“Cuando empezó la cuarentena, varias de mis amigas me convencieron para que me creara un perfil en Tinder. Nunca me había metido a una aplicación de citas y cedí únicamente porque la idea de elegir las fotos con ellas me parecía entretenida. No pensé que le dedicaría más de cierto tiempo. Es más, podría haber jurado que iba a crear la cuenta, hacer un sondeo rápido solo para reportar que lo había intentado y no abrirla nunca más. No me sentía del todo cómoda con ese tipo de dinámicas, pero no me iba a cerrar sin siquiera darle una oportunidad.
Había terminado una relación larga justo en diciembre del año pasado, tres meses antes de que empezara la pandemia, y mis amigas me habían visto sufrir. Parte de los argumentos que usaron para incentivar mi entrada a Tinder tenían que ver con que abrirme al mundo del coqueteo virtual iba a servir para superar el quiebre. ¿Qué tanto daño podía hacer entregarme a esa posibilidad?
Me hice un perfil, seleccioné fotos discretas –supe que existían reglas para hacer de tu perfil uno más atractivo, pero no llegué tan lejos– y me puse a explorar. No podía creer que en verdad hubiese tanta gente metida en una aplicación de citas y me espanté un poco. Pero decidí darle otra oportunidad. Muchos de ellos, al igual que yo, probablemente estaban ahí por primera vez. Otros me imagino que manejaban la aplicación al derecho y al revés. Independiente del tiempo, la regla que parecía unirnos a todos era una sola. Una que mis amigas me avisaron con anticipación: Tinder es una aplicación de citas casuales, no vas a encontrar al amor de tu vida.
Con esa advertencia en mente, me dispuse a buscar esa supuesta cita casual. Y así fue. Al tercer día hice mi primer match y, para mi sorpresa, la conversación se dio de manera inmediata. Es ridículo pensarlo ahora, pero de verdad pensé que esa persona era todo mi estilo, y cuando además enganchamos en la primera conversación, empecé a fantasear: era demasiada casualidad que le gustara la misma exacta música que a mí, que hubiese estudiado lo mismo y que además estuviera en Tinder solo porque sus amigos lo convencieron que se abriera una cuenta. Toda esa información la procesé como si se tratara de pequeñas señales de algo mayor. Iba hilando una a una esas coincidencias y me fui armando un relato. Era mi persona y no podía creer que nos hubiésemos conocido por Tinder.
Finalmente, luego de tres semanas de conversar todos los días, nos encontramos. Y la cita fue pésima. No hubo química, ni complicidad y tampoco nos reímos de todo lo que nos había causado gracia por mensaje. Si yo no hubiese creado toda una fantasía en mi cabeza, ese era el momento preciso para levantarme e irme. Como lo había hecho otras veces en el pasado. Pero no, decidí quedarme porque por alguna razón creía que realmente podíamos superar este primer obstáculo. Quizás había vergüenza, quizás no era un buen día. De todas formas, estaba dispuesta a averiguarlo. Y así volví a mi casa después de una cita del terror, pero con ganas de seguir indagando en ese vínculo. Y ese fue mi primer error. Guiarme más por la fantasía que había creado que por los hechos.
Insistí más de la cuenta. Y en realidad lo más difícil fue que me seguía mintiendo a mí misma; le decía a mis amigas que tenía claro que se había tratado de un encuentro de una sola vez, pero ya me había ilusionado. Y realmente me creía lo que estaba diciendo hacia fuera, pero ahí estaba, enganchada de una idea y de una persona que ni siquiera conocía. O que había conocido una sola vez.
Sé que suena como una locura, pero pensándolo ahora me doy cuenta que estas aplicaciones –y en realidad todas las dinámicas que nos facilita el mundo virtual– se prestan para este tipo de comportamientos. Inevitablemente, e incluso de manera inconsciente, nos volvemos más pendientes, más ansiosos y forzamos algo que en la vida concreta y material quizás no se habría dado. Sentimos que por el solo hecho de haber tenido una conexión virtual y efímera, el nexo se traduce al mundo material. Pero no necesariamente es así. Y eso es lo que hemos empezado a confundir.
Me permitiría decir que por más que mi relato suena extremo, no creo que sea tan distinto al de muchos otros. Quizás no se genera una idealización con una persona en particular, pero hay una fuerte tendencia hacia las dinámicas poco sanas porque está todo ahí; una sobre exposición, una ansiedad por mostrarse más y ser parte de una competencia virtual, un sobre estímulo y una inmediatez. Y sobre todo, una falsa conexión. Todas cosas que no son propias de la vida cotidiana. Son una fantasía, pero una fantasía con la que estamos coqueteando a diario y constantemente. Por eso, es muy fácil pasarse al otro lado.
Finalmente, después de cuatro meses de intentar establecer un vínculo que realmente no se iba a dar –él por su lado fue cortante desde la primera cita, dejando claro que eso era lo que buscaba y nada más– pude identificar que mi fijación no tenía que ver tanto con él, sino más bien con la carencia de un proceso de revisión y crecimiento personal, que hasta entonces no había tenido. Él fue una creación proyectada de mi imaginación, pero yo tenía que entender por qué me había permitido llegar a ese punto.
Ahora pienso que si hubiese entendido Tinder como lo que es, probablemente no le hubiese depositado tantas expectativas. Pero más que eso, el problema estuvo en que no supe ver que estaba buscando algo más en una aplicación de citas casuales. Lo que yo buscaba claramente no estaba ahí, y para eso lo primordial era asumir lo que estaba buscando.
De hecho, le agradezco a Tinder el haberme dado cuenta de lo importante que es ser transparente respecto a lo que uno quiere, incluso si no es lo esperado. Yo idealicé a alguien que solo quería salir conmigo una vez, y en el fondo eso pasó porque yo no asumí que queríamos cosas distintas. Y no digo que no puedan existir vínculos reales que tengan su origen en una aplicación como esta. Tampoco digo que exista una regla absoluta para todo esto, cada experiencia es distinta. Pero en mi caso terminé atribuyéndole demasiada importancia a una persona que no me iba a poder devolver lo mismo. La verdad es que la única que me iba a poder retribuir lo mismo, era yo. Y me tranquiliza mucho saberlo”.
Silvia Ferreto (35) es profesora de piano.