Hogares sin madres o padres por la pandemia: “Si se muere una madre o un padre, es muy probable que aparezca otra mujer a hacerse cargo de los niños. Pero esa mujer también está viviendo un duelo”

Hogares sin padres



En la madrugada del 7 de abril de 2021, Florencia y Max supieron que su madre no había sobrevivido al Covid-19. Fue su tía Amelia Fernández (39), la más cercana a la familia, quien asumió la ardua tarea de comunicar las noticias luego de que ella misma se enterara a través de un breve y escueto llamado del hospital. Había estado internada una semana y los últimos dos días la situación había empeorado de manera muy vertiginosa, pero aun así, no estaba preparada para recibir ese llamado. Nadie nunca lo está. Eso Amelia lo sabe ahora.

Esos días previos a la muerte de su mamá, Florencia, con tan solo 15 años, se había encargado de coordinar los llamados por FaceTime para que ella y su hermano pudieran al menos escucharla y verla a través de una pantalla durante unos minutos al día. Max, que tiene 9, preguntaba por ella constantemente y no quería asumir –o no lograba procesar del todo– que existía la posibilidad de que no la volvieran a ver. Posibilidad que Florencia, en un afán por imaginar lo peor, ya había asumido y daba por hecho hace rato. Se lo había escuchado decir a las amigas enfermeras de su mamá durante mucho tiempo; todas ellas al trabajar en un hospital estaban mayormente expuestas. Florencia sabía que se podía contagiar y que podía pasar lo peor, y su mayor preocupación –o al menos la que verbalizaba– era saber quién se haría cargo de ellos.

Fue la tía Amelia quien desde entonces se trasladó a la casa donde han vivido toda la vida y quien asumió, sin pensarlo dos veces, la responsabilidad del cuidado. No había un padre presente y no iba a dejar pasar un día en el que los niños se sintieran desamparados. “Esa fue mi misión desde el día uno, pese a que yo también estaba viviendo mi duelo y pese a que no tenía ni la más mínima idea de cómo me las arreglaría para criar a dos adolescentes en un país en el que no hay facilidades ni garantías, ni para ellos ni para los cuidadores”, cuenta.

Amanda (15) y Eloy (12) perdieron a su madre Norma Muñoz Ramírez el 23 de abril de 2020. Desde entonces, la abuela materna fue la que se trasladó a la casa en la que vivieron siempre en Isla Negra y quien asumió, luego de pedirle la custodia legal al padre, el cuidado. A ella se le sumó unos meses después Marcia Muñoz Ramírez (40), tía de los niños y hermana de Norma, quien quería estar presente para ellos, especialmente en edades tan complejas en la que sabía requerirían de mucho apoyo y contención.

Sabía que la muerte de Norma no solo suscitaría pena, incertidumbre, rabia y todas las sensaciones y emociones propias de un duelo, sino que también una total reestructuración tanto familiar como de las dinámicas del hogar. “Eso es lo que pasa cuando muere un progenitor, especialmente una madre; todo se desestructura y hay que repensar los nuevos códigos de convivencia. En este minuto, de hecho, nos estamos rearmando como grupo familiar”, dice Marcia. “El apoyo de la comunidad escolar ha sido fundamental, y los pequeños rituales de memoria también; a Norma la recordamos con mucho amor, desde sus chistes, a través de sus comidas, su ropa y sus objetos que hemos puesto en un lugarcito junto a una foto de ella y una de mi padre, quien también murió hace dos meses. A ambos los llevamos dentro del corazón. Ha sido un periodo muy difícil, pero los niños son resilientes y han encontrado contención y cuidado aquí en la casa y en la comunidad en la que vivimos. Son niños que viven la pena pero se sienten protegidos, y eso hace toda la diferencia”, termina.

Amanda, Eloy, Florencia y Max no son los únicos. Según un balance reciente del Ministerio de Desarrollo Social, al 30 de septiembre del 2021 había 2.787 hogares con niños, niñas y adolescentes que perdieron una madre, un padre o ambos producto de la pandemia, cifra que subió en un 37% respecto a julio de ese mismo año y que corresponde a más de 3.800 niños, niñas o adolescentes, la mayoría –según la Calificación Socioeconómica del Registro Social de Hogares– del sector más vulnerable del país.

Con estas pérdidas –como en todas las muertes, solo que las de la pandemia están marcadas por ciertas particularidades que las vuelven un poco más complejas– los desafíos han sido múltiples, pero el objetivo principal radica en que estos menores no terminen en residencias o instituciones. Así lo explica la Subsecretaria de la niñez, Blanquita Honorato, quien da cuenta de que por lo mismo se pidió la Pensión de Gracia (a finales de enero la Cámara de Diputados aprobó de manera unánime un proyecto de ley que le entrega un monto específico a los menores que hayan perdido a un familiar directo durante la pandemia), pero también por eso se ha puesto en marcha un plan que priorice a estos niños en la oferta disponible de crianza, para que se los considere en programas como Chile Crece Contigo, y en la oferta social, dependiendo de las necesidades de cada familia. “Son tres los ejes que estamos trabajando; uno tiene que ver con el acceso a la pensión de gracia, otro con que sean prioridad al momento de ser considerados en temas de crianza, y por último que sean prioridad en la oferta social, entendiendo que a veces lo que se requiere es un programa de habitabilidad o una pieza nueva. Porque claro, muere una mamá y aparece una tía o una abuela, pero muchas veces no están los recursos para poder hacerse cargo, no tiene que ver con voluntades”, explica la Subsecretaria.

A esto se le suma que en sociedades en las que el cuidado recae automáticamente en la mujer –la Encuesta Longitudinal de Primera Infancia realizado por el Ministerio de Desarrollo Social devela que un 85% de las mujeres cuidan solas y del 15% restante, un 10% cuenta con el apoyo de su mamá o de una tía, es decir de otra mujer–, que muera una madre, además del impacto que puede tener en la salud mental de los cercanos, implica también un gran desequilibrio para la dinámica familiar. “La muerte de una madre es un desbarajuste en términos de cuidado, eso sin duda, pero también que muera el padre es un desbarajuste en el tema económico, y por eso hay que hacerse cargo de ambas cosas. Nosotros consideramos huérfanos a los niños que pierden a una madre, un padre o ambos, precisamente porque asumimos que en un país donde el 75% de las pensiones alimenticias no se pagan, que haya un padre no significa necesariamente que esté presente o que aporte económicamente”, profundiza Honorato.

Como explica Astrid Villouta, psicóloga de la Universidad Católica, terapeuta familiar y de parejas y especialista en trauma, la muerte de un progenitor implica inevitablemente una reestructuración de las dinámicas del hogar en todo sentido. “Probablemente sea otra mujer la que asuma la labor de cuidado, pero es complejo porque esa persona también está viviendo su duelo y tiene que seguir funcionando, rápidamente, por el bien de los niños y por el bienestar general del núcleo”, explica. “Si se muere el padre, en una país con una brecha salarial por género tan grande, de todas formas hay una merma económica. En cualquier caso, hay que adaptarse a una situación dramática y traumática. Toda pérdida lo es, pero estas muertes son muy traumáticas porque ni siquiera se puede cerrar bien con un ritual simbólico de despedida, y porque ni el sistema ni el aparato psíquico individual estaban preparados para esto. Por eso se vuelve tan importante que se pueda reconocer lo que se ha vivido; hay una redistribución de roles, como en cualquier muerte, una merma económica y un grupo viviendo un duelo, con la imposibilidad de despedirse y con una exigencia por volver a funcionar lo más rápido posible. Y como si fuera poco, con el virus acechando y siendo una amenaza constante que no desaparece”.

Eso es, según la especialista, lo que vuelve esta situación aun más compleja; la incesante sensación de que la muerte sigue estando presente y a la vuelta de la esquina, la falta de presencialidad, la carencia de sostén que entregan los jardines o los colegios, por ejemplo, y la falta de clausura. Todo eso contribuye a que el duelo se viva de manera más solitaria, cosa que en ciertas edades más pequeñas puede jugar en contra. “Por eso hay que explicarle a los niños lo que está ocurriendo, paso por paso, ayudarlos a reconocer las sensaciones y emociones que están viviendo, que se sientan cómodos diciendo que les duele la guata (sensación) o que sienten pena y rabia (emociones) y ser sinceros diciendo que sus seres queridos que han perdido no van a volver. Eso es lo violento de la muerte, que es radical”, desarrolla Villouta.

Porque las etapas del duelo, según lo explica la especialista en duelo Elisabeth Kübler-Ross, son justamente la negación, la ira, la negociación, la depresión y finalmente la aceptación. “Cuando la persona integra la realidad de la pérdida, en la etapa final de aceptación, eso no quiere decir que esté feliz necesariamente, pero al menos se despide. Estas cinco etapas son un largo camino y se viven de manera muy distinta dependiendo del contexto, de la realidad socioeconómica, de las redes de apoyo que estén o no presentes, y de las edades. Ciertamente al ser más pequeños hay pensamientos más concretos; si son adolescentes tienen pensamiento abstracto y pueden entender con menor dificultad la realidad de la muerte, de lo absoluto y de lo que no se ve. Aunque de cualquier forma la muerte sigue siendo un fenómeno y su aceptación siempre es difícil”, termina Villouta.

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