A veces cuando cierro los ojos se aparece en mi mente el rostro de Solecito, la bebé japonesa a la que le enseñé inglés en un jardín infantil en Tokio. Cuando llegué a hacer clases a ese lugar, Solecito era la bebé más pequeña del grupo. Su peinado me recordaba al de Pucca, la caricatura de la niña coreana con ojos rasgados, una pícara sonrisa y dos coletas recogidas en dos bollos, que persigue a Garu, el samurái del que estaba perdidamente enamorada. Pese a que la personalidad de Solecito y la de Pucca son muy distintas, tienen algo en común: un ecanto que te envuelve y se queda grabado en tu memoria.
Todo el tiempo le hablaba a Solecito en inglés, y pese a que era una bebé japonesa que aún no hablaba ni siquiera su propio idioma, me entendía perfectamente. “Very good!” le decía cada vez que elegía la respuesta correcta. Ella me miraba con una sonrisa que mostraba dos dientecitos y me hacía entender que sabía que la estaba felicitando.
Los días pasaron y el vínculo entre Solecito y yo se hizo estrecho. Aunque me esforzaba en prestarle la misma atención a todos los bebés, cuando me veía, Solecito se acercaba corriendo a mí con una enorme sonrisa para sentarse en mi regazo y jugar. Esto a las profesoras japonesas les molestaba, pues no les gustaba que fuera tan cercana a mí. “Ponla en el piso” me decían cada vez que se sentaba en mis piernas o quería que la alzara.
Usualmente cuando los bebés se despertaban de la hora de la siesta estaban de mal humor. Algunos incluso lloraban y hacían berrinche porque querían seguir durmiendo. Estaban también los que sencillamente se sentaban, pero seguían adormilados y se quedaban mirando al vacío, como un adulto. Pero Solecito era diferente. Si escuchaba mi voz o sabía que estaba cerca, se despertaba rápidamente y gateaba hacia mí.
Ese acto tan sencillo me producía una inmensa felicidad que hasta el día de hoy me resulta difícil de explicar. Solecito se acercaba a mí a toda velocidad y me abrazaba con la misma fuerza con la que un koala se aferra a un árbol. No sé si es porque mi familia materna es muy cariñosa y cálida o porque soy extranjera, pero era obvio que para estándares japoneses yo era muy expresiva con los niños.
El rostro sonriente de esta niña y sus pucheros, se quedaron grabados en lo más profundo de mi corazón. En varias ocasiones tuve la oportunidad de hablar con su mamá, una mujer japonesa joven con gafas, cabello corto, y apariencia frágil. También tenía un muy buen inglés por lo que podíamos comunicarnos. La mamá de Solecito era algo introvertida, pero a su vez brillante y amigable. Por su puesto que cuando llegaba a recogerla, ella se despegaba con afán de mis brazos y salía apresurada a la puerta a ver a su mamá. Encontraba eso adorable de los bebés: eres su persona favorita, hasta que llega su mamá.
En cada ocasión que conversaba con la mamá de Solecito, ella me agradecía las atenciones a su hija, pues hacía énfasis en que había escuchado de las profesoras japonesas que éramos muy cercanas y me adoraba.
De haber sido posible me hubiera encantado entablar una amistad con la mamá de Solecito, pero tal comportamiento por parte de un profesor en Japón no sólo estaba prohibido, sino que resultaría extremadamente inapropiado ante los ojos de la sociedad. Por eso, me conformaba con ser su primera profesora de inglés y su primera interacción con una persona extranjera.
El cariño que yo le daba me hacía recordar al cariño que me daba mi madrina cuando era niña. Ese símil me hacía pensar en que se puede tener un vínculo así, sin necesidad de ser su madre. Y eso me gustaba.
Cuando llegó el momento de dejar ese trabajo, tengo que confesar que lloré más de una vez pensando en que no la volvería a ver, que ella seguiría creciendo y seguramente se olvidaría de mí.
Cuando conocí a Solecito me sentía muy sola. Recién me había mudado a Japón y me estaba adaptando a mi nuevo hogar. Pese a que mi esposo es muy cariñoso, me hacía falta los abrazos y las atenciones de mi familia. En una sociedad tan hermética como la japonesa, Solecito me daba un cariño cálido y familiar, igual al que estaba acostumbrada en mi país, Colombia.
Luego de esta experiencia entendí que no podía ser profesora. Y es que no sólo tengo recuerdos vívidos de Solecito sino de otros bebés. Por más que me esforcé en ser profesional, me terminé encariñando demasiado con ellos, y el dolor que me producía separarme de mis estudiantes era muy fuerte.
Hoy solo puedo decir “Hontouni Arigatou” (de verdad te lo agradezo) Solecito: por enseñarme una nueva forma de cuidar y amar.