"La casa en que crecí estaba en la calle Picarte, una de las avenidas principales de Valdivia. Era una casa antigua, de madera, súper grande, de la década del veinte; una de esas típicas construcciones de la colonización alemana, pero no tan rococó. Tenía dos pisos y era tan grande que una vez metí a veinte niñas, casi todo mi curso, a practicar una coreografía en la sala de estar. Se necesitaba de tres chimeneas para calefaccionarla —dos en el primer piso y otra en el segundo piso— y, además, teníamos una cocina a leña en la cocina. También había dos despensas: una debajo de la escalera y otra en la cocina. En la de la escalera mi abuela guardaba las conservas y tarros metálicos con las galletas que hacía para Navidad. La otra despensa era donde mi abuela guardaba todas las cosas para cocinar. Ese espacio también era grande: alguien podría haber vivido ahí dentro, con una cama de una plaza. Quizás yo la recuerde más grande porque era chica, pero años después nos cambiamos de casa a una más moderna y había muchos muebles que no teníamos dónde poner porque por su tamaño no entraban.
Tenía un sótano tétrico, oscuro, con mucho olor a humedad, que era una gran habitación sin divisiones del porte de toda la casa. Había una parte que tenía piso de tierra, de esa húmeda y dura, y lo más extraño es que había un dormitorio muy precario con un baño. Siempre me llamó la atención que alguien alguna vez había vivido ahí. Abajo nosotros guardábamos la leña. A veces acompañaba a mi abuela o a mi nana a buscarla. Recuerdo el olor a humedad, la textura de ese suelo y que me daba mucho susto.
Siempre sentí miedo en esa casa. En el sur de Chile, a las cinco de la tarde ya es de noche. Me acuerdo que en los inviernos estaba siempre en la cocina, que estaba calentita, con mi nana o mi abuela. Hacía las tareas y veía tele ahí y, si quería ir a mi pieza, le pedía a alguien que me acompañara. Cuando salía de la cocina y el pasillo estaba a oscuras, corría hasta el interruptor. Y de día siempre tenía esa sensación de que alguien me estaba mirando, que había una presencia. Me daba vuelta para ver quién era y, antes de voltearme por completo, por el rabillo del ojo veía una sombra pasar. No podría describir cómo era esa persona, porque cuando miraba bien ya no había nada. Mi abuela decía que los fantasmas eran ideas mías, pero de un día para otro empecé a ver crucifijos en todas las piezas. Mi familia era católica, pero no fanática, así que pregunté por qué los habían puesto, pero no me dieron respuesta. Años después nos cambiamos de casa y, cuando ya tenía como dieciocho años, en una reunión familiar, mi tía contó que se despertaba en la noche y sentía que le tiraban las sábanas para atrás. Mi tío agregó que le tiraban las sábanas muy lejos, al otro extremo de la habitación. Mi mamá contó que una vez se había despertado con los gritos de mi tía, que decía que no quería volver a dormir sola porque "algo" le había tirado las patas.
Cuando yo vivía ahí, la calle Picarte era bien residencial, aun cuando era la arteria principal de Valdivia. No había almacenes y para ir a comprar cigarros me mandaban a un restorán que los vendía en su caja, unas cuadras más allá. Lo que había en esa época eran casas antiguas, muy lindas, que vi cómo fueron cayendo una a una. Actualmente quedan muy pocas. Botaron la de al frente y la de al lado, que era muy parecida a la mía, pero más grande, y construyeron un Falabella. La mía sigue en pie. Hace unos años pasé por ahí y había un Instituto de Inglés.
Hasta hace un tiempo, soñaba que estaba en esta casa y me moría de susto. No eran pesadillas, pero sí me resultaban incómodos. En el sueño estoy recorriendo las habitaciones y sé que esta presencia me persigue. Creo que mi sensación tenía que ver con procesos internos, con ir solucionando cosas. Actualmente, todavía sueño con la casa y esa presencia que sentía cuando chica. Pero ya no me da miedo".
Consuelo Martínez tiene 38 años y es periodista.