La casa en que crecí estaba en el sector de Pedro de Valdivia, en Temuco, a una cuadra de la copa de agua. Y eso era lo que le decía a la gente cuando tenía que dar indicaciones: justo al lado de la copa. Estaba en un pasaje muy estrecho, en el que entraba un auto y nada más, y todas las casas eran iguales: de un piso, dos piezas, un baño, living comedor y cocina. Con el tiempo, la gente fue ampliándolas y haciendo segundos pisos, pero cuando yo era niño todas estaban parejitas, a una misma altura, y los gatos de la cuadra tenían su mundo propio arriba de los techos.

Atrás había un patio techado donde hacíamos asados y guardábamos la leña, y un corral en el que teníamos una gallina ponedora y un gallo de estos que tienen el cogote pelado. Se llamaba Felipito por el robot de "Trampas y caretas". Hartos vecinos tenían animales y había muchos perros, que cuando pasabas en bicicleta te ladraban. El perro de la cuadra, uno de esos de color indeterminado entre el negro, el café y el blanco, se llama Cholito. Como le dábamos comida, con el tiempo se empezó a quedar a dormir en mi casa. Era como nuestro, pero no lo era.

Siempre cerraban el pasaje para fiestas como el Día del niño, Navidad o Año Nuevo. En el pasaje vivía pura gente joven con hijos chicos, y para esos días hacían onces en las que cada familia sacaba su mesa del comedor, las unía con las otras y nos juntaban a todos los cabros chicos a comer y tomar bebida. Para Navidad contraban a un Viejo Pascuero que nos repartía los regalos, que también algunos años podía ser un vecino. Cuando yo tenía ocho, el Cholito murió y el Viejo Pascuero me trajo una caja de cartón en la que venía la Perla, una dálmata muy bonita que fue mi primer perro propio.

Lo que más me gustaba de vivir ahí era que había mucho campo y pampa cerca. Como Pedro de Valdivia está en un cerro, corría mucho viento. Me acuerdo que cuando había inviernos duros, mi mamá tenía que subirse al techo a poner piedras para que no se volaran las planchas, porque mi papá era muy guatón y era más fácil que ella lo hiciera.

Antes no había tantas poblaciones en el sector. Temuco era chico y Pedro de Valdivia era el lugar donde se terminaba. Después de la copa de agua, había tres filas de casas y empezaban los cerros. Casi todo lo que hay ahora son construcciones nuevas, de hace quince años. Antes uno podía salir a la pampa a pasear con los perros, jugar a la pelota y buscar bichos. Muchos años hubo un peladero cerca al que iba con mis amigos a atrapar sapitos, luciérnagas y sanjuanes. Los perros iban a cazar liebres. Después todas esas pampas se transformaron en puro barro, porque cuando iban a construir las inmobiliarias pelaban todo y y se quedaba así hasta que partían con la construcción.

En mi pasaje siempre había niños jugando afuera: a las escondidas, al elástico, a la pelota, andando en bici. También nos tirábamos piedras y bombitas de agua. Pasábamos el verano entero a guata pelada manguereándonos. Como no pasaba nadie por nuestro pasaje, podíamos hacerlo. Había dos casas que vendían helados de agua y de leche en bolsa y vivíamos tomando esas cuestiones. Cuando yo era chico, se podía andar afuera hasta tarde, pero después, cuando ya tenía 10 años, el sector se empezó a poner peligroso y los niños dejamos de salir.  Se habían armado unos campamentos en los cerros. Lo siguiente fue que nos quitaron los permisos: a los 7 años podía andar en la calle hasta las doce de la noche en verano, pero a los 10 tenía que entrar a las nueve. Los vecinos empezaron a comentar que habían asaltado a alguien, o que habían entrado a robar a alguna casa, aunque a nosotros nos robaron una vez no más y solo fue la ropa que estaba tendida en el patio. Dejar de salir no me importó tanto, porque ya estaba más grande y tenía que ayudar en la casa con los pollos, y porque justo en esa época conocí los videojuegos.

Cuando tenía 13 años nos cambiamos de casa a una más grande, más cerca del trabajo de mis papás. Volví a la de Pedro de Valdivia una sola vez, años después, cuando mis papás la vendieron, y acompañé a mi papá a entregar las llaves. Ahora en los cerros ya no hay liebres ni luciérnagas, solo más casas y edificios.

Juan Pablo Navarro tiene 31 años y es telemétrico.