Texto y fotos: Patricio de la Paz / Ilustración: Paloma Moreno
Paula.cl
Kiki Geisse aparece en esta tarde de miércoles con un kimono sin diseños, de sobrio color gris. Dice que cuando se lo compró aquí en Kioto, en la tienda le arrugaron la nariz. Le dijeron que era más adecuado para una señora mayor que para una joven de 30 años como ella. Pero a ella no le importó. Está convencida de que para ser la anfitriona de una ceremonia japonesa del té, como la que ahora nos convoca, es mejor un kimono así: "No solo es elegante, sino que va perfecto con lo discreto que debe ser quien invita a esta ceremonia. Uno no debe notarse, no debe resaltar".
Esa idea no es algo que a Kiki Geisse se le ocurrió de repente. Más bien existe hace cientos de años. Es parte de los infinitos detalles que hace cinco siglos se incluyeron en esta ceremonia que los japoneses llaman Chado o Chanoyu. Así como hay reglas en el vestir, hay también normas precisas que regulan cada movimiento y cada palabra dentro de esta antigua tradición que esta tarde en Kioto está a punto de comenzar.
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Como todas las palabras en Japón, las de la ceremonia del té tienen un significado inspirado. Chado significa "la senda del té"; Chanoyu, "el agua caliente para el té". La primera alude a un aprendizaje que nunca termina. La segunda, a la relación con los elementos de la naturaleza.
Todo comenzó en el siglo VIII, cuando monjes budistas trajeron el té desde China hasta Japón. Lo usaban para fines medicinales y para la meditación. Los nobles del país los imitaron. Pero la fecha importante no es esa, sino el año 1191, cuando el fundador del budismo zen japonés, Myōan Eisai, empezó a beberlo como se hace hasta hoy en las ceremonias tradicionales: la hoja verde, sin oxidar, y molida hasta ser un polvo que se disuelve con agua caliente. Ese té se llama matcha. Es el único que se usa en el Chado.
Pero aún faltaba algo. Y eso lo agregó Sen no Rikyu, quien en el siglo XVI estableció las reglas para una ceremonia del té, desde cómo debe ser la sala en que se sirve hasta el movimiento exacto de las manos para echar el agua caliente en un tazón. Reglas que se han mantenido inalterables desde entonces.
Todo eso lo cuenta Kiki Geisse. Pero no la tarde que viste su kimono gris, sino un día antes. Frente a una plantación de té en Uji, en las afueras de Kioto. El lugar no es un detalle: aquí partieron las primeras plantaciones de té en Japón y hasta hoy tiene las mejores cosechas. Allí, entre otras, está la fábrica de té Marukyu-Koyamaen, en pie hace 300 años. Kiki Geisse la conoce bien. Trabajó allí cuatro años.
Antes de seguir con el té, hay que hacer un paréntesis. Detenerse en Kiki Geisse. Es la única chilena que ha estudiado Chado durante un año en Urasenke, una de las escuelas más antiguas de Japón. Lo hizo hace seis años –después de terminar Cultura Asiática en una universidad en Hawái– y no se movió más de Kioto, unida como una japonesa más al mundo del matcha, por distintos flancos: en una fábrica, como una de las fundadoras en Kioto de un centro cultural ligado al té, como meticulosa anfitriona de Chado. "Aquí supe que me iba a dedicar en la vida a hacer té", dice.
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El martes que visitamos Marukyu-Koyamaen en Uji nos recibe uno de sus dueños. Toshimi Koyama saluda con formal cortesía. Invita a su sala de reuniones, muy tradicional: uno se sienta en un tatami en el suelo y en las paredes cuelgan antiguos pergaminos escritos por monjes. Toshimi sirve té verde. "Si no hemos servido té, no podemos empezar a conversar", dice. Él solo habla en japonés; Kiki lo traduce. Unas horas recorriendo las plantaciones y la fábrica dejan cosas claras: que las hojas de té para el matcha se cosechan a mano una vez al año, en mayo; que las plantas crecen a la sombra, bajo un techo de paja de arroz; que las hojas cosechadas se pasan por una vaporera para mantener su intenso color verde –para que no se oxiden como otros tés, como el negro–; que luego se secan en un horno; que se guardan en salas refrigeradas; que se deben mantener allí al menos un mes; que se cortan en trocitos uniformes; que en un túnel de viento se les saca los tallos y los nervios; que hay un estricto proceso de cata para dar con la mejor variedad –quien lo hace tiene un paladar puro: no toma café, no come condimentos, casi no prueba el alcohol–; que los pedacitos de hoja se pulverizan lentamente en medio de dos piedras dentadas; que recién entonces el matcha está listo.
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Kiki Geisse, con su kimono gris, parte la ceremonia con una comida ligera que ella misma preparó. Está presente otra invitada: Hiromi Hidano, una enfermera que esta tarde, a diferencia de la anfitriona, lleva un kimono de encendidas flores rojas. Todos estamos descalzos, todos sentados alrededor de un pequeño brasero. Entonces empieza el protocolo de 500 años del Chado.
De la olla que cuelga sobre el brasero, Kiki saca agua hervida con un cucharón de bambú. La sirve en simples tazones blancos. Sus invitados la bebemos. Es la misma agua que después usará para el té. Luego sirve sake, el tradicional licor japonés de arroz. Lo vierte en platillos de color rojo, que los invitados debemos tomar con las dos manos, con los pulgares en el borde y el resto de los dedos por abajo. La comida es sencilla: pequeñas sardinas asadas –crujientes, se quiebran al mascarlas– y la nuez del ginkgo. La norma dice que los invitados deben lavar su plato después de ocuparlo. Con agua caliente, de manera discreta, y devolverlo a la anfitriona. Kiki lo explicará después: "Esto no es como en un restorán. Es como lo hacían los monjes".
En las ceremonias de té aún más tradicionales que la de esta tarde, los invitados antes de llegar a la sala del té deben atravesar un jardín entre piedras y arbustos. Eso para despojarse de sus preocupaciones mundanas y entrar al Chado con un espíritu en calma. También deben lavar sus manos. Según lo enseñó Sen no Rikyū, el Chado se hace en una pieza sencilla –chashitsu–, desprovista de casi todo: sin luz artificial, apenas iluminada por una vela. Los invitados deben entrar por una pequeña puerta que los obliga a agacharse. Como en una reverencia.
Esta tarde de miércoles estamos eximidos de ello, porque el Chado se hace en una sala especial dentro de una galería de arte en Kioto. Pero solo de eso estamos perdonados. Porque todo lo que pasará desde ahora aquí dentro será estrictamente apegado al manual. Veré a Kiki Geisse en esa precisa coreografía de movimientos que sustentan a esta ceremonia que es simple solo en apariencia. Veré un guión milenario, un ejercicio espiritual, un acto de compartir. Será como un viaje a otro tiempo, como una performance bella y antigua, como una escena en penumbras de un libro de Kawabata.
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La coreografía de movimientos y diálogos del Chado es un asunto que debe aprenderse. Requiere conocer cada detalle de la puesta en escena y muchísima práctica. Tanta, que al final esos movimientos aprendidos terminan por verse naturales en quien los ejecuta. Si el Chado fuera un baile, digamos que quien lo ejecuta no solo sabe perfecto la técnica de cada paso, sino que lo baila con el alma y toda la piel.
De eso se encarga justamente una escuela de té. Como la Urasenke, que existe hace siglos en Kioto. Ha educado a generaciones de japoneses que mantienen vivo el Chado en un país que, si bien le reconoce su peso cultural, lo sigue viendo como un arte de elite. Desde la década del 70, además, aceptan a un número reducido de alumnos extranjeros. Como fue Kiki Geisse. Como es ahora Malena Higashi.
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Malena Higashi.[/caption]
Malena tiene 33 años, es argentina, aunque por sus venas solo corre sangre japonesa. Sus abuelos fueron inmigrantes en Buenos Aires. Ella estudió Letras y hace varios años asiste a las clases de Chado que da su abuela Emiko en la capital argentina. Postuló a una de las becas que Urasenke da a extranjeros –cuatro por semestre– y se vino en abril a estudiar el té a Kioto. Su abuela hizo lo mismo hace 25 años. La veo en acción una tarde de jueves. Malena y sus compañeros –un taiwanés, una hawaiana, una eslovena, todos con kimono– están en una clase práctica. No les toca fácil: deben realizar una ceremonia de té, con la complejidad de que todo está puesto al revés de como es habitual. "Deben saber manejar eso solo por la posibilidad de que alguna vez les toque", explica Gretchen Mittwer, japonesa con nombre extranjero, que trabaja en la Urasenke y me acompaña a mirar esta clase impartida por el maestro Hitoshi Murata.
A Malena Higashi le toca ordenar y prender el carbón del brasero. Su maestro le enseña cómo tomar los palillos y ordenar los trozos de distinto tamaño. A otra alumna le dirá cómo caminar. Cómo cada vez que entra a una sala de té debe hacerlo con el pie derecho, porque así los invitados la verán caminar con más gracia y belleza. "El estudio del Chado es al final una manera refinada de vivir la vida", me sopla Gretchen.
El sensei Murata mira atento y corrige el detalle más mínimo. Cómo deslizar los pies sobre el tatami. Cómo abrir la puerta corredera: la mitad con una mano; luego seguir con la otra. Cómo doblar el pañuelo de seda con que se limpia el tazón del té. Cómo poner el cucharón de bambú sobre la olla de agua caliente. Cómo sacar el contenedor de matcha de su fina funda. Dónde ubicarlo una vez que queda así desnudo. Cómo apretar los dedos aquí; cómo mover la mano allá. No hay excepciones: hasta la chica eslovena que es zurda debe aprender a servir té como diestra, porque así lo dicen las reglas. "Es la economía del movimiento. En el té nada es al azar", dice Malena.
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Como lo dictó Sen no Rikyū hace siglos, esta tarde la sala de té solo está alumbrada por una vela, porque el ambiente debe ser de introspección. En el suelo, cuatro tatamis y medio. En un discreto altar –que los japoneses llaman tokonoma– cuelga un pergamino y hay un sencillo arreglo floral. Ambas cosas las elige la anfitriona, considerando a sus invitados y a la naturaleza. Para el Chado de hoy Kiki Geisse eligió un pergamino con un caracter chino que significa la belleza profunda. En el florero, como es en otoño y no es época de flores, puso la rama de una planta de berries.
No hay nada más en esta habitación casi a oscuras. Es una sobria sofisticación. Los invitados nos sentamos uno al lado del otro; la anfitriona está sentada al frente. Empieza su performance.
Son tantos movimientos, todos tan precisos. Hay movimientos para traer los implementos del té a la pieza: el tazón, el recipiente del té, la cucharilla para sacarlo, el batidor de bambú para mezclarlo con el agua, y así. Hay movimientos para limpiarlos, pese a que ya están limpios. Para servir el agua caliente, para sacar el té verde, para convertirlo en una pasta espesa, para ofrecerlo a los invitados. Hay coreografía de brazos y manos, hay silencio, hay absoluta concentración. Meditación en movimiento, como dicen con acierto los expertos.
Nos sirven a cada invitado un dulce de castañas. Sirve para equilibrar el sabor más amargo del té. Luego, Kiki nos pasa un tazón con un matcha espeso. Le llaman koicha, y es té de la mejor calidad. Los invitados debemos beberlo del mismo tazón.
Uno primero, el otro después. Se lleva con las dos manos a la boca. El primer sorbo es contundente. Con un sabor entre frutal y vegetal. Difícil de describir. Algo de la acelga, también de una mandarina. Se siente sedoso, muy suave.
Kiki limpia los implementos. Les echa agua hervida, los seca con delicadeza. Y vuelve a ordenar todo. La miro hacer eso que tantos han hecho por cientos de años, con elegancia en medio de una luz tenue. Entonces entiendo bien lo que me dijeron antes en Urasenke: que en el Chado lo práctico es estético y también viceversa. Y que los principios que lo rigen, y que ahora siento vivos en esta sala, son cuatro: la armonía, el respeto, la pureza y la tranquilidad. Imposible pensar en un mejor refugio contra el estrés diario.
Los invitados, como dicta el protocolo, pedimos a la anfitriona que nos muestre sus implementos. Me concentro en el tazón de cerámica oscura y en la delgadísima cucharilla de bambú para sacar el té. Todas tienen nombre. La de hoy se llama "árbol que acoge".
Para terminar, Kiki Geisse sirve té verde más ligero, distinto al matcha espeso que tomamos antes. Es un momento distendido. Los diálogos son más espontáneos: hasta ahora las frases han sido breves, todas parte del guión tradicional. Se ponen más dulces. La anfitriona invita a entrar al dueño de la galería, a su madre, a su tía. Se sientan en perfecta hilera humana y van tomando té verde como se debe: empinando el tazón hasta la última gota. Recién entonces, en casi tres horas de Chado, Kiki Geisse sonríe. Y se arregla un poco el kimono gris, que de todas formas está impecable.
La ceremonia en Cachagua
Durante las mañanas del 25 al 30 de enero, la instructora del té Kiki Geisse realizará la ceremonia del té en el taller que dará esos días en conjunto con su hermana Deby, instructora de yoga iyengar. La actividad transcurre entre las 9.45 y las 13.00 horas en una casa de arquitectura japonesa, en fundo Aguas Claras de Cachagua, y parte con una clase de yoga, respiraciones suaves y revitalizantes, para continuar con el ritual del té, en el que se comparte un té verde matcha con algunos bocadillos y un poco de la historia de este tradicional rito japonés. Hay cupo para 5 personas cada día y el valor por cada una es de $35.000 diarios. Informaciones en kikichakai.com