¿A qué edad nos sentimos completos? ¿Cuándo podré respirar sin sentir que algo falta? ¿La adultez realmente nos aleja de las inseguridades de la niñez? ¿Cuándo sentimos que volamos como un lindo zorzal?

“Una cuncuna amarilla” de Mazapán, por muy infantil que sea, me ha acompañado en diferentes etapas de mi vida, y creo que el hecho de venir escuchándola por más de 20 años me ha permitido interpretarla de una manera personal que ha servido para conocerme y abrazar mis inseguridades. Recuerdo que, de niña, me generaba una sensación extraña escucharla, algo que no podía conceptualizar pero que me dolía en la garganta.

Volví a encontrarme con la canción en la cuarentena de 2020 mientras veía la película nacional “Niñas Araña”, que la incluye en su banda sonora. Rompí en llanto, y no sólo por el impacto de escucharla después de muchos años, si no porque me hizo ver cosas que creía haber superado.

“Le gustaba subirse a mirar a los bichitos que pueden volar”

Por condiciones de salud siempre fui una niña diferente al resto, pero no lo entendí hasta los once años cuando me di cuenta de una pequeña malformación que tengo en el ojo derecho debido a una ptosis palpebral, la cual es el prólogo de una historia médica compleja que trajo consigo una infancia de hospitalizaciones, cuidados y privaciones.

“Por qué no seré como ellos, preguntaba mirando a los cielos”, fue una de las primeras estrofas de la canción que me daban vuelta obsesivamente en la cabeza. Mirarme al espejo a los doce, trece o catorce años era una lucha diaria, muchas veces entraba al baño de espaldas para no mirarme, para no verme los ojos, ni las cicatrices.

Era el tiempo de las revistas para adolescente, las que venían con tips de maquillaje, consejos para comenzar a gustarle a los chicos, ropa. Tiempos en donde no había cabida para ser diferente, porque aunque en mis colegios no hubo bullying, la publicidad y esas revistas no nos ayudaron a construir nuestro amor propio de manera sana.

“No tuvo ganas de salir, sólo quería dormir”

Estaba en segundo año de universidad, tenía 19 años, una vida social muy activa y el amor incondicional de mi familia. Quizás por eso no tuve respuestas cuando el vacío y el desgano se fueron tomando mi cabeza, la única respuesta que le di a mis tratantes de esa época fue: un día le pasó algo raro, sentía su cuerpo inflado, no tuvo ganas de salir, sólo quería dormir.

Vinieron los antidepresivos, los controles mensuales, las mentiras cuando me iba de clases sin avisar, las excusas para no ver a mis amigos, la vergüenza cuando mi mamá le decía a algún pariente que me tenía que llevar al instituto de psiquiatría, las pastillas SOS.

Fui nuevamente la cuncuna. La vida siguió con su intensidad y rapidez. No dormí, pero estuve en piloto automático, yendo a todo, haciendo todo. Por eso, casi no tengo recuerdos de los dos primeros años de mi depresión, las fotos y las anécdotas que cuentan mis amigos son la certeza de que estuve ahí y de que, tal vez, sentí algo. No dormí, pero mi cabeza se escondió.

“Todo el invierno durmió y con alas se despertó”

El 2020 nos marcó a todos de manera diferente. En mi caso, hace tiempo anhelaba un descanso luego de años sin parar entre terminar la universidad, los primeros trabajos esporádicos, mi primer trabajo estable, voluntariados y la vida social y de pareja.

Recuerdo perfectamente que fue el 13 de marzo el día en que nos mandaron con teletrabajo en mi oficina. Nunca imaginé la magnitud de lo que vino después. Ni siquiera me llevé el computador, ni mi taza regalona, ni las plantas de mi escritorio. “Dos semanitas y listo”, pensé ese día.

Pasaban las semanas y no volvíamos a la oficina, ni a salir, ni a nada. En ese tiempo vivía con mi ex pareja y nos tocó pasar de marzo a octubre completamente encerrados y solos, nos tomamos muy en serio las cuarentenas y no vimos a nadie. Mi rutina era trabajar, ver teleseries de la época de oro, tomarme un trago y dormir. Dormí mucho, todo lo que no había podido antes.

A pesar de que sigo sin acostumbrarme a esta “nueva normalidad”, recuerdo con algo de cariño los meses de encierro, incluso los panoramas virtuales, esperaba toda la semana por el bingo online que organizaba la familia de mi ex los días sábados. Al fin pude descansar.

En octubre de ese año, cuando recién empezábamos a tener una vida más normal, terminamos. Fueron seis años de relación y una cuarentena, así que sí, sentí que desperté. Hace poco me había vuelto a reencontrar con Una cuncuna amarilla y tomé la parte final de la canción como la banda sonora de ese octubre. Mariposa yo soy / con mis alitas yo me voy.

¿Ahora ya puedo volar?

No lo sé, y quizás nunca llegue a identificarme con ese último párrafo de la letra. Lo que sí sé, es que reencontrarme con esta canción a mis casi 30 años me ayudó a recordar que la vida son ciclos y que nadie me exige ser la mariposa.

Valentina tiene 29 años y es periodista