La casa en que crecí estaba en Yungay, en la calle Herrera, y en realidad eran dos casas que estaban juntas: en una vivía mi familia y en la otra se arrendaban piezas. Eran de esas casas de principios de 1900, largas, de tres patios cada una, de estructura de madera, vigas y pilares bien gruesos, y adobe. Mi familia se repartía por la casa según los patios: en el primero, adelante, vivían mi abuelo y mi tío, y ahí mi abuelo tenía un negocio que se llamaba "Botillería Curicó", que a pesar de su nombre también era almacén. Se había intervenido la primera pieza de la casa para hacerlo, abriéndola a la calle. En el segundo patio vivíamos mi mamá, mi papá y yo, y en el de atrás vivía mi tía, la hermana de mi papá, con mi tío y mis dos primas, con las que yo tenía dos años de diferencia y eran como mis hermanas.
Con mis primas íbamos a jugar a la plaza Yungay, que en ese tiempo no era conocida. Había unos juegos de madera y más árboles que ahora, y muchos niños. Pero con mis primas jugábamos más entre nosotros tres. Nos metíamos al almacén a robar dulces e íbamos a uno de los patios de la casa de al lado, que tenía muchas bandas y fierros y palos, y nos subíamos al parrón o a los árboles (un naranjo y un ciruelo), imaginando que estábamos en Fantasilandia. También escalábamos con cuerdas a una bodega en alto que había en el último patio. Arriba tratábamos de agarrar a unos gatitos que se nos arrancaban siempre. Un día un adulto nos escuchó hablando de eso, fue a ver y resultó que eran unos guarenes gigantes que habían hecho su nido en ese altillo. Como era un barrio de casas antiguas, había muchos ratones. Aparecían por períodos: llegaban, estaban un tiempo, se iban. Pasaba un año y medio y de nuevo.
Otro problema de que fuesen casas antiguas era el de los baños, porque estaban afuera. Para bañarte en la mañana tenías que salir de tu pieza y morirte de frío. En mi casa no era gran problema, porque había un baño para cada familia y a mi abuelo le habían hecho uno en su pieza, pero en la casa arrendada los baños estaban en el último patio y todas las mañanas escuchaba las peleas por usar la ducha. Pasó mucha gente por esas piezas: personas solas, parejas homo y heterosexuales, con y sin guagua, chilenos y peruanos, estudiantes y trabajadores. Tuvimos una señora mística que leía el tarot en su pieza, una pareja que hacía demasiado ruido teniendo sexo y a otra que vendía droga, aunque a esos los echaron. También hubo un estudiante de Derecho de la Arcis que me regaló mi primer cassette: cuando tenía once años veía un programa de surf y skate en el canal 5, y me gustaba la música que ponían —que era la típica de los skaters, como punk y hardcore—, pero no sabía lo que era. En un momento llegó a la casa de al lado este estudiante y me di cuenta de que estaba escuchando algo similar. Le pregunté qué era y días después llegó con un cassette de regalo para mí: por un lado había copiado Revolución de La Polla Records y por el otro Hardcore para señoritas de BBS Paranoicos. Estuve todo ese verano escuchándolo.
Ese mismo año mis primas se fueron y yo tuve una pieza solo por primera vez, porque el patio de atrás quedó libre. La tapicé en pósters y flyers de tocatas y me sentía bacán teniendo mi propia pieza y escuchando punk. En marzo entré al Instituto Nacional, donde conocí más gente a la que le gustaba esa música y hasta estuve en una banda straight edge. Como ya no estaban mis primas, me pasaba las tardes escuchando música. Y ya no iba a robarle dulces a mi abuelo, porque se enfermó, cerraron la puerta que conectaba el negocio con su pieza, y lo arrendaron. Me mandaban a comprar y tenía que salir de mi casa y darme la vuelta para hacerlo en el almacén que ya no era nuestro. Todavía tengo el cassette del estudiante, pero de él no supe más.
Para el 2010 la casa quedó toda terremoteada. Poco antes hubo un incendio en el terreno de atrás que alcanzó los baños y un par de piezas, que no estaban inutilizables, pero habían quedado muy mal. Con el terremoto se vinieron abajo. Vivimos dos años más ahí y después se vendió, porque tenía daños y necesitaba un proyecto de restauración que era muy caro. La persona que la compró nos contó que quería poner un hostal. Mis papás no quisieron irse del barrio y compraron un departamento cerca, pero la mayoría de la gente que conocíamos se ha ido yendo. Por eso tengo un sentimiento encontrado cuando escucho que se dice "Yungay patrimonial, vida de barrio", porque no sé si la vida de barrio siga existiendo. Cuando era chico nadie conocía el barrio Yungay. Tú decías "vivo en Yungay" y nadie sabía. Había mucha menos gente y muchos más abuelos. Hoy ya no está esa gente, si vas para allá no ves a nadie de los que vivían ahí antes, y aunque se prohibió que se construyeran más de cinco pisos en el sector, igual se ha llenado de edificios nuevos de cuatro o cinco. Así que, por un lado no es que se conserven las casas y, por otro, la vida de barrio se ha perdido, porque la gente ya no se conoce, no es una comunidad. es una vida de barrio, pero es una nueva, diferente a la de antes.
Allan Ubilla tiene 27 años y es arquitecto