I (L) MSN

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Tuve la suerte -o quizás la mala suerte- de que cuando estaba en plena adolescencia Messenger se popularizó en Chile. Y como buena púber, convertí a esta red social en mi refugio. Creo que pasé al menos tres o cuatros años pegada al frente de una pantalla enviando zumbidos, forzando la falta de ortografía para ser bacán y haciendo carrera con mi hermana cuando nos bajábamos de la liebre para reservar el computador.

Recuerdo que si había alguna decisión difícil que tomar en esa época era la de qué nick poner. Esta frase era la carta con la que te presentabas frente al mundo. Un error, te podía costar la vida. En mi cuenta reinaban dos estilos: las emo, que publicaban extractos de Avril Lavigne o Evanescence y las cebollentas que divagaban entre Ricardo Arjona o Luis Fonsi. Yo formaba parte de este último grupo; sin embargo, jamás se me pasó por la mente serle infiel a Arjona. "Acompáñame a estar sola" es el nick que más recuerdo, pero no porque yo quiera, sino porque siempre alguna de mis amigas se encarga de revivirlo para hacerme bullying. Aunque la verdad es que ahora me siento bastante orgullosa de esa frase. Al final, eso era Messenger: una compañía mientras estábamos solos.

Mis primeras conversaciones profundas con el sexo opuesto fueron a través de esta plataforma. Primero empezábamos chateando, después nos llamábamos por audio y cuando ya se generaba un nivel de confianza en el que sentías que la persona que estaba al otro lado de la pantalla era quien mejor te conocía –porque así de intensa es la adolescencia- abríamos la webcam. Los hombres en general nunca tenían problemas para mostrarse, en cambio las mujeres, éramos mucho más resguardadas.

Hasta el día de hoy me acuerdo de cómo era mi cámara. Plateada, de dos piezas y una excelente candidata para el casting de E.T. La verdad es que le tenía un respeto profundo. Tanto así que cada vez que me metía a mi cama, que daba justo al computador, me preocupaba de darla vuelta hacia la pared.  Pero ahora creo que era ella la que me tenía miedo a mí. Su lente tuvo que ser testigo de infinitas sesiones de fotos junto a mis amigas tratando de ser lo que entendíamos por atractivas: torso levemente girado, labios hacia afuera, mentón hacia arriba, mirada penetrante y la infaltable pistola creada con las manos.

A mis 13 conocí al protagonista de mi primera y única ciber relación. Él era cinco años mayor que yo y me agregó a Messenger luego de conversar un par de veces en los recreos del colegio. Con él, podía hablar durante horas sin parar. Pese a que en persona solo nos saludáramos, a través de esta red social nos transformábamos en los solucionadores del mundo. Hablábamos temas profundos, nos cuestionábamos todo. Yo tenía un par de técnicas para que él me saludara. Me conectaba y desconectaba para que le apareciera una pequeña ventana abajo con mi usuario, le enviaba mensajes para luego decirle que me había equivocado de persona o cambiaba mi nick por frases con las que se pudiese sentir aludido. Y cuando lo lograba, no había mejor sensación que escuchar el sonido de la notificación. No me importaba si estaba comiendo con mi familia, hablando por teléfono con alguna amiga –otra de mis actividades favoritas de esa época- o incluso en el baño. Donde estuviese, me mandaba una maratón hacia el computador.

No me acuerdo bien cuándo dejé de usar Messenger. Me imagino que habrá sido un par de años antes de su eliminación, en 2012. Con mi ciber amigo concretamos un par de veces, nos tomamos más de alguna cerveza juntos en la plaza y seguramente nos fuimos por las ramas conversando sobre algún tema en más de una ocasión. Sin embargo, atesoro mucho más los recuerdos de cuando hablábamos a través de una pantalla, cuando chatear era más importante que respirar, (respetando los niveles de dramatismo de la pubertad). En realidad no sé qué tan bueno o malo fue que esta red social estallara en ese momento de mi vida, pero sí creo que al menos me sirvió como herramienta para canalizar mi intensidad.

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