseria, me pone fea. En invierno me asaltan la melancolía y cierta fobia social. De pronto me dan ganas de no moverme de mi cama y vegetar como un animalito en estado de hibernación. Siempre es así, cuando los árboles quedan expuestos en su desnudez yo fantaseo con hibernar. Hogar, cama, mantas, libros, tele, comida. Eso no más.
He pensado que padezco depresión estacional, una condición de la que jamás había oído hasta el año pasado. Al parecer, la falta de luz y su permanente fondo gris tienen la culpa. Puede ser mi caso, no lo sé, pero la verdad es que no siento tristeza sino solo una baja sistémica, física, energética. Parecido a lo que les pasa a los osos y otros animales que viven en climas templados y con cambios de estación muy marcados: al hibernar reducen su metabolismo corporal, su temperatura y su frecuencia respiratoria y cardíaca.
Supongo que casi todo el mundo lo experimenta en cierta medida. El frío invita a guardar energía. Y esto tiene también un lado tan luminoso que sería sabio asumir y volver a los ciclos naturales. Dormir cuando se pone el sol, aunque sean las 6 de la tarde. En invierno hay menos horas de luz y eso tiene una influencia directa en nuestro organismo. Nuestro invierno, además, se ha puesto especialmente pesado, cargado de virus, esmog, sequía. Más razones para bajar el ritmo, pasar, por último, a midtempo. Sería bello aceptar que el invierno es un tiempo de recogimiento, mejoraría nuestro cotidiano y nuestras relaciones. Poder hibernar sin culpa y con la posibilidad de usar la cabeza. Digo, no estar durmiendo por tres meses, sino descansando, viendo la lluvia caer por la ventana y observar cómo van mutando los árboles con el cambio de estación. Es un tiempo de despojo. Como los árboles, necesitamos sobrevivir a la temporada fría con cierto dolor, revisando nuestra vida, sueños, metas. Y aceptar, por ejemplo, que la cama es un gran lugar para pasar el domingo. Dicen que de esos momentos de ocio surgen las mejores ideas. Y es tan necesario construir autointimidad en tiempos acelerados.
Todo, por cierto, impracticable en estos días de vorágine y escasez, aunque he descubierto que hay cosas que se pueden hacer en esos estados más pasivos sin necesidad de marginarte del todo de las exigencias del día a día, como buscar el sol. Salir a caminar, sentarte en una banca en uno de esos pequeños pero preciados claros de luz, activar la vitamina D. Reducir el alcohol, el cigarro, el trasnoche. Y tejer, que es como meditar pero además es calentito, como una sopa hecha por ti. Básicamente, practicar el hygge: el secreto de la felicidad de los daneses, que no tiene traducción exacta pero es como sentarse frente a la chimenea en una noche fría, envuelta en un grueso suéter de lana suave mientras te tomas un vino caliente con azúcar y especias y acaricias tu perro que descansa al lado. Hygge también es comer galletas de canela hechas en casa, ver una película tapada con una manta, tomar té en una taza de porcelana china. Cosas de las que los nórdicos saben mucho. Gente que vive en un invierno casi perpetuo. Y ya sabemos lo bien que esto les ha hecho.