Durante mi infancia y adolescencia siempre sentí mayor complicidad con los personajes misteriosos cuyas personalidades no lograba del todo descifrar. Cuando veía, leía o imaginaba a alguien de personalidad marcada y rígida –cuyas reacciones podía predecir fácilmente– en vez de sentir seguridad, mi interés disminuía. Saber qué esperar, en todo momento, era una razón para dejar de indagar.
Y no era porque me veía reflejada. Yo no era una persona misteriosa, como me gustaba pensar. Tampoco era, a esas alturas, una persona con la identidad tan configurada. Era chica y simplemente estaba en búsqueda de mi lugar, y por eso quizás me gustaban los personajes que cargaban con el peso de alguna vivencia anterior. Esas personas, que tenían una historia de vida más bien densa, pero que sabían manejarse a la perfección y transitar por la superficie, se llevaban mi absoluta atención. Y las que, en definitiva, me hacían sentir más cómoda.
Fue así cuando conocí a Mary Lennox, de El jardín secreto, y así también cuando ya de más grande conocí a la trágica Catherine de Jules et Jim (François Truffaut, 1962), que termina cediendo frente a su inminente e insistente tristeza. Estos personajes siempre estaban marcados por una profunda desolación y un aire melancólico. Cuando a los 14 años conocí por primera vez a Holly Golightly, la protagonista de Desayuno en Tiffany's de Truman Capote, aun no la asociaba a Audrey Hepburn, quien la interpretó en la película. Eso vino después. Pero sí recuerdo, de manera un poco difusa, que en mi primera impresión de ella la fui configurando como una mujer hermosa, independiente, sumamente precoz, aventurera y divertida. Pero que a todo eso se le sumaban profundas inquietudes y malestares difíciles de resolver. Holly estaba, pero nunca estaba del todo. Y más bien permanecía en mis recuerdos. Su presencia era fugaz porque estaba constantemente escapando de algo.
En mi cabeza, era parecida a mi mamá. Ella también había tenido –y sigue teniendo– una vida nómade y, hasta la fecha, cuando algo no va bien, su reacción casi espontánea es la de agarrar los bolsos y partir. Holly también tenía esa costumbre; lo había hecho para alejarse de su padrastro siendo adolescente y también lo termina haciendo hacia el final de la novela, cuando decide dejar atrás su vida de alta costura y socialité en Nueva York. Un final que en la película toma un vuelco radical. Al tratarse de una comedia romántica, Holly se queda. En un principio esto no me gustó, porque iba en contra de la concepción, quizás errónea, de independencia que hasta entonces tenía. Independencia era libertad. Y libertad, en mi cabeza, era tener la capacidad de dejar todo y partir. Tal como lo dice Holly cuando explica su desapego a lo material. Pero quizás, lo que yo aun no había entendido, es que la libertad también se encuentra cuando uno decide no irse y enfrentar lo que está viviendo.
Nunca voy a olvidar cuando hace muchos años un pololo le dijo a unos amigos que algún día yo agarraría mis bolsos y me iría, dejando toda nuestra historia atrás. Cuando lo escuché decir eso, la imagen de Holly, y la de mi mamá, se me aparecieron de inmediato. Efectivamente, parte de mí también lo temía. Pero no me fui. Y en cambio permanecí ahí.
Holly tenía esa capacidad de transitar y amoldarse a los espacios que ocupaba. También manifestaba libremente su rechazo al compromiso absoluto con las personas que la rodeaban, pese a que en el día a día interactuara con ellas, con extrema liviandad y espontaneidad. Pero, en realidad, su presencia elusiva daba cuenta que estaba en cualquier otro lado. Su presencia física estaba ahí, pero su esencia quizás estaba, como insinúa Capote al final de la novela, en una figura de madera tallada por una tribu africana, a kilómetros de distancia, en un lugar poco claro y difícil de identificar.