Paula 1202. Sábado 18 de junio de 2016.

La lluvia ha comenzado a caer. Es mediodía y las ramas cargadas de hojas amarillas se mecen con las gotas y el viento. Esa es la vista desde el cuarto piso donde se ubica el departamento de Isabel Araya: un amplio ventanal que mira hacia la calle Napoleón, en Las Condes. Dentro, Isabel Araya, labios rojos y ojos maquillados, vestida con pantalón gris, beatle negro y un colorido pañuelo, habla de manera teatral, poniendo énfasis a las palabras, divertida.

"La expresión oral es para mí una aliada, me despierta el cuerpo y, tal como bailar, embisto expresando y entregando trozos míos", escribe acertadamente en el prefacio de su primer libro, Primeras Reliquias, que se lanza el 30 de junio, donde hilvana pequeñas historias protagonizadas por Dora, su alter ego literario, que son en realidad trozos de su propia vida.

Isabel es asistente social con estudios de Filosofía y este es su debut literario en grande: en 2014 había autoeditado Un ramo de colorido personal en un envoltorio común, libro que contenía ya una parte de lo que trae Primeras Reliquias, que esta vez sale por editorial Hueders. Su lanzamiento como escritora ocurre cuando ella tiene 75 años y por primera vez está viviendo sola: pasó de la casa familiar de infancia al primer marido (el historiador Rafael Gumucio Rivas) y luego al segundo (Marcel Young, ex embajador chileno en Haití), de quien se separó hace seis años.

Hoy no quiero un marido. Nunca más. ¡Mucho trabajo! Muchas cortapisas".

Sin embargo, la literatura siempre la ha rondado. Isabel es hija de escritor –su padre es Enrique Araya, autor de La Luna es mi tierra– y madre de escritor: el mayor de sus cuatro hijos es Rafael Gumucio Araya, quien ha tomado muchas cosas de su madre para construir sus libros; sin ir más lejos, Carmen Prado, la protagonista de la novela Milagro en Haití tiene numerosas coincidencias con ella. "Es un abusador. Yo le digo: '¡no quiero que me uses más para las cosas que escribes!'", alega Isabel, quien tiene otro hijo que escribe: el menor, Salvador Young (nacido de su segundo matrimonio), autor del libro Lo que uno ama. "La literatura es un tema fuerte en esta familia, pero hasta hace poco yo le había hecho el quite", dice.

¿Qué estaba pasando en tu vida que te pusiste a escribir cuando ya tenías 70 años?

En la infancia yo había escrito. Tenía un papá escritor y que quedó viudo muy joven con 8 hijos. Yo tenía 8 años cuando mi mamá murió en el parto. Entonces mi papá, a la manera de los padres de esa época, intentaba tenernos muy resguardados en la casa e inventaba unos concursos con nosotros: de pintura, de escritura. Yo ahí me gané un premio de poesía.

¿Qué premio te ganaste?

Un premio que no me gustó: era un libro de la Gabriela Mistral y me dio ¡terror! Primero que todo: ella parecía casi un hombre. Segundo: yo lo único que quería era tener amores, hijos, porque, además, asumí el papel de mamá en mi familia.

¿Asociaste la poesía con esa figura?

La asocié con la soltería. Mira qué tonta. Muchas veces conversábamos con mi papá, yo le hacía unos comentarios que él me decía: "mijita, tienes que escribir". Yo no quería. Me daba miedo.

"Escribir me dio una libertad muy grande. Repasé mucha vida escribiendo y me di cuenta de que me gusta mi vida", dice Isabel sobre este libro que se gestó bajo la guía de la escritora Guadalupe Santa Cruz, a cuyo taller literario asistió un año y medio.

¿Qué es lo que te daba tanto miedo?

Para mí ser escritor era ser hombre. Acuérdate el tiempo en el que yo nací: 1941. Había unas mujeres audaces, pero yo no era audaz ni quería serlo. Y tenía este eco escritural. Después, bastante después, cuando volví de Haití y me separé de mi segundo marido, en 2010, me puse a escribir.

¿Te separaste al regresar a Chile?

Sí, después de volver de Haití, donde viví seis años. Ya no estaba tan bien la cosa. Llegué aquí y se produjo la separación. Yo caí en un mar de lágrimas; ¡mira la frase hecha! Lloraba y lloraba. Estuve muy mal. Triste. Nunca había estado sola en una casa porque de niña viví con mis hermanos. Después salí de mi casa para casarme. Me fui a España. Tuve hijos. Mefui al exilio. Me separé, me casé de nuevo, tuve dos hijos más. En resumen: nunca estuve sola.

"Todo lo del cuerpo me fascina. No me refiero solo a las relaciones sexuales, me encanta también bailar. Yo de chica tuve una niñera que me cuidó y me decía: 'mi cuerpi'. Entonces, aunque no he tenido tantas experiencias corporales, soy cuerpera".

Pero tus hijos ya son grandes, hace tiempo dejaron la casa materna.

Lo que pasa es que por este factor que yo inventé de ser la mamá de mis hermanos, estaba esta cosa del choclón: mis hermanos llamaban o me venían a ver, porque somos muy unidos. Situación que terminó cuando me separé por segunda vez y comencé la terapia. Ahí me di cuenta de esta cosa rara y que estaba esta dependencia con los hermanos.

¿De qué más te diste cuenta?

Empezó a salir muchas veces el tema de la escritura. Porque a mí siempre me aparecían estas ganas; cuando conversaba salían cosas estupendas pero no las escribían, no las ponía en el papel. Entonces empecé a ir a un taller de lecturas primero, al que sigo yendo. Y de escritura, después.

¿A qué taller de lectura ibas?

Al de la Raquel Olea. Y al de escritura que era el de la Lupe (Guadalupe) Santa Cruz quien murió hace poco de cáncer. La Lupe era de una estrictez y rigurosidad que a mí me aterra; yo no soy así. Y empecé a trabajar con ella. Y de repente la sicóloga me dice: "Isabel yo creo que deberíamos terminar la terapia". Y yo le dije: "¿pero por qué?". Y me respondió: "encuentro que usted está bien, además tiene a la Lupe". Y dije "ya, sigo con la Lupe". Y me puse a escribir.

¿Y qué fuiste encontrando de ti a medida que escribías?

Cambié mucho. Fíjate que mis hermanos se dieron cuenta: notaron un cambio en mi relación con ellos. Los tenía dedicados a venir todos los días a verme. Pero me pasó que estaba con menos ganas de que vinieran. Porque estaba bien sola.

¿Empezaste a disfrutar de estar sola?

Sí. Me di cuenta de que soñaba con estar sola. ¡Mira qué atroz venir a descubrirlo a los 70! Nunca había estado sola. Y me gustó. Además, me dio una libertad muy grande.

¿Escribir te dio libertad?

Mucha. Repasé mucha vida escribiendo y me di cuenta que me gusta mi vida.

EL CUERPO

En el libro hay temas que se repiten. Uno de ellos es el cuerpo. Cuentas, por ejemplo, que de niña te encontrabas gorda. Era gordita. Ahora tengo tanta rabia de haber perdido tiempo en eso. Mi papá tenía un rollo de que algún hijo le saliera tonto, feo. Y le dio conmigo con el cuerpo. ¡Qué tonto mi papá!

¿Qué te decía?

Me decía: "te pareces mucho a tu mamá, físicamente. Eres tan bonita, pero estás gorda". Yo creo que él no quería que se le embarrara esa imagen de mi mamá. Hoy pienso que era mentira que fuera tan bonita y mentira que fuera gorda.

¿Qué hacías con eso que te decía?

Le gritaba: "¡eres como todos los hombres! ¡Un tonto!". La verdad que era un poco gordita en la adolescencia, pero no tanto. Cuando grande fui ¡muy gorda! Cuando llegué al exilio a Francia subí 30 kilos.

¿El exilio te hizo engordar?

Engordé de pena y de las ganas de que todo lo que estaba haciendo me resultara de verdad y no se deshiciera de nuevo.

Isabel se hizo una liposucción en Haití y casi se muere. "Estaba un poquito hiperventilada, sintiéndome regia, feliz. En Haití había mucho hombre alrededor y yo soy coqueta", dice explicando porqué se operó allá.

Explícame eso.

Fue espantoso. En febrero de este año fui a París con mi hijo Rafael y sus dos hijitas; quería pasear a las niñitas en esa ciudad que fue tan importante para nosotros. ¡Y fueron los 15 días horribles! Me ponía a llorar cuando las niñitas se dormían y Rafael se llegó a preocupar. Yo le decía: "Rafael, ¿cómo pude resistir todo lo que viví? Llegar aquí, soportar a esas mierdas de franceses pesados". Es que fue un horror haber sido tan extranjera. Que nadie supiera quién y cómo era yo, que cuando explicaba de dónde venía y cómo era mi papá pensaran que les hablaba de un señor con turbante y un león al lado. Esa sensación de sentirse completamente ajena. Y lo reviví ahora en París, a 42 años de haberme ido exiliada con un hijo en cada mano: Rafael que tenía tres años e Ignacio que tenía dos.

Reviviste en este viaje la sensación del exilio.

Sí, y me sentí igual que los judíos. Me sentí una judía. Reviví el horror del exilio (Isabel militaba en la Izquierda Cristiana, estuvo detenida en la Academia de Guerra, su casa fue allanada tras lo que decidió partir al exilio). Y esa experiencia me lleva a la pérdida de mi mamá a los 8 años: me lanza de nuevo para allá. Estar sola. Esa sensación de orfandad.

¿Reconectarte con esos dolores tiene que ver con que has estado escribiendo sobre tu vida?

Sin duda. Porque comprenderás que cuando llegué al exilio a Francia con dos niños chicos, no tuve un minuto para reflexionar sobre el dolor, para hacer este ejercicio. No pude hacerlo nunca en todos los años que estuvimos allá; volvimos a Chile a finales de 1984. Además, soy una persona que tiene mucha confianza en la palabra. En la oralidad. Y, cuando llegué a Francia pasé a ser muda, porque hablaba poco francés.

En la Francia del exilio estaban tus suegros: Rafael Gumucio y la Marta Rivas, a quien tu hijo Rafael le dedicó un libro completo. ¿Cómo fue tenerla a ella de suegra?

Había sido profesora mía de francés en las Ursulinas. Llegaba con el pelo mojado y usaba un abrigo de piel. Era un personaje. Después la perdí de vista. Pero yo era muy amiga de su hija, la Manuela Gumucio. Y, a los 20 años, empecé a ir a la casa de la Manuela. Me fasciné con la Marta. Yo le caía muy bien. Ella adoraba, además, a su hijo mayor, Rafael, quien fue mi primer marido. Y después, cuando me separé, en 1974, y me retiré del asunto, creo que para ella fue duro.

¿Nunca te lo dijo?

Lo supe y lo entendí. Así lo leo ahora. Sabes que Rafael, mi primer marido, vive en el segundo piso de este edificio. Y viene todos los viernes a tomar té con las nietas aquí.

O sea, tienes una buena relación con tu primer ex marido.

Somos muy amigos. Él me manda todo lo que escribe y escribe mucho. Y yo le comento.

¿Le mostraste lo que escribiste?

Se lo mostré y le gustó.

¿Le mostraste también tus textos a tu hijo Rafael?

Él fue quien, cuando estábamos en la Las Cruces con la Marcela (Fuentealba de editorial Huerders) le dijo: "mi mamá también escribe". Así se gestó la publicación del libro.

Antes de ser escritora, has sido un personaje literario. En el libro de Rafael, Milagro de Haití la protagonista está inspirada en ti y sufre una complicación quirúrgica, como te pasó a ti.

Absolutamente. Yo en Haití estuve en una clínica, muy enferma. Me hice una liposucción pero a la haitiana.

¿Por qué te la hiciste allá?

Porque en uno de los viajes a Haití, en el avión una azafata una vez me dijo: "saque la cartera para que pueda abrocharse el cinturón". Yo no tenía ninguna cartera encima: era mi guata. Y estaba un poquito hiperventilada, sintiéndome regia, feliz. Además, que en Haití había mucho hombre alrededor; hombres que no me interesaban, pero yo soy coqueta. Y justo conocí a una doctora allá y le pregunté si me podía sacar esto. Me dijo que sí. Y me operé.

¿Qué complicación tuviste en la operación?

¡Fue atroz! Yo me había ido a la clínica con la Olivia, mi cocinera, una mujer maravillosa. Ella creyó que me estaba muriendo, porque yo decía: "mamá, no puedo respirar…". Cuando fue mi marido, ella le dijo que estaba muy mal. Me tuvieron que operar de nuevo, porque me habían sacado demasiado y no podía respirar. Después estuve dos meses mal. Sangraba. Estaba decaída.

¿Cómo se resolvió todo?

Llegaron mis hijos menores, Salvador y Mariana, a pasar las vacaciones allá, y les dije: "me vuelvo con ustedes a Chile". Llegué, me bajaron del avión en silla de ruedas. Y cuando Rafael me vio, de solo verme la cara, se dio cuenta de que estaba mal y me llevó a la clínica. Estuve un mes hospitalizada y me tuvieron que volver a operar.

¿Cuándo fue esto?

En 2006. Bueno: pero no me morí y quedé más flaca. Y de ahí en adelante me seguí enflacando sola. Bajé los 30 kilos que subí en el exilio a Francia.

Te preocupa harto el cuerpo.

Todo lo del cuerpo me fascina. No me refiero solo a las relaciones sexuales, me encanta también bailar. Yo de chica tuve una niñera que me cuidó y me decía: "mi cuerpi". Entonces, aunque no he tenido tantas experiencias corporales, soy cuerpera.

¿Eres vanidosa?

¡Mucho! A veces pienso: ¿para qué soy tan coqueta si he tenido tan poco provecho de esa coquetería? He tenido dos hombres: mis dos maridos. El cuento es que me gusta el cuerpo. Me gusta arreglarme. Y bailo estupendo: te juro.

Isabel asegura que le ha gustado mucho ser mamá. Tiene cuatro hijos; los dos mayores son el escritor Rafael Gumucio y el pintor Ignacio Gumucio, con los que aparece en esta foto tomada en París, donde se fue exiliada en 1973.

SIN MARIDO MEJOR

¿El amor de pareja ha sido un tema importante en tu vida?

Sí, mucho. Fui una gran soñadora del amor. Y del amor eterno, único, total.

¿Sigues creyendo en eso?

A ver, de todos mis hermanos hay una sola que se ha casado una sola vez. Creo que estamos viviendo mucho tiempo para creer en el único amor. Y no solamente porque pueda haber más de un amor. Sino porque después del amor puede darse una preferencia por la soledad como opción, como me pasa a mí ahora. Yo no quiero un marido.

¿Por qué no tendrías marido de nuevo?

No, nunca más. ¡Mucho trabajo! Muchas cortapisas.

¿En qué sentido?

En general los hombres son celosos. No solo de que las mujeres amen a otros hombres. Sino de que tengan amor por algo o alguna ocupación que las apasione mucho. Yo he podido escribir ahora que estoy sola. Porque para escribir tienes que ir dentro tuyo y sacar para afuera. Los hombres sienten celos de eso. Creo que muchas mujeres lo han sentido y dicen "mejor que no".

Pero en esos años que estuviste casada, ¿tuviste el impulso o hiciste el intento de escribir?

Muchas veces. Escribí cosas que metí en una bolsa y escondí en lugares tan recónditos que se perdieron.

¿Sigues escribiendo?

Empecé, dejé y ahora voy a seguir. Es sobre la vejez.

¿Para ti es un tema la vejez?

Lo fue por el físico, por la cercanía a la muerte. Ahora nada. Creo es lo que es no más. Y hay hartas sorpresas. Porque fíjate que yo tengo 75 años, hago gimnasia dos veces a la semana y puedo hacer casi todas las cosas físicas que se me ocurren. Bailo en las fiestas. La otra vez fui con una hermana a Buenos Aires y caminamos y caminamos. Y nunca me cansé.