Hace un tiempo salí con un chico casi diez años menor que yo. Estábamos adentro del metro yendo a una exposición y no me acuerdo a raíz de qué me contó que le gustaba mirar a las personas en la calle e imaginarlas en 40 años más; más viejos, más gordos, más gruñones. Le pregunté cómo me imaginaba a mí, pensando que me contestaría lo obvio: más fea, más arrugada, más mañosa. Pero me dijo que me imaginaba sola. En el mismo departamento donde vivo, tomando té, sola. Nos reímos y seguimos el juego, pero esa imagen de mí misma me acompañó no solo el resto del día sino que de la semana. Incluso cuando el chico había pasado a la historia esa imagen me siguió acompañando como un fantasma que de pronto aparece. Algo en esa fotografía imaginaria de mí misma, deambulando en soledad en el mismo espacio en el que hoy escribo, me hizo sentir miedo.

Cuando pienso en el estilo de vida solitario que llevo a mis 33, pienso en algo que busqué y en un camino importante: pienso en mi independencia económica y mental al dejar de depender de mi padre a los 25; pienso en mi búsqueda de individualidad al separarme de una pareja y un proyecto de vida que me hacían muy infeliz a los 28, pienso en asumir mi necesidad de espacio y respetar mi mundo interior al decidir dejar de compartir departamento con amigos a los 30, pienso en el paso de asentar raíces propias y decidir crear mi propio hogar sin esperar a una pareja para hacerlo y correr el riesgo de invertir en un departamento sola a los 31. Pienso en lo importante que es para mí haber logrado, por muy básico que parezca, llevar un hogar, alimentarme de forma decente, ser feliz sola los domingos o que las plantas no se me mueran.  A mis 33, saber que soy capaz de cuidarme sin esperar que nadie lo haga por mí. Pienso en todas las relaciones que dejé atrás porque me hacían daño o no me permitían crecer, en tantos procesos difíciles y trabajos internos y en cómo disfruto estar parada hoy firme donde estoy. Pero basta que alguien me muestre en un espejo la imagen de mí misma como una persona destinada a la soledad para que despierte en mí ese fantasma social que nos atormenta, creo, a todos.

Me pregunto de dónde viene esa angustia y pienso que el miedo de ese reflejo no es más que el enfrentarse a la imagen que la sociedad nos proyecta; que las personas que no tenemos una pareja o hijos estamos solos, incompletos, carentes de algo, que transitamos un camino irremediable de soledad y olvido. Recordé los hombres y mujeres "solos" que rodean mi vida, cuánto entiendo ahora lo admirables que son. Pienso en mi abuela paterna que después de enviudar, que se le muriera una hija y que casi todos sus hijos se fueran al exilio vivió hasta su muerte "sola" en un departamento. Siempre sentí admiración por ella y de su enriquecido mundo interior. Pienso en una de mis mejores amigas quien a sus 40 vive "sola", sin hijos ni pareja, viaja por el mundo, es una gran profesional y es la mujer más libre, guapa e independiente que conozco. Pienso en mi tía, quien después de embarazarse a los 15, haber sido exiliada, y sufrir el suicidio de su marido hoy vive su vida "sola" viajando por el mundo enseñando la meditación. Pienso en mi mejor amigo, quien dejó su trabajo y sus comodidades a los 32 por irse a recorrer "solo" el mundo hasta la China, porque nunca es tarde para hacerlo. Entonces me acuerdo que detrás de nuestra estigmatizada "soledad" existe una decisión y que en esa decisión vibra un poder, una libertad, una fortaleza. Sin importar los fantasmas que aparezcan, lo único que quiero en este momento es honrar y abrazar esa soledad.