La psicoterapeuta Juliet Rosenfeld (52) cree que hay un punto de inflexión entre vivir para siempre cegados por la pena de nuestros duelos o iniciar un camino con los pies en la realidad. Éstos pueden ir desde la pérdida de un ser querido, de un trabajo, un hogar, una amistad, una relación de pareja o, incluso, de nuestra propia identidad. El camino que conllevan esas tristezas es lo que la psicóloga del UK Council Of Psychotherapy y autora del libro The State Of Disbelief (El Estado de Incredulidad), publicado a principios de 2020, se ha dedicado a estudiar durante los últimos cinco años, después de que su marido muriera de cáncer al pulmón.
Rosenfeld cuenta que su pérdida provocó en ella un trauma que no le permitía pensar en ninguna otra cosa desde que se levantaba. Se volvió una persona con vértigo, inestable, y la pena comenzó a hundirla en una especie de mausoleo. Al tercer día, se sentó en el diván de su terapeuta en busca de consuelo, pero se dio cuenta de que “no necesitaba que alguien me dijera cómo descubrir lo que me estaba pasando, porque tenía demasiado claro que mi dolor era un agobio inaguantable por su ausencia”, dice desde Londres. “Yo no tenía que encontrar el origen de mi pena, de hecho, tenía toda claridad de saberlo, pero no quería aceptarlo”. Ese fue el momento en que decidió averiguar si es que existía un límite que separara el duelo –y la pena que éste involucra–, de un luto mientras se da la aceptación y, finalmente, la transición a una nueva vida. O sea, de saber si las cosas algún día mejorarían.
Lo que encontró no es una fórmula, pero sí una mirada a las decisiones que se pueden ir escogiendo para tomar el camino después de una pérdida importante. También hay una diferencia entre si el duelo que estamos teniendo es frente a un acontecimiento definitivo o temporal, pero en ambas Juliet habla de “trabajar las formas en las que estamos tratando de escapar de nuestras pérdidas, siendo incrédulos frente a ellas, porque luego nos daremos cuenta de la importancia de dejar de vivir en ese pequeño resquicio de esperanza que nos dice que podremos volver atrás, porque no es así. Eso a la larga, reconforta, y es el principio para recordar que uno sigue estando vivo, en un mundo que todavía tiene cosas que darte”.
Aferrarse hasta lo último es normal
“Cuando uno tiene una experiencia traumática como la muerte de un ser querido o cualquier tipo de trauma, el procesamiento que tiene que hacer el cerebro para aceptar esa realidad es demasiado grande, y dejar entrar a nuestra mente la “des-materialización” física, social y afectiva de un ser humano al que le tomaste la mano o con el que compartiste tu cama, no deja espacio para nada más, porque es casi imposible de digerir. Pensaba en él desde el momento en que habría los ojos de forma inaguantable y no podía asimilar el hecho de no verle más. Por eso comencé a escribir.
Tres días después de que Andrew muriera, sentí que además de no poder creer que esto me estuviese pasando a mí, el único compromiso que me sentía físicamente capaz de cumplir era escribir, pero porque eso me aferraba a él también. Sentía como su compañía cobraba vida en los recuerdos de nuestra historia plasmada en el papel y en su ausencia esa era la única alternativa de continuar mi relación con él, de acceder a su presencia.
Mientras escribía, también leía a Freud. Creo que su idea sobre la condición humana es muy acertada, y una de las cosas que dice –y que cito en mi libro– es que la esencia de una pérdida tiene dos etapas: la primera es el duelo, donde el dolor es terrible y secuestra a tu mente, te satura y hunde. Cualquier otra cosa que pase a tu alrededor pasará volando por tus pensamientos, impidiendo que puedas soltar. Luego, hay una transformación, que se da cuando uno cae en cuenta de que la persona se ha ido, y se ha ido para siempre. Si aplicamos eso a otro tipo de pérdidas traumáticas, podemos pensar que el proceso está vinculado por la concepción social que tenemos de cómo enfrentarnos a esta pena profunda”.
Varios baldes de agua tibia
“Uno de los problemas que hay en la forma en que vivimos los duelos, es que siempre lo hacemos con un positivismo que nos dice que nos volveremos “más fuertes”, y que somos seres resilientes. Yo no creo que me haya convertido en una persona más dura después de mi luto. Si uno quiere vivir, uno tiene que encontrar la forma de transformar esa pena negra para comenzar a vivir de nuevo, y ese no es un proceso de “fortaleza”, es de supervivencia.
Pero ojo, porque es verdad que después de todo, sí se puede volver a ser feliz. Tuve mucha suerte de tener un trabajo que de verdad me gustaba, que me demandaba tiempo y me permitía distraerme, junto con un gran apoyo de mi familia y mis amigos, descubrí que quizás el factor más controversial y poco poético era el más sanador: olvidar, algo que inevitablemente, pasa de a poco y cautelosamente con el tiempo. Comienzas por los detalles, los olores de la persona, el calor de su mano sobre la tuya o cómo se sentían sus besos, incluso el sonido de su voz. Todas cosas que cuesta mucho dejar ir, pero que de quedarse para siempre, sería demasiado doloroso.
Eso no significa que mis recuerdos de él no sean firmes, solo que son cada vez más simbólicos, porque él está muerto. Descubrirlo, me enseñó también a usar el lenguaje correcto para asimilar la realidad. Siempre hablamos sobre “perder a un ser querido” o alguien que “pasó a mejor vida”, pero la realidad es que murieron. Ahí te das cuenta de que tienes que vivir contigo misma. Eso pasa con muchas de las pérdidas que tenemos en vida también, sobre todo en las relaciones afectivas.
El estar por nuestra cuenta es una habilidad que se toma con mucho trabajo, pero también es una decisión que involucra la forma en la que nos referimos a la situación, algo que también se puede enseñar desde pequeños. De hecho, cuando pierdes algo o a alguien, se genera una especie de catapulta de vuelta a la niñez, donde no quieres estar solo en tu pieza por la noche, pero tienes que aprender a estarlo, porque sino no podrás estar listo para crecer. Si no les enseñáramos eso a los niños, no lo lograrían, lo mismo pasa con nuestra forma de enfrentarnos a la realidad: debe ser un proceso, pero debe sí o sí culminar en que comencemos a vivir con lo que está en nuestro presente”.
Lo que tenemos en vida es una pena temporal
“Los duelos que nos haya dejado la pandemia durante el 2020, y que no remitan necesariamente a la muerte, son previsionales, por lo que es muy importante que recordemos que no siempre estaremos así. Las personas se sienten perdidas o que se perdieron incluso a sí mismas y eso es difícil de articular en la mente, pero a diferencia de la muerte, en algún momento tendrá una solución, una vacuna por ejemplo, y para eso también hay que enfrentar un periodo de espera.
Si lo que perdimos sigue existiendo, tenemos que tratar de encontrar una proporción y estar muy conscientes de lo que estamos viviendo en nuestra mente. También existe un encuentro entre las penas permanentes y transitorias y es que éstas pueden combatirse conversando con personas que quieren escucharnos. El valor de las conversaciones ordinarias es gigantesco. Aprendí que hacer una llamada para conectar con otra persona o hacer el tiempo para hablar de lo que nos pasa es una buena manera de llevar un proceso que puede ser largo, pero que culminará en algo mejor.
Ahí está la decisión: quedarse deseando que todo hubiese sido diferente o vivir en la realidad. Hacer esa confrontación es mucho más reconfortante si es en compañía, y eso se puede hacer incluso sin un terapeuta. Romper ese individualismo al que estamos acostumbrados donde la gente se cierra y no comparte nada también es algo creativo, tiene muchas maneras de lograrse, como para mí, que escribir y compartir mi experiencia me recordó que yo todavía estaba viva. Si dejamos de evadir el hecho de que los duelos efectivamente existen –y también, evolucionan–, nos ayudará a darnos cuente que tenemos que tomar acción en ellos para estar bien y que para eso tenemos disponible el tiempo que necesitemos.”