Por Héctor Soto
Paula 1241. Sábado 16 de diciembre de 2017.
Margarita Serrano tenía la autoridad del encanto. Era una seductora nata. Hizo de la levedad, de la simpatía, del humor, de la picardía, una ciencia dura con la misma intensidad con que sus hermanas asumían el trabajo intelectual en el caso de la Sol, la creación artística en el caso de la Marcela, las verdades del comportamiento en el de Paula o las causas perdidas o ganadas en el activismo incombustible de la Nena. Lo mismo que sus hermanas conseguían con erudición, con intensidad, con experiencia, con testimonio, con arrebato, con vehemencia o con pasión, ella lo conseguía con pura dulzura. En una familia así de brillante, Margarita no solo destacó sino que ocupó ese lugar con luz propia y con una legitimidad incontestable, haciéndose querer a la primera de cambio no solo porque fuera linda –vaya que lo era–, sino también porque costaría encontrar una persona que a su vez entregara tanto cariño y quisiera tanto a los demás como ella.
Hubo algo perfectamente angelical en el carácter de Margarita. Es de aquellos seres excepcionales que parecen haber nacido para sacar lo mejor de las personas con que se relacionaba. Era graciosa en los momentos tensos, divertida cuando hablaba de sí misma, dramática cuando había que serlo, agradable así fuera que tuviera a un genio o a un pelmazo al frente, buena para los cuentos en reuniones de grupo, sensible cuando advertía que alguien estaba incómodo, maravillosamente superficial cuando las discusiones se ponían agrias o tóxicas y extrañamente profunda cuando la conversación se ponía demasiado frívola.
Es fácil entender que con ese temperamento haya logrado ser una periodista y una espléndida editora. También una escritora receptiva y rigurosa de diversos libros sobre temas polémicos y de actualidad. Sus mejores entrevistas fueron largos e intensos viajes a las motivaciones más profundas que animaban a sus entrevistados y tenía una impresionante sagacidad para leer las zonas de silencio y de dolor que casi siempre dejaban entrever. Operaba en sus entrevistas generando cuidadosas condiciones de confianza e intimidad. Era normal en los tiempos de Mundo Diners –la revista a la cual ella como editora por muchos años le dio su marca de fábrica en términos de calidad y amplitud– que se juntara dos o hasta tres veces con el personaje para lograr hacerse del perfil que la dejara conforme. Escogía a sus entrevistados entre gente que tuviera quilla, por decirlo así, gente que fuera interesante, que se la hubiese jugado por algo en la vida y que, más allá del sismógrafo de sus declaraciones, tuviera una verdad profunda que compartir.
Ciertamente fue una crueldad de la vida que –siendo ella tan fina, tan compuesta, tan delicada– el cáncer la sometiera por años a una secuencia de ataques implacables de los cuales, sacando fuerzas de no se sabe dónde, emergía siempre no indemne pero sí entera, optimista y confiada. Es lícito preguntarnos ahora qué ocurría de verdad en su interior, cómo se bancaba su enfermedad en la oscuridad de sus insomnios.
Recuerdo una conversación suya con su padre, don Horacio Serrano. La Mananita, como le decía él, le contaba que por meses no había encontrado momento de ponerse a escribir un trabajo largo, muy largo, con el que ya estaba en deuda. Los días pasaban y pasaban y el asunto se le estaba volviendo angustioso. Don Horacio la instó a asumirlo y fue testigo al día siguiente cuando ella lo llamó por teléfono para decirle que finalmente había comenzado a escribir. Don Horacio celebró exultante la noticia y le dijo: "Margarita, empezar ya es la mitad".
Me quedó grabada la frase y la uso siempre porque encierra gran sabiduría. Y no puedo sino recordarla ahora, cuando Margarita terminó. Si es que terminó. Porque quizás solo entró a la otra mitad.