Más que integrar una retórica, los recursos formales del cuento son uno de los principales modos en que la mente procesa la realidad. Organizar sucesos de manera compacta y al mismo tiempo analítica; reconocer el carácter de alguien o de algo a través de unos cuantos gestos (una empresa que se debe en gran medida a las neuronas espejo); unir mediante elipsis eventos relacionados entre sí pero distantes en el tiempo; asimilar a una estructura lógica pensamientos aparentemente aislados; y, sobre todo, construir un lenguaje particular –uno que usaremos una y otra vez de la misma manera, incluso si se trata de un relato oral actualizado varias veces frente a auditorios distintos– para hacer inteligibles nuestras emociones, nuestros traumas, nuestro sentimiento de la risa: eso y no otra cosa es, nos ha dicho la poética cognitiva, lo que le permite a los seres humanos crear su memoria individual. Y estos procesos neurobiológicos son, al mismo tiempo, las principales herramientas narratológicas que debe dominar un buen cuentista.
Tal vez a esta empatía entre pensamiento y ficción se deba el hecho de que el cuento sea practicado por millones de personas, independientemente de si se trata o no de escritores profesionales. Sin embargo, la literatura demanda un alto grado de refinamiento estructural y lingüístico: es relativamente fácil contar una buena anécdota, pero escribir un buen cuento no lo es tanto. Un cuentista ha de ser, más que un lírico arrebatado, un concienzudo relojero; uno de esos escritores que están dispuestos a remangarse la camisa para meter las manos en el grasoso motor de una historia hasta dejarlaperfectamente afinada. A veces, un solo autor logra compilar una amplia colección de relatos maravillosos. Pero a veces, también, basta con que alguien escriba un solo cuento extraordinario para que sea digno de nuestra admiración y agradecimiento. Por eso las revistas especializadas en el género (pienso en la legendariaEl Cuento, publicada en México por Edmundo Valadés) tuvieron una larga vida, y aunque actualmente se han extinguido casi en su totalidad, tienen su contraparte en algunas revistas contemporáneas que continúan honrando la tradición de sorprendernos con relatos breves desde sus páginas.
El concurso de cuentos de la revista Paula es uno de los bastiones latinoamericanos de dicha tradición. No solo ha premiado a algunas de las voces más representativas de la narrativa chilena actual –pienso en Diego Zúñiga o Álvaro Bisama–, sino que cumple la función de seguir revelando, año con año, nuevos autores y, lo más importante: nuevas y extraordinarias piezas de este género.
Los once cuentos que integran el presente volumen –un ganador y diez finalistas– orbitan en torno de tres temas principales que, curiosamente, predominaron en la mayor parte de los cuentos enviados a concurso: una experimentación que trata al lenguaje (al lenguaje y no a los personajes o a las situaciones) como trasunto fantástico; una exploración opresiva y en ocasiones violenta de la vida cotidiana, con particular énfasis en el erotismo y el tema familiar; y un ejercicio de post-memoria en torno a la dictadura, abordada esta última no como tema central sino como telón de fondo de historias intimistas o vinculadas al territorio de la microhistoria.
Un buen ejemplo del tercer tipo de relato son textos como "Tatuajes" o "La experiencia formativa". En el primero, las huellas de la memoria impiden que los personajes se re-escriban a sí mismos del todo, confinándolos a una suerte de catatonia emocional; en el segundo, un aire de amenaza atraviesa una pequeña comuna mitad-jipi-mitad-amish que vive su propio confinamiento social mientras ve pasar de reojo el gobierno militar. El segundo tipo de relato –el intimista violento– me parece el más ampliamente representado en la muestra, en cuentos como "Quiltras" (la historia de dos amigas que se unen y separan entre la pre-adolescencia y la juventud con una gran tensión sexual de fondo, como en los mejores relatos de iniciación de José Emilio Pacheco), "Puertas adentro" (otra narración de erotismo y desengaño tempranos), "Los mapas de mi padre", "La fuerza del mundo" y "Hienas". El cuento "Los tigres", por su parte, dialoga lo mismo con esta lectura intimista del mundo que con una peculiar experimentación, casi fársica, de la voz narrativa. Más experimental es el lenguaje con el que fue escrito "En pedazos", un texto en el que la forma aparentemente deshilvanada del discurso funciona como metonimia del hecho que se cuenta. Y todavía más lo es "Fantasmas", narración en la que el propio lenguaje –en su sentido material– es encarado/encarnado como si fuera un monstruo.
Tal vez lo que le ha dado un sitio especial en este libro al cuento ganador ("Todos los pasos", de Federico Zurita) sea, además por supuesto de su buena prosa, el hecho de que combina todas las tensiones narrativas anteriores, y lo hace con solvencia singular: es un relato intimista y amenazante, una arriesgada aproximación a las posibilidades retóricas de la post-memoria y un ejercicio fantasmático que transforma al tiempo en personaje ubicuo por medio del lenguaje. Es una de las lecturas más gratificantes que me fueron deparadas este año, y tengo que confesar que el acuerdo entre los jurados para seleccionarlo como ganador no fue muydifícil.
Los once cuentos de este libro son testimonio del buen momento por el que atraviesa la narrativa chilena actual. Pero son, sobre todo, un regalo para quienes amamos el cuento independientemente de su ubicación dentro de ese gran cuadro sinóptico llamado La Literatura: son oportunidades particulares para amoblar un poco más esa modalidad del pensamiento que significa narrar (o actualizar mediante la lectura la narración de) una historia. Aquí termina el discurso y empieza la mente.
Valle de Zapalinamé, diciembre de 2014