En Okinawa, Japón, existe una tradición centenaria que consiste en agrupar a cuatro o cinco niños vecinos, hacerlos interactuar y, si se llevan bien, comprometerlos de por vida. Este grupo, forjado por un acuerdo tácito entre los integrantes y sus familias, se llama moai, y su propósito original era crear redes de apoyo económico en las aldeas; los recursos de uno pasaban a ser los del otro y servían para financiar proyectos colectivos que beneficiarían a todos. Con el tiempo, los moai fueron adquiriendo un nuevo significado y pasaron a ser una suerte de red de apoyo y segunda familia incondicional. Actualmente, cada uno de los habitantes de Okinawa forma parte de su respectivo moai y sabe que, de necesitarlo, puede recurrir a este grupo de amigos, -que se reúne sagradamente a hablar y compartir consejos- para obtener apoyo social, financiero, de salud o espiritual.
Okinawa es una de las denominadas "zonas azules" del mundo, áreas cuya expectativa de vida supera los 100 años. Y la tradición del moai -según las investigaciones de Dan Buettner, explorador miembro de National Geographic y escritor del New York Times que se ha dedicado a investigar estas regiones- es uno de los principales factores de la longevidad del pueblo. Estas "zonas azules", según Buettner, comparten y se benefician de ciertas costumbres, hábitos y prácticas que están directamente relacionados al aumento de la longevidad, la salud y el bienestar general. Y, a su vez, a la disminución de enfermedades crónicas como el Alzhéimer, el cáncer y la depresión. Mantener relaciones amistosas es una de esas prácticas.
La idea que establece que las amistades son vitales ha rondado el imaginario colectivo desde siempre. No es casualidad que haya protagonizado innumerables series, películas y canciones. Pero ahora, además, está comprobado científicamente: tener buenos amigos -y buenos vínculos afectivos- es clave para nuestro bienestar físico y psicológico. Y en esta época de individualismo exacerbado, en que la tendencia ha sido que los cercos de las casas se vuelvan cada vez más altos, estábamos perdiendo esa noción. ¿Qué pasó con la vida de barrio? ¿En qué minuto dejamos de interesarnos en el otro? ¿Y por qué creímos que solos íbamos a poder estar mejor -o ser más exitosos, si es que ese era el fin- que en comunidad?
Los seres humanos somos gregarios. Eso ya es sabido. Y desde que nacemos dependemos del otro para sobrevivir y sentirnos seguros. El sistema de apego que vamos desarrollando funciona así: nuestro primer vínculo es con los padres. Son ellos quienes marcan las pautas. Luego, en la adolescencia, tomamos distancia del núcleo familiar y nuestros referentes pasan a ser los amigos. En esta etapa la integración con los grupos de pares es fundamental para desarrollar nuestra identidad y, por lo mismo, como explica la docente de la Escuela de Psicología de la Pontificia Universidad Católica e investigadora MIDAP, Diana Rivera, tiene una función instrumental y de estatus. A medida que crecemos vamos depositando nuestra afectividad en la pareja y luego, en edades avanzadas, cuando la familia cercana se reduce, volvemos a la amistad. "La amistad cumple funciones distintas en las diferentes etapas de nuestras vidas, pero es fundamental siempre. Porque, además de ser el único vínculo -junto con la pareja- que elegimos, implica un intercambio de afecto, información, bienes y ayuda. Y eso es clave para bajar los niveles de alerta y temor, que generan un desgaste importante en el sistema nervioso", dice.
En un estudio dirigido en 2017 por William J. Chopik, doctor en Psicología de la Universidad de Míchigan, en el que se entrevistó a 271.053 adultos, se reveló que valorar las amistades estaba directamente relacionado con un mejor funcionamiento físico y mental, especialmente en los adultos mayores, mientras que valorar las relaciones familiares ejercía una influencia estática en la salud a lo largo de la vida. En la segunda parte de ese mismo estudio, que incluyó un análisis longitudinal a 7.481 adultos mayores, se estableció un vínculo directo entre los que mantenían relaciones tensas con sus amistades y ciertas enfermedades crónicas. Aquellos que contaban con el apoyo de los cónyuges, hijos y amigos, en cambio, tenían mejores predicciones por un mayor bienestar subjetivo.
El psicólogo y académico de la Universidad Adolfo Ibáñez Cristóbal Hernández lo explica así: "Participar de grupos de amigos en los que podamos ser espontáneos y libres nos hace sentir seguros y eso, a su vez, se traduce en un bienestar emocional. Para entenderlo, planteemos lo contrario: establecer relaciones interpersonales de mala calidad, que nos mantengan en un estado de constante alerta, genera estrés. Y el estrés está asociado a respuestas inflamatorias en el cuerpo que producen enfermedades vasculares y ciertos tipos de cáncer.
Si bien no hemos podido establecer el lazo directo entre morirse antes y estar solos o mal acompañados, sabemos que los vínculos negativos están asociados a la mortalidad tal como lo están la obesidad y el consumo de alcohol". Y es que, en definitiva, cuando tus amistades te hunden, ese sentimiento genera una alta carga de estrés y una inviabilidad social. Si estamos rodeados de personas que nos alientan y se preocupan de nuestro bienestar, estamos menos alerta y menos ansiosos. Así de simple.
"Antiguamente el vecino era visible y reinaba la percepción de que se obtenían más beneficios estableciendo vínculos. Eso se fue perdiendo por un modelo social-económico de desarrollo que privilegia el trabajo individual. Un modelo en el que cada uno vela por sí mismo. Y entonces el otro se volvió anónimo. Ahora nos hemos dado cuenta de la falla de ese modelo y queremos volver a recuperar las relaciones interpersonales", explica Diana Rivera. "Si nos fijamos en los países desarrollados, todo lo que tiene que ver con la recreación colectiva y los espacios públicos es clave, porque se ha entendido que el estado de bienestar siempre es compartido. No es casualidad, entonces, que en este tiempo de crisis social se busca volver a la vida en comunidad. Ejemplo de esto son los cabildos y juntas vecinales. Porque en definitiva, cuando tienes la seguridad y tranquilidad de pertenecer a un grupo que vela por tu bienestar, todo tu sistema hormonal nervioso se regula", dice.
Pareciera ser que recién volvimos a entender que pertenecer a un grupo de personas que nos sostengan y que nosotros sostengamos, de manera altruista, es una condición fundamental de la vida en sociedad. Y que las malas relaciones son, efectivamente, estresores crónicos. "Estamos volviendo a valorar las relaciones interpersonales porque nos dimos cuenta de que son parte del tejido social que nos soporta y que no estábamos cuidando", dice Hernández. Diana Rivera concuerda con eso: "Nos habíamos olvidado que lo que les pasa a los demás también nos afecta. Todos los días tenemos la oportunidad de relacionarnos con un otro. Y si optamos por vincularnos, ese pequeño acto puede generarnos un mayor bienestar".