Mi casa de infancia quedaba en la subida al Cerro Alegre a dos puertas de la entrada del Paseo Yugoslavo en Valparaíso. Mi abuela vivió en esa casa de calle Urriola por más de 30 años y fue la misma casa donde se criaron mi mamá y mis tías. Recuerdo que era de piedra por fuera pero estaba pintada de un color indescriptible, la puerta era de madera muy antigua con una chapa de bronce en forma de león.
Cuando era niña esa casa ya tenía más de 120 años. A pesar de que tenía sólo un piso, para llegar tenías que subir una escalera muy angosta de madera con 24 escalones pequeños. En los cerros porteños es común que el acceso a una casa se a través de una escalera porque por la pendiente algunas las casas se van construyendo unas sobre otras.
Para mí esa casa era un lugar mágico. En parte por los objetos que tenía mi abuela pero también porque habían rincones muy especiales y diferentes. Si de noche me levantaba por ejemplo para ir al baño, como los pasillos eran tan largos, los pasaba corriendo. Tenía un pequeño patio trasero lleno de plantas y vegetación que había crecido de forma natural. Para llegar a ese patio había que cruzar toda la casa hasta el fondo y atravesar una puerta muy pequeña. La puerta que daba al patio tenía la mitad de la altura de una común como si hubiese estado hecha a la medida de un duende. Justo frente a esa puerta había otra, de tamaño normal pero que al abrirla solo daba a una pared de piedra por la que corrían pequeños hilos de agua y que colindaba con el Paseo Yugoslavo.
Al final de la casa había una galería o patio interior rodeado de ventanales y daba al patio de la casa vecina. En Valparaíso estos espacios se usan para colgar la ropa con cordeles que los cruzan de lado a lado. Recuerdo que cuando se caía algo había que gritarle a la vecina y se bajaba un balde con una cuerda para poder recuperar la ropa.
La casa en que crecí tenía nueve habitaciones y todas eran muy espaciosas. Algunas incluso tenían cuatro camas. Mi abuela, mi mamá, mi hermana y yo compartíamos un dormitorio porque el resto de las habitaciones se arrendaban a estudiantes universitarios. La pieza en la que dormíamos nosotras estaba un poco alejada de las habitaciones de los pensionistas. No teníamos problemas estando todas allí porque pieza era tan grande que a pesar de que éramos cuatro mujeres, cada una tenía su propio rincón con su cama. Como de niña era miedosa, me gustaba que compartiéramos una pieza entre todas y recuerdo que siempre le pedía mi abuela que me dejara dormir con ella.
Mi abuelita se levantaba todos los días y nos preparaba desayuno, siempre se preocupó de que esa casa se sintiera como un hogar para nosotras pero también para los pensionistas que vivían ahí. Hasta el día de hoy el olor a la leche caliente me lleva de vuelta a esa casa, a la cocina y a mi abuela. Ella nos preparaba postres y hacía chocolates. Tenía un mueble en el comedor donde guardaba las barras de chocolate que para mí eran como lingotes de oro.
A principios de la década del 2000, mi abuela tuvo que dejar esa casa porque cada vez habían menos pensionistas. La casa era muy grande y no era posible mantenerla sin arrendar las piezas que estaban libres. Esa costumbre antigua de que si te ibas a estudiar fuera de tu ciudad, tus papás se encargaban de buscarte un hogar lejos de tu hogar se fue perdiendo y la pensión tuvo que cerrar. Las veces que he pasado por fuera de mi casa en Urriola #440 me siento triste. Ya no se ve como antes y me da pena que se haya perdido una parte tan importante de mi infancia.
De esa casa me gustaban muchas cosas, sobre todo las sensaciones que viví ahí. El olor a cera, a leche calentándose, el olor del chocolate que derretía mi abuela o los huesillos que cocinaba para el postre. También me gustaba mucho lo amplios que eran los espacios porque yo sentía que vivía en una mansión cuando en realidad nuestra casa estaba lejos de serlo. Para mí se sentía enorme y lujosa.
Camila Vergara (26) es psicóloga laboral, amante de las plantas y porteña.