Paula 1189, Especial Felicidad. Sábado 19 de diciembre de 2015.
Pasó a la historia como "el fotógrafo de la felicidad". Hijo de la alta burguesía francesa de comienzos del siglo pasado, Jacques Henri Lartigue (1894-1986) consagró su vida al capturar los momentos alegres, reflejando el glamour hedonista del ambiente y la época donde le tocó vivir. A los 70 años, en 1964, recién fue reconocido como fotógrafo, cuando una muestra en el MoMA puso en valor la fuerza documental y la experimentación modernista de sus tomas.
Escenas de aviación y carreras de autos; juegos deportivos al aire libre; viajes en barcos; seres guapos y felices en idílicas fiestas de campiña o en elegantes paseos parisinos; mujeres sencuales y glamorosas: desde que tenía 7 años, cuando su padre banquero le regaló la primera cámara de fotos, Jacques Henri Lartigue nunca más paró de coleccionar los momentos y situaciones que complacían su sensibilidad. Lo hizo sin ninguna pretensión profesional, pero con una continuidad y abundancia extraordinarias. Son miles y miles las fotos que sacó en 80 años de práctica ininterrumpida, las que invadieron bodegas y cajones como registros de valor sentimental. Solo en 1964, cuando Lartigue tenía 70 años, su vicio privado se convirtió en archivo público. Ese año apareció un portafolio de sus imágenes en la revista Life y, poco después, el director del departamento de fotografía del MoMA, quien ya lo había fichado, le hizo una muestra que lo dejó inscrito en el panteón de los fotógrafos más célebres del siglo XX.
Más allá de la apreciación sobre su obra, Lartigue es el fotógrafo que más tiempo estuvo en actividad y el más prolífico. Su obra, que donó al estado Francés, está compuesta por 200 mil fotografías, realizadas entre los 7 y los 92 años de edad, cuando murió.
A pesar de la fama, muchos siguen considerándolo un fotógrafo light, porque presenta a la elite de su época totalmente evadida de los conflictos reales, si se considera que sus escenas felices sucedían mientras Europa atravesaba dos terribles guerras mundiales. Pero un estudio más profundo, lo ha revelado como un ícono del espíritu modernista, pues sus imágenes son resultado de una permanente experimentación: probaba velocidades distintas de obturación para lograr efectos de movimiento y estaba al tanto de las revoluciones tecnológicas que le permitieron hacer tempranamente fotos panorámicas, lograr nuevos tipos de encuadres y ser de los primeros en explorar las posibilidades del color.
Jacques Henri Lartigue. Mi prima Bichonnade. 40, Rue Cortambert, París, 1905. Fotografía de J H Lartigue © Ministère de la Culture – France / AAJHL.
Jacques Henri Lartigue.
Jacques Henri Lartigue. Coco. Hendaya, 1934. Fotografía de J.H. Lartigue © Ministère de la Culture – France / AAJHL.
Se sabe, por ejemplo, que a los 17 años se topó con el nuevo invento de los hermanos Lumière, el autocromo estereoscópico, que consistía en unas placas de vidrio que reproducían en color después de un lento proceso, mezclando almidón sobre una película de blanco y negro. En sus diarios está registrado este momento. Lartigue escribe: "Antes, cuando veía un día maravilloso, sentía una especie de fiebre: una mezcla de ansiedad y desesperación. Pero esta mañana tengo placas de autocromo. ¡He instalado mi trípode y mi cámara frente a unos árboles rodeados de la azul neblina y me siento feliz!".
La vida en colores se tituló la exhibición que estuvo hasta finales de agosto en París, en la Maison de la Photographie y fue una de las muestras más exitosas de este año. En ellas se exhibieron sus fotos a color.
En los últimos años se han realizado varias retrospectivas de su trabajo. La última cerró el pasado agosto en la Maison Européenne de la Photographie en París. Martine d'Astier, directora de la fundación que administra ahora su archivo y una de las curadoras de la exhibición, asegura que para el fotógrafo la felicidad no era nada liviano, sino un trabajo. Lartigue vivió 92 años y ella lo conoció en su avanzada vejez. Así narra una escena con él que, confiesa, fue una lección marcadora. "Un día estaba yo muy triste y él, con su habitual encanto, lo detectó y me preguntó: '¿Qué te ocurre, querida Martine?'. Yo le dije que simplemente no era un buen día y él, sentado a mi lado, me explicó que le había llevado mucho tiempo aprender a ser feliz, pero que había sido disciplinado con la felicidad como no lo había sido con ninguna otra cosa. Ese esfuerzo, me dijo, era algo que merecía la pena poner en valor y nunca, ni en los peores días, descuidarlo".