Sensaciones

Siento –parafraseando el comienzo del cuento El aleph, de Borges– que el universo se niega a olvidar a Angélica Pérez. Verónica Muñoz, la secretaria de Milan Ivelic, director del Museo Nacional de Bellas Artes, llama de tanto en tanto al Ministerio del Interior, institución que reunió toda la información dispersa de la Onemi y las policías, para comprobar, una vez más, que Angélica aún no aparece en las listas oficiales de las víctimas y desaparecidos del terremoto.

El frecuente llamado, a estas alturas, es una constatación del cruel despelote.

Paula Fiamma, la periodista que hoy ocupa su escritorio en el departamento de Comunicaciones del museo, cada vez que enciende su PC ve aparecer su nombre en el protector de pantalla: Angélica. Cada vez que alguien marca o recibe un llamado del anexo 07 aparece nuevamente Angélica en los intercomunicadores.

En su oficina, en el primer subterráneo del museo, Angélica mantuvo todo el año pasado un afiche de Condorito, náufrago en el mar, aferrado a una tapa de wáter. Un recuerdo de la exposición Exijo una explicación, 200 años de narración gráfica, por la que ella apostó y que le abrió las puertas del museo por primera vez en su historia a los dibujantes de cómics.

–Me fascina ese mono– decía Angélica cuando le preguntaban por

el afiche. Nadie vio en él una señal.

"Su ausencia se siente cada día", dice lacónicamente Milan Ivelic. A la semana de la búsqueda, mandó a guardar el afiche.

Coincidencias

Justo hace 10 años, en Barcelona, mientras Angélica estudiaba un doctorado en Artes, realizó una performance que la introdujo en el mundo artístico nacional: un vestido hecho de bolsitas de té con el que se zambulló en una gran tina con agua tibia para disolverse en una infusión. Acción de sumergir fue el título que Angélica escogió.

Hechos

–Eran las 4:30 de la madrugada cuando, sin mediar temblor ni nada, la cama comenzó a moverse de un modo extraño– dice Juan Cristóbal Sotomayor, pololo de Angélica. Puse un pie en el suelo y el agua me llegaba a los tobillos. Era salada. En ese mismo instante una ola rompió las paredes y ventanas y la cabaña se llenó súbitamente de agua. Grité hacia la pieza:

–¡Chica, chica, levántate!

Y oí que me decía que iba a buscar la mochila. Le grité de nuevo:

–Deja todo, sal así nomás, sal… sal.

Estaban en El Palillo, la playa turística de Juan Fernández, a un kilómetro y medio del pueblo, lejos del gong y de toda la gente que oyó el aviso y se salvó.

Era una hora después del terremoto. La primera autoridad llegaba a la Onemi. Todo Chile estaba a oscuras. La gente de Dichato estaba arriba del cerro, la de Constitución saliendo de cualquier modo de Isla Riesco, en Concepción el edificio había terminado de caer y en el centro de Talcahuano había saqueos en medio del apagón.

–A oscuras, en la cabaña el agua me cubrió entero, hasta la cabeza.

Floté. La casa empezó a girar y a moverse como un tagadá. Todos los enseres daban vuelta y me arañaban el cuerpo y la cabeza. Bajaba y subía. A veces podía respirar, de pronto se llenaba de agua de nuevo. La casa daba vueltas, chocaba contra cosas grandes, árboles, casas, no sé. Pasó mucho rato y de pronto encontré una rendija. Por un recoveco, salí hacia fuera. Me aferré a las latas del techo, donde me encaramé como pude.

Apenas veía. La casa estaba en medio de un inmenso remolino. Gritó de nuevo, pensando que Angélica había salido por alguna parte.

–¡¡Chicaaaa!! ¡Angélicaaaa! El techo comenzó a inclinarse, la casa se hundía–. Chica, sálvate –pensé– y, a duras penas, salté al mar.

Seis personas permanecen aún sin ser encontradas en la isla Juan Fernández. Curiosamente, los dos casos más divulgados, Angélica Pérez y Joaquín Ortiz -El Puntito, de 8 años-, aún no aparecen en el conteo oficial de víctimas ni desaparecidos.

Pruebas

Carolina Pérez, su hermana mayor, está escribiendo, justo el 27 de mayo, una mini biografía de Angélica, con datos y recortes de diario. Quiere que, con ella, un abogado logre convencer a un juez de que su hermana efectivamente está entre los desaparecidos y se declare su muerte presunta al cumplirse los 90 días que pide la nueva ley.

Olimpia Germain, la madre, apenas puede hablar del tema, se quiebra cada pocas frases. Prefiere pasear a sus nietas para desahogarse. Guillermo Pérez Freire, el padre, se mantiene aún más al margen. La vida ha maltratado de tal modo a esta familia que, pese a cualquier diferencia, es fácil reconocerse en ella. Cuesta esquivar el sentimentalismo.

Carolina lee una cita de un recorte de diario, adjunto en la biografía para acreditar la muerte de Angélica:

–El ministro de Educación, Joaquín Lavín, en visita a Juan Fernández junto al Presidente, citó su nombre en un homenaje como funcionaria del Ministerio de Educación.

De hecho, los empleados del museo dependen de Educación. Angélica llevaba cinco años como asistente del director Milan Ivelic en un puesto que todos reconocen como clave. Su desaparición los dejó en jaque.

–Casi jaque mate –dice Ivelic–. No sé si era mi brazo derecho o izquierdo; Angélica es simplemente irreemplazable, por su forma de trabajar y como persona.

Hacía el trabajo de cuatro personas. Hablaba cinco idiomas. Además de coordinar buena parte de las exposiciones anuales, había tomado algunas de las relaciones internacionales del museo –había viajado a China y Holanda recientemente–. Antes, por su cuenta, a la India. Se autonombró encargada de prensa, sin sueldo ni bono cuando se dio cuenta de que no había recursos para un periodista (ésta es la razón de que mucha gente en los grupos de facebook, durante su búsqueda, la mencionaba como la "conocida periodista del museo"). Rescató un millar de videos históricos del museo que se enmohecían en anaqueles y los catalogó para que el museo tuviera un fondo audiovisual de consulta. Era la productora ejecutiva del proyecto Arte sin muros (que itinera exposiciones educativas del museo en regiones y comunas). Se esforzó para que el museo adquiriera para su colección obras como el registro fotográfico y de video del vertido de un vaso de leche en la vereda del frontis del museo, hecho por Lotty Rosenfeld en los años 80. Y, en sus ratos libres, hacía largas entrevistas a artistas y notas documentales para el canal de tv del museo que funciona en la web. Por iniciativa propia.

Estudió Historia en la Universidad Católica y, paralelamente, Estética. Se casó con el escultor Luis Pratto y se fue a España, donde hizo un doctorado en Arte Contemporáneo en la Universidad de Barcelona. Regresó en 2005 e inmediatamente entró al Bellas Artes. Muchos le atribuyen a Angélica la apertura del museo hacia cierta vanguardia. Ella misma participó en nueve exposiciones, varias de ellas con performances, todas centradas en lo que la obsesionaba: arte y comida.

El Museo Nacional de Bellas Artes piensa hacer una retrospectiva de Angéliza Pérez. Inauguraron el Fondo Audiovisual que dejó hecho Angélica y le pusieron su nombre. Y, lo más importante: un jueves de marzo, un maestro japonés del té hizo en el museo una hitonocha, la ceremonia del té, con un lugar vacío en la mesa.

Carolina comenta:

–Angélica hacía clases de Arte en École, la escuela de gastronomía francesa. Montó con los alumnos una comida surrealista: una cena de la Independencia, con vestuario y puesta en escena de época, como performance de arte y comida, que mostró en el museo.

Probablemente la exposición que la volvió más conocida fue una compilatoria, Menú de hoy: Comida lenta. Arte y alimento en Chile, en 2007. Dispuso esculturas de cochayuyo, cuadros de migas de pan, organizó perfomances con vertidos de leche en la puerta del museo, agrupó obras chilenas que tocaran el tema de la alimentación desde los años 80 hasta ahora, entre ellas su performance del té.

–Me sorprendió lo conocida que era– dice Carolina. A la misa que se hizo en la parroquia del colegio Universitario Inglés el 17 de marzo, llegó una enorme cantidad de gente. Quedó mucha afuera. Artistas, dibujantes, performistas, el artista visual Fernando Pratts –que quiere recopilar su obra–, curadores como Justo Pastor Mellado y Alberto Madrid, galeristas. Milan Ivelic junto a la plana mayor del museo y de la Dibam, una delegación de la embajada del Japón… Todo eso está en el escrito para el juez. Angélica no dejó nada a medio terminar. Como si lo esperara.

"Es una cuestión de honor dejar la casa limpia cuando te marchas", recuerda un compañero de trabajo que Angélica dijo cuando la pilló limpiando la casa vacía, en una de sus mudanzas. En el lugar donde debería estar el ataúd con su cuerpo en la parroquia, su cuñada hizo un círculo de té sobre una arpillera: el aroma que la rondaba siempre.

Obras

Nueve cuadros, dos videos, diez fotografías, una instalación y una performance. Su última exposición, Nihonchiri, estaba en curso en la galería ArteChile, en Coquimbo, cuando se la llevó el mar. Para verla, la gente tenía que descalzarse y caminar unos metros por una vereda de té. Si Angélica estaba presente, en el otro extremo les pintaba el cuenco de la mano con té verde pulverizado.

En otra ocasión, en una performance llamada Sanar la mirada, en una plaza de Senigallia, en Italia, Angélica, vestida de blanco, puso bolsitas de té sobre los párpados de los paseantes, como se usa en el campo chileno para curar los ojos irritados.

–Al otro día tenía una fila de gente enferma de verdad, buscando sanación– cuenta María Angélica Pavez, su mejor amiga. ¡No sabía qué hacer! Siempre le pasaban cosas chistosas. Se subía a un micro y le volaba los lentes a un viejito. Se sentaba en la plaza a pensar y la cagaban las palomas.

Siempre pintaba y dibujaba. Hizo cursos. Ganó premios escolares. Pero algo le faltaba. Sorpresivamente, en algún año de la universidad, comenzó a usar el té.

Untó telas con distintos tés. Pintó acuarelas con té. Secó bolsitas para hacer collages con ellas. Lo usaba en hojas para hacer texturas en el piso. Adhería las hojas a la tela con pegamento. Con té verde pulverizado se pintaba la cara y las manos. Se vestía de té. Sanaba con té.

–El té era suyo. Descubrió algo propio– dice María Angélica Pavez.

Fue en una población, en la comuna de El Bosque. Exactamente, fue en 1983, en la toma Raúl Silva Henríquez. Cinco mil familias conquistaron un terreno a punta de palos y allanamientos hasta convertir sus chozas en casas y, ahora, en blocks. Iba semana tras semana a vivir con los pobres. Sola. A conversar con las viejas. Se hizo muy amiga de la tía Mari, María Aravena, una dirigenta que ya falleció. En su precaria casa de madera y cartón, Angélica se sorprendió de que siempre la recibiera con una taza de té.

–Una vez quiso cambiar de menú y abrió un tarro de Nescafé: ¡estaba lleno de bolsas secas, qué manera de reírnos! Las guardábamos, porque era tanta nuestra pobreza que de una bolsita sacábamos como 10 tazas– dice María hija. Mi mamá le dio el tarro y se lo llevó.

Su ex marido recuerda:

–El rol del té en la pobreza le sorprendió, le dolió. La cambió– dice Luis Pratto. Se inscribió en el Instituto de Estética e hizo el curso Arte y Vida, de Fidel Sepúlveda. Eso le dio contenido ético: el arte y la vida son inseparables.

Sus performances se fueron haciendo más complejas. Al ceremonial del té involucró las penurias del cosechador, su rol social, su poder de reunión.

El 17 de abril pasado su familia, sus amigos y la gente del museo fueron a desmontar la exposición a Coquimbo y se trajeron sus obras a Santiago, en una especie de cortejo.

Y entonces

Lo que la noche anterior era un bosquecillo donde los pájaros trinaban se convirtió en Vietnam:

–Una camioneta colgaba de unos árboles a 12 metros de altura… Te dabas cuenta de que, fueras elefante o ratón, sólo el azar te daba probabilidad de salvarte– dice Juan Cristóbal, el pololo que permaneció dos semanas en la isla buscándola. Angélica era menuda, pero vigorosa. Hacía yoga. Nadaba. Pero, aún así…

El sábado 27 de febrero Juan Cristóbal hizo la cola para hablar 10 segundos por el único teléfono satelital de Juan Fernández. No hubo piedad: le dieron el turno No 54. A las cuatro de la tarde dio la alarma a Santiago:

–Yo estoy bien, pero la Angélica está desaparecida.

Se cortó.

Varias veces fue a la posta a reconocer cuerpos. Fue una vez. Luego otra. Y otra.

–En un momento no sabía si quería realmente que apareciera– dice. No de esa manera.

En Santiago la confusión era aún mayor.

El domingo 28, en la noche, de la Onemi llamaron a la casa de la mamá de Angélica diciendo que habían encontrado su cuerpo.

–La lloramos– dice Felipe, su hermano menor. ¡Por fin! Nos abrazamos todos a mi madre, para consolarla. Calculamos cuándo llegaría su cuerpo y pensamos en posibles fechas para sepultarla.

El lunes a media tarde llamaron nuevamente de la Onemi.

–Nos equivocamos. Era otra mujer del mismo nombre.

Decidieron ir a la isla a ayudar a Juan Cristóbal. Tras muchas gestiones para romper el cerco de la Armada, el miércoles llegaron los hermanos de Angélica, Felipe y Guillermo, más un amigo, Felipe Vial. En un charter aéreo llevaron desde Concepción a un grupo de rescatistas españoles con sus tres perros. Se sumó un grupo de bomberos de Valparaíso con otro perro especialista en rastrear muertos. Gastaron entre tres y cuatro millones de pesos.

–En la avioneta en que viajamos –dice Felipe– iba una mentalista. Me pidió una foto. Cerró los ojos y dijo: "Está viva". Hizo un mapa sobre un cerro.

En Santiago, 12 videntes se acercaron de una u otra manera a la familia y decían que continuaba viva.

–No encontramos nada. Ni un rastro. Ni un calcetín. Buceamos. Nada. Ni siquiera una parte reconocible del techo de la cabaña.

–El tiempo se detuvo– dice Natalia Portugueis, una amiga del museo. Era angustiante. Cada noche me dormía pensando que quizás un último suspiro de vida se le iba en una cueva, en un hoyo, flotando en el mar.

Trece días después del terremoto Juan Cristóbal, desde Juan Fernández, habló con Natalia en Santiago. Le pidió que llamara nuevamente a todos los videntes.

–Si una sola persona me dice que aún la podemos encontrar, la seguiremos buscando.

Pero no hubo respuesta clara y el día 15 los cuatro amigos pusieron pie en la avioneta.

–No nos habríamos podido venir sin tener la serenidad de haber hecho todo lo humanamente posible– dice Felipe. Él bajó 8 kilos. Juan Cristóbal tenía el cuerpo lacerado.

El avión se elevó sobre Robinson Crusoe. Al girar, vieron, por un instante, la curva de la Tierra y el mar hasta un horizonte infinito.

–Había partido acompañado –dice Juan Cristóbal– y regresaba solo. Sin nada.