Juan Ignacio Pérez y el cáncer de su pareja: “Uno está en las buenas y en las no tan buenas”

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“Conocí a mi pareja María José Piola (31) en la marcha del millón y medio, en el 2019. Ahí estábamos los dos, exigiendo nuestros derechos y haciendo lo que hacían todos los que asistieron alguna vez a la plaza; marchando, caminando y cada cierto tiempo acelerando el paso para no toparnos con el guanaco. Pero, a un cierto punto, nos detuvimos entre medio del caos, con esas ganas –muy propias de esos días– de compartir y verbalizar la experiencia, y así de manera natural nos empezamos a contar de dónde veníamos y nuestras opiniones respecto a lo que estábamos viviendo. Compartimos nuestros contactos y seguimos hablando. Después de una mes de conversaciones remotas, nos volvimos a juntar.

Fue en noviembre del año pasado, justo un par de meses después de que nos fuéramos a vivir juntos, que ella se enteró que tenía cáncer de mama. Se había sentido una anomalía en la pechuga, pero varios ginecólogos le habían dicho que no se trataba de nada grave y que todavía no estaba en edad para hacerse la mamografía. Aun así, ella sentía que algo iba mal. Había tenido un sueño, que no dimensionó al principio pero que luego identificó como premonitorio, en el que ella amamantaba pero la leche que salía de su pechuga era oscura. Siguió buscando y finalmente dio con un ginecólogo que le hizo la mamografía con contraste. Ahí supo que tenía un tumor. Justo por ese entonces estaba terminando su carrera de enfermería y, desde que empezó la pandemia, trabajando como TENS a domicilio. Fue una de sus pacientes, de hecho, la que le advirtió que si se había sentido una anomalía, que no la dejara pasar por ningún motivo.

Ya teniendo los resultados de la mamografía, y con este último ginecólogo, se hizo una biopsia para confirmar. Con esos resultados en mano le dijeron que tenía que empezar el tratamiento lo antes posible y un comité de especialistas definió que consistiría en seis sesiones de quimio y tres medicamentos, dos de los cuales fueron suministrados por un catéter.

El día antes de la segunda quimio le corté el pelo. Estaban su mamá y su hermano y todos estábamos con un nudo en la garganta, pero nadie lloró. Ese acto fue muy fuerte; imagínate que si para todos es difícil el tema del pelo, para una mujer, en una cultura en la que se enseña que el pelo es símbolo y determinante de la femineidad, lo es más aun. Por mi lado, traté de ponerle humor a la situación; le fui cortando el pelo de a poco, pasando por varios estilos. Primero le hice el corte ‘a lo Vidal’, y de ahí seguí. Todos nos mirábamos con pena pero logramos contenernos.

Es más o menos eso lo que he tratado de hacer todo este tiempo, acompañarla pero también asegurarme de que siga habiendo, dentro de lo posible, goce, placer y humor. Aunque también a veces tengo que ser duro, porque claro, los amigos vienen, dan aliento, conversan unas horas y después se van. Pero soy yo el que está acá siempre y a veces no me queda otra que decirle ‘sigamos, no podemos flaquear’, especialmente en momentos en los que, después de un proceso tan largo, no le quedan fuerzas. Y es que aunque la quimio nunca la debilitó del todo, casi siempre pudo pararse y hacer cosas, también hubo niveles de agotamiento y frustración muy altos. Después de tanto tiempo, tantos medicamentos, no quedan ganas, y ahí es cuando tengo que ser firme y decirle ‘no nos podemos detener’. A lo que ella me responde, ‘no eres tu el que está enfermo, soy yo’. Y es verdad, yo no puedo ni llegar a imaginar lo que es tener cáncer, pero esto es algo que nos afecta a todos. Todos en su entorno lo estamos sintiendo de alguna u otra forma, todos tenemos dolencias. Ella está enferma, pero que no piense que nosotros a su alrededor no lo estamos sintiendo.

Además que la pena vino después, como con un efecto tardío. Cuando recién nos enteramos que tenía cáncer de mama creo que los dos fuimos súper rápidos en bloquear las emociones y negar la tristeza o el miedo que se asomaba. No nos dio el tiempo para sentirlos, o más bien bloqueamos para poder tener la fuerza que se requiere para actuar lo más rápido posible, cual mecanismo de defensa. Había que atinar. La pena, entonces, vino después, durante el proceso, cuando se le cayó el pelo, cuando estaba cansada. Casi siempre se levantó, pero habían días en los que estaba en cama, sentía mucho dolor de estomago y sangraba de la nariz, cosa que nunca antes le había pasado. Yo me preocupaba de estar ahí en casa, llevarle desayuno, trabajar, hacer mis cosas, después ordenar el almuerzo y la comida. Y nunca dudé porque, en el fondo, esta es una decisión que tomé. Claro, uno podría decir que no llevábamos tanto tiempo, pero para mí no fue para nada difícil tomar esta decisión. Uno es pareja en las buenas y en las no tan buenas, y así fue. Nunca pasó por mi mente que fuera de otra forma. Quería estar acá con ella y una enfermedad no va a ser impedimento de eso. Si la relación se termina, que sea por otra cosa.

Hace unos días fuimos al doctor y los resultados de la biopsia arrojaron que ya no queda cáncer. Aun no termina su tratamiento, porque faltan las radioterapias, que son menos invasivas, y un medicamento. Ella está contenta pero con los pies en la tierra, porque sabe que aun no se ha terminado. Y es que este proceso es uno que abre muchas reflexiones. Creo que lo primero que surge es la pregunta ‘¿por qué a mí?’, que es súper difícil de responder, pero de ahí rápidamente vienen las otras. En su caso, fueron; ¿cómo puedo ayudar al resto?, ¿qué reflexiones saco? y ¿qué puedo hacer de esta enfermedad? Ella que estaba estudiando para ser enfermera, ahora le llama la atención seguir en el área oncológica, para poder compartir y ayudar desde su propia experiencia. Y es que casi siempre es así, uno parte pensando en uno mismo y después en cómo ayudar al resto”.

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