Son las 10:15 hrs. y estoy en el patio del Campus Oriente de la Universidad Católica haciendo hora para la próxima terapia de estimulación temprana de mi hija. Ya es parte de mi rutina, pero hace cuatro meses nunca me hubiese imaginado que pasaría varias horas a la semana en este lugar.

Ella es mi segunda hija, a quien esperamos con ansias y mucha alegría. Tuve un embarazo muy normal, sin ninguna complicación, pero con ese miedo de cómo se comportaría la mayor, de casi tres años, con la llegada de su hermanita. Pero eso pasó a último plano.

El 8 de agosto a las 4:58 a.m llegó a este mundo mi querida niñita. Después de un parto muy rápido y sin mucho dolor, la tenía en mis brazos. Su papá inmortalizaba ese mágico momento con la fotografía de rigor. Es la única en la que salgo sonriendo, ya que luego de ponérmela al pecho se la llevaron para los exámenes de rutina. Él se fue con ella. Ya sabíamos más o menos todo ese proceso de revisión que le hacen a los recién nacidos, porque lo habíamos vivido con nuestra primera hija. Sin embargo, esta vez todo fue distinto. Cuando volvieron, detecté en mi pareja una mirada que probablemente nunca voy a olvidar. Sus ojos estaban llorosos y algo en mí me dijo que no era emoción ni alegría. Le pregunté qué pasaba, pero no respondió. Tampoco me miró. Sólo tomó y apretó mi mano. Nuevamente me pusieron a mi hija en mi pecho. Le pregunté al neonatólogo si todo estaba bien, y me respondió con una voz muy seca: sí, todo bien, sólo que su hija tiene varios rasgos de Síndrome de Down.

Así fue como comenzamos a ser parte de las tantas familias de nuestro país que tienen un hijo o hija con alguna discapacidad física, intelectual y/o cognitiva. ¿Cómo se afronta esta situación? ¿Cómo se acepta esta condición? Esas y muchas otras preguntas nos hicimos en el momento en que nos dieron la noticia. Y es a quien le teníamos tantas proyecciones de vida, nos vino a decir un rotundo: no mamá, no papá, no familia. No soy a quien imaginaron. Soy distinta, pero no por eso menos importante.

Alrededor del 70% de los casos con Síndrome de Down en Chile no tienen diagnóstico prenatal y los papás se enteran de la misma forma que nosotros; en el parto. Ha sido algo que hemos ido aprendiendo en el camino, porque cuando nos dieron el notición, le reclamé al médico que estaba equivocado. Yo me había hecho todos los exámenes, ecografías y demases, y nunca me habían mencionado nada. Sin embargo, aprendí que esto es más común de lo que creía. Además, un gran porcentaje de niños y niñas con Síndrome de Down nacen con alguna cardiopatía congénita o con patologías asociadas, pero mi hija estaba sana y eso era una buena noticia. Pero al principio eso no me importó.

¿Por qué a mí? ¿Qué hice mal? ¿Qué pasará con ella cuando yo me muera? ¿Será discriminada toda su vida? ¿No irá a la universidad? ¿Será víctima de bullying? A horas de haber nacido, yo parecía un estropajo en el suelo. Nunca antes había llorado tanto. No aceptaba lo que estaba viviendo. Quería despertar y que me dijeran que todo era una pesadilla. Pero ahí en su cuna figuraba una bebé pequeñita e indefensa que me miraba con sus ojos achinados sin entender por qué su mamá no era capaz de tomarla en brazos y besarla con el amor que tantas veces había sentido mientras estaba en la guatita. Y es que, sin darme cuenta, yo cuestionaba al mundo por cómo la iba a tratar, pero me convertí en la primera persona en discriminarla por su condición.

¿Por qué nos asusta tanto el Síndrome de Down? Lo poco y nada que sabía del tema lo había aprendido en el hospital donde trabajo. Soy periodista y muchas veces tuve que escribir historias de familias con hijos e hijas con esta condición. Pero ahora era yo la protagonista y no sabía cómo escribir mi propio relato.

Los primeros días no pude dormir sintiendo ese miedo de todo lo que venía. En la clínica nos llenaron de información, pero yo no entendía nada. Sólo retumbaba en mi cabeza que mi hija no iba a lograr nada de lo que había imaginado, que siempre sería diferente. Y en ese minuto, todo lo diferente lo asociaba a algo negativo y terrible. Me asustaba mirarla, me asustaba imaginarla con sus limitantes, me asustaba pensar qué pasaría cuando saliera a la calle con ella. Así me pasé su primer mes de vida, lamentándome la vida y preguntándome mil veces: ¿por qué a mí?

Cuando estaba en la sala de recuperación después del parto, hablé con mi hermano por teléfono, quien me preguntó cómo estaba. Qué pregunta tan poco atinada, pensé en ese minuto. Y le respondí llorando que me sentía horrible. Al cabo de unas horas, estaba acompañándome en la habitación de la clínica. Apenas llegó, antes de abrazarme, me dijo: ¿y por qué no a ti, acaso tienes tu vida comprada? ¿Qué te hace diferente a otra mujer que también tiene un hijo o hija con Síndrome de Down? Sin duda en ese momento sus palabras me dolieron mucho. Qué insensible, pensé. Me hizo llorar más, porque sentía rabia, impotencia y pena por lo que estaba viviendo, pero con el pasar de los días esa pregunta se transformó en mi esperanza de vida.

Sin duda estos cortos meses han sido intensos y de harto aprendizaje. Han sido el inicio de una nueva vida en la que hemos conocido a nuevas personas, familias que han vivido lo mismo que nosotros y nos han llenado de buenas energías para afrontar todo lo que viene. También hemos descubierto nuestras fortalezas y debilidades. Nuestras familias han estado mucho más pendientes que antes. Mis papás, que los amo con mi vida, han cuidado de mí y de mis niñas. Cuando sentía que moría de pena, ellos estuvieron ahí y siguen estando. Y por sobre todo, mi pareja se ha convertido en mi pilar fundamental. Sin él no podría estar de pie. Si bien la condición de nuestra hija también lo sorprendió, lo ha tomado de una forma muy diferente, viendo el lado positivo de todo. Ha secado mis lágrimas cada día que siento que no puedo, y lucha a diario por derribar tanto mito en torno al Síndrome de Down para darme esperanza de que nuestra hija logrará todo lo que queramos. Ha sido mi complemento perfecto para afrontar uno de los momentos más difíciles, o el más difícil, que he vivido.

Actualmente los días son más movidos. Nuestra rutina parte desde muy temprano entre el jardín infantil de nuestra hija mayor y las terapias de estimulación temprana de la segunda, que involucran kinesiología, fonoaudiología, terapia ocupacional y arteterapia. Como estoy con licencia post natal -la cual puede durar hasta el año cuando uno tiene un hijo o hija con Síndrome de Down-, soy yo quien la lleva, acompañada muchas veces de mi pareja, quien ha podido coordinar en su trabajo para ser partícipe de las terapias de nuestra niña. Nos movemos entre el Centro Down de la UC y Edudown, lugares donde asistimos desde que tiene 20 días. Las personas con Síndrome de Down, al ser más hipotónicas -que significa que no tienen mucha fuerza muscular- necesitan de un trabajo extra para lograr todos los hitos del desarrollo psicomotor, por eso es fundamental la estimulación temprana.

Durante estos casi cuatro meses la pena ha ido pasando. No del todo, pero en gran magnitud. Y mientras me voy acostumbrando a esta nueva vida -caóticamente hermosa-, voy conociendo a mi niña y deslumbrándome con todo lo que nos entrega. Con todos sus avances. Me estoy permitiendo ser feliz a pesar de mis miedos en torno a lo que viene. Y es que nuestra hija vino a ponerle un freno a esa vida apurada que llevaba. Llegó a demostrarme que lo que más queremos, muchas veces, cuesta un poco más conseguirlo. Pero, por sobre todo, vino a romper ese paradigma que te hace sentir que tienes la vida practicamente asegurada.

Fabiola (34) es periodista y mamá de dos niñas.